Arte en los confines
Sexto Piso recupera la angustiosa primera novela de John Fowles, 'El coleccionista'.
El coleccionista. John Fowles. Trad. Andrés Barba. Sexto Piso. Barcelona, 2012. 292 páginas. 23 euros.
Ensayista, poeta y autor de seis novelas, John Fowles debe la mayor parte de su fama a dos de las que publicó en la década de los sesenta: El coleccionista (1963) y La mujer del teniente francés (1969), llevadas al cine en exitosos filmes de William Wyler (1965) y Karel Reisz (1981), en el segundo de los casos con guión de Harold Pinter. La mujer del teniente francés, en traducción de Ana María de la Fuente, está desde hace años en el catálogo de Anagrama, que también ha publicado El mago. Luego hay versiones españolas de La torre de ébano, de Capricho o del libro de ensayos Áristos (1964), un "autorretrato ideológico" donde se compendia la peculiar filosofía de un autor que postulaba la necesidad de una aristocracia moral -un poco al modo de Wilde en El alma del hombre bajo el socialismo- que debía ejercer el liderazgo para educar a la mayoría e inculcarle el verdadero sentido de la belleza, diferenciando al que la crea para compartirla del que la acapara para disfrutarla en solitario. Hasta donde sabemos, esta es la tercera aparición de El coleccionista en castellano. A la primera versión de Federico López Cruz, publicada en 1973 y reimpresa en varias ocasiones desde entonces, le sucedió la excelente edición de Susana Onega en Cátedra (1999), a la que se ha sumado ahora la nueva traducción de Andrés Barba.
Como recordarán quienes hayan visto la inquietante película de Wyler, El coleccionista cuenta la historia de un secuestro, pero incluso si conoce de antemano su final nadie debería perderse la lectura. Uno de los grandes aciertos de Fowles se refiere a la perfecta estructura que adopta el relato, donde se suceden dos puntos de vista a propósito de los mismos hechos. El coleccionista empieza como una narración en primera persona del secuestrador, Frederick o Ferdinand Clegg (Calibán, lo llamará su prisionera), un oscuro empleado de oficina que tras ganar un premio en las quinielas decide capturar y retener a una muchacha inaccesible (Miranda Grey) de la que se ha enamorado a distancia. Esta primera parte contiene casi todo lo que sucede, salvo el desenlace. La segunda parte reproduce el diario que Miranda ha llevado durante su cautiverio, donde se nos cuenta la perspectiva de la joven y también sus preocupaciones no relacionadas con el secuestro, que nos permiten conocer su personalidad sin el filtro interesado del secuestrador. Volvemos entonces sobre los mismos episodios, con variaciones significativas. En la tercera reencontramos a Clegg, que ha podido leer el diario de Miranda y sabe entonces lo que ella ha sentido todo ese tiempo. La cuarta y última es una breve y escalofriante coda que deja al lector con un nudo en la garganta.
Pese a su contenido perturbador, El coleccionista no es una novela particularmente escabrosa. Contiene episodios duros, pero el combate entre el verdugo y su víctima -que a veces intercambian los papeles- es sobre todo verbal, apenas desciende a lo pornográfico y, cuando lo hace o se aproxima, prefiere la alusión a la referencia expresa. Es la lucha entre dos caracteres opuestos: Clegg es un joven tosco, puritano, reprimido y lleno de complejos, cuya única afición son las mariposas; Miranda procede de una familia acomodada, estudia Arte y es elegante, sofisticada, reflexiva. Ambos alternan momentos de debilidad y fortaleza, pero es ella, la parte dominada, quien tiene los recursos para analizar lo que ocurre, aunque no le sirva de mucho. Carece de experiencia de vida, pero no de lecturas. Su diario contiene citas y alusiones -no decorativas, pues la joven se proyecta en los personajes- a Shakespeare (los nombres de Miranda, Ferdinand y Calibán remiten a La tempestad, que la joven lee y cita durante su encierro) o Jane Austen. Demuestra además estar bastante al día: le recomienda a su captor El guardián entre el centeno (1951) y resalta su parecido con el protagonista de Salinger; a propósito de Sábado por la noche, domingo por la mañana (1958), escribe: "Debe de ser maravilloso ser capaz de escribir como Allan Sillitoe. De esa forma tan real, tan poco afectada", aunque de hecho no simpatice con el protagonista de la novela; o cita Un lugar en la cumbre (1957) de John Braine, autores todos de máxima actualidad en los primeros sesenta.
Al hilo asfixiante de la trama, Fowles ofrece una profunda reflexión sobre las relaciones de poder y el ejercicio de la libertad individual, sobre las complicaciones derivadas de los orígenes familiares o sobre el imperativo moral que debe guiar la conducta independientemente de las circunstancias, temas que atraviesan toda su obra y le dan una tonalidad característica. Por esta razón, como sostenía Susana Onega en la edición citada, aunque hasta cierto punto inaugura el moderno thriller psicológico, El coleccionista no debe leerse al margen de un contexto simbólico y existencial que -sumado a la complejidad formal y a una clara voluntad innovadora- tiene poco que ver con la novela de intriga. Ya en su momento hubo muchos lectores que se quedaron en lo anecdótico y una cierta moda posterior, que ha abundado hasta la náusea en situaciones parecidas, ha podido reducir lo que de hecho es una obra maestra a la mera condición de novela precursora en la recreación de realidades turbias.
Luego, en el medio siglo transcurrido desde la publicación original de la novela, la realidad se ha encargado demasiadas veces de imitar al arte. La dramática sucesión de casos -convertidos por el seudoperiodismo encanallado en espectáculos de masas- protagonizados por individuos depravados o enloquecidos que han secuestrado a jóvenes e incluso a niñas para dominarlas o abusar de ellas, podría contaminar retroactivamente un ejercicio, como el de Fowles, meramente literario. Y en ello reside la clave. Como en Lolita de Nabokov, publicada ocho años antes que El coleccionista, en 1955, importa menos lo ignominioso del argumento que el modo en que el autor se sirve de él para construir una ficción admirable. Aunque algunos escritores de tercera fila parezcan demostrar lo contrario, elegir a perturbados o psicópatas como protagonistas no equivale a pensar como uno de ellos. Nada más odioso que esos relatos planos que estimulan el morbo del lector regodeándose en la violencia, bajo la coartada de la denuncia pero en realidad valiéndose de aquella para despertar los más bajos instintos. La buena literatura, como prueban los dos ejemplos mencionados, es otra cosa.
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