Arte y Transición democrática
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El ensayo 'Discursos críticos en el arte español' ofrece un semillero de ideas para reflexionar sobre el panorama creativo nacional durante las dos décadas que transcurrieron entre 1975 y 1995
La ficha
[Ex]posiciones críticas. Discursos críticos en el arte español, 1975-1995. Armando Montesinos, Mariano Navarro, Santiago Olmo. Editado por el Centro Gallego de Arte Contemporáneo. 348 páginas. 30 euros.
Quienes definen la Transición democrática con una frase ingeniosa (para alabarla o denostarla) silencian que el proceso coincide con cambios económicos, sociales y culturales de alcance mundial. Este libro sí considera tal coincidencia: parte del entusiasmo del inicio de la democracia y acaba con las dudas que siembran en el arte la estetización de la vida, la proliferación de imágenes triviales y el descrédito de la utopía, rasgos de la época global.
El libro conserva el perfil de una exposición de exposiciones. Recorre diez muestras, celebradas de 1976 a 1999, dividiéndolas en tres períodos. Cuatro ensayos analizan las diez exposiciones, de las que se incluyen las imágenes y los textos de sus comisarios.
La Transición no supuso ningún cambio radical para artistas y galeristas -llevaban años frecuentando los circuitos internacionales-, pero la democracia amplía contactos, abre espacios al arte contemporáneo y, con ARCO, nuevas expectativas de mercado. Mientras las Escuelas de Bellas Artes cobran rango universitario (y se crean las de Bilbao, Pontevedra y Cuenca), aparecen revistas especializadas, suplementos culturales de los periódicos y, en TVE, el trabajo de Paloma Chamorro. A este compás surge una crítica de arte joven y activa.
Estos críticos organizan las primeras muestras que revisa el libro (1976-1983). En 1976, en una sala privada, exponen tres autores: un abstracto, Santiago Serrano; Carlos Alcolea, miembro de Nueva Figuración, y un artista conceptual, Nacho Criado. El crítico Eduardo Alaminos interviene pero no es un comisario: los cuatro se conocen bien y de sus inquietudes surge la muestra con un riguroso texto marxista de Alaminos. Pero las cosas van deprisa. En 1979, el temple ya es otro, aunque apasionante por el fervor con que Ángel González, Juan Manuel Bonet y Quico Rivas organizan, en la galería Juana Mordó, la exposición 1980 y un año después, en una sala municipal, Madrid D. F. Son muestras casi programáticas. Apuestas decididas por la pintura, retan la disciplina del arte normativo y de la abstracción de corte materialista Support-Surface, que pesaron al final de la dictadura. El eclecticismo es la bandera y, con ella, los comisarios (ya casi lo son) y los autores más jóvenes se distancian de sus hermanos mayores. La etapa se completa con una exposición autonómica, el grupo Atlántica, en Santiago de Compostela, y con la muestra Fuera de formato (Madrid, 1983): Concha Jerez y Nacho Criado coordinan autores que trabajan sin los soportes habituales. Destacan el trabajo de Isidoro Valcárcel (una urna para que los espectadores opinen) y el homenaje al grupo ZAJ.
En el segundo período, 1990-1994, aparece el comisario, pero sobre todo, la exposición con discurso teórico. Debatido con los artistas, el catálogo lo ofrece al espectador que enfrenta nuevas formas de arte, como la instalación. Maderuelo reúne en Madrid, espacio de interferencias (1990) once propuestas de instalación, obras que antes que saltar a la vista salen al encuentro, y que pueden incluir fotografía, vídeo y documentación. Al año siguiente, Mar Villaespesa carga la suerte: incorpora artistas afincados en Nueva York (como Nancy Spero) y saca la instalación a la calle. Allí pega López Cuenca sus carteles y Wodiczko, en plena Guerra del Golfo, proyecta sobre el arco del triunfo franquista de la Ciudad Universitaria una danza de la muerte con armas y petróleo. La cadencia se completa en 1994 con la muestra comisariada por Mariano Navarro y Alicia Murría que aborda directamente el arte público. Un año antes, Mar Villaespesa organiza en Sevilla y Málaga la exposición 100%, sólo integrada por mujeres. Destacan un cuadro de Salomé del Campo, las fotos de Pilar Albarracín y la instalación de Pepa Rubio. Estos años amplían horizontes (dimensión social del arte, cuestiones de género) con un deje melancólico: ni el mercado ni la esperada atención internacional cumplieron lo que parecían prometer.
La última etapa acoge tres muestras de autores españoles, comisariadas por José Luis Brea en Holanda (Antes y después del entusiasmo, 1989), Arteleku (Iluminaciones profanas, 1993) e Innsbruck (El punto ciego, 1998-99). El tono es decididamente crítico. Brea lo plantea en el apasionado manifiesto Por un arte no banal. No es fácil lograrlo porque el arte aparece como un lugar otro, diferente al de las imágenes triviales y desde él, sin quererlo, legitima, con su separación, la producción y circulación de tales imágenes. La crítica se extiende también al arte en España: no ha logrado articularse. La crítica no orienta a la creación ni los creadores a sus galeristas ni las galerías a las instituciones ni las instituciones al coleccionista. Al cabo de los años, estos análisis no han perdido vigencia.
Puede que nuestras bibliotecas protesten por falta de espacio, pero seguramente darán la bienvenida a este libro: es un semillero de ideas.
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