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"Aprovechar mis memorias para ajustar cuentas sería inmoral"

Psiquiatra, escritor y miembro de la RAE, Carlos Castilla del Pino nació en San Roque y reside en Castro del Río. Reconocido como uno de los intelectuales españoles más lúcidos de la segunda mitad del siglo XX, culmina sus memorias con 'Casa del Olivo'.

Ana R. Tenorio

15 de mayo 2009 - 17:37

La Casa del Olivo, una mansión rural de 1787 en la que vive con su segunda mujer, la profesora de Teoría Literaria Celia Fernández Prieto, da título a la segunda parte de las memorias de Carlos Castilla del Pino. En ese placentero refugio de Castro del Río, el psiquiatra sanroqueño ha ido tirando de los hilos del recuerdo para recomponer las experiencias de su vida adulta y madura y, de paso, la de un dilatado periodo de la historia de España que abarca desde1949 hasta 2003.

–La redacción de estas memorias ¿ha resultado más fácil o más difícil que la del primer volumen?

–Éstas han sido más difíciles, pero no por la cuestión temática, por el hecho de tener que hablar más o menos de determinadas cosas, sino por la estructura. Hasta el año 49, en que yo tengo 27 años y termina el primer libro, voy por orden cronológico y la propia cronología me sirve de guión. Aquí el problema ya era otro, porque yo llego a Córdoba y no la conozco; la conozco más cuando llevo varios meses, y más cuando son varios años y entonces tengo que ir y volver de una Córdoba a otra.

–¿Cómo ha sido el proceso?

–Comencé a escribirlas inmediatamente después de terminar Pretérito imperfecto. Lo hacía por fragmentos según los distintos temas. Pongamos por caso, sobre mi relación con Laín Entralgo o Aranguren, mis actuaciones políticas o mis lecturas. Escribía y tenía bastante hecho, pero cuando reuní todo el material comprobé que había repeticiones, algunos errores de fechas… Todo eso ha hecho muy difícil ese proceso de estructuración, el montaje de esas secuencias para lograr armar la película completa, utilizando un lenguaje cinematográfico. Tan es así que, sin exagerar, el montón de folios alcanzaba el medio metro de alto, aparte de las notas manuscritas.

–Entre ellas figuran los episodios recogidos en los apéndices.

–Sí, son cosas curiosas, como una entrevista con una nonagenaria paisana mía. Durante la Guerra Civil fusilaron a su padre e iban a matarla también a ella, pero logró escapar a Gibraltar y luego a Valencia, a la zona republicana. Allí se encontró con un hombre manco que había estado en el pelotón en el que fusilaron al padre, aunque él consiguió escapar con un tiro en el brazo. Y le revela a esta mujer quién había matado a su padre, que resulta ser un amigo de ella. Entonces ella va, en el año 84, al Ayuntamiento de San Roque,pide al alcalde que la acompañe un funcionario porque quiere ver al que fusiló a su padre y tiene una entrevista con él. Cuando me enteré de eso fui a verla a Málaga y la entrevisté, por mi afán de testimoniar el drama de la Guerra Civil y las huellas que se han prolongado en el tiempo.

–¿Qué ha resultado más doloroso: recordar la época de la Guerra Civil o la posguerra?

–Más dura fue la Guerra Civil, pero lo que ocurre es que yo entonces era más niño, un preadolescente, y, al mismo tiempo que aquello era brutal, era un espectáculo y para los niños esa visión de lo que sucede como un espectáculo reduce en buena parte el sufrimiento, la conciencia de tragedia. Lo vemos continuamente en televisión, donde junto a imágenes desgarradoras de guerras como la de Iraq o Palestina aparecen niños jugando y riendo. Para un niño el espectáculo es muy importante, porque al fin y al cabo tiene buena parte de descubrimiento.

–Córdoba tiene un decisivo protagonismo en Casa del Olivo.

–Sí. En el libro describo, más que a Córdoba, muchas córdobas. Cuando llego a la ciudad en el año 49 y tomo posesión como director del Dispensario de Psiquiatría conozco la Córdoba médica, de la burguesía media y acomodada, y también la Córdoba menesterosa del dispensario, horrible. Desde el principio tuve mucha curiosidad, a través de la gente miserable que me consultaba, interés por ver dónde y cómo vivían. Conocí lugares increíbles.

–¿Tienen estas memorias una carácter de balance?

–Quizá balance no, porque yo el balance me lo estoy haciendo a lo largo de toda mi vida. He sido un sujeto con un proyecto personal, independientemente de que se éste se haya podido realizar en mayor o menor medida, porque, claro, los cuarenta años de Franco han torcido el destino no sólo mío sino el de millones y millones de españoles. Mis memorias son más bien una descripción y responden a una deuda contraída con los lectores de Pretérito imperfecto.

–¿Está en el fondo también una cierta razón de explicarse uno ante los demás?

–Para escribir unas memorias no hay una sola razón sino muchas. Para mí había una muy importante: yo quería contar mi vida en la medida en que las circunstancias que se daban en ella son las circunstancias de mi generación, que son excepcionales, porque yo he conocido la monarquía de Alfonso XIII, la república, el franquismo y la caída del franquismo. Pero la gran historia no recoge la vida cotidiana, que es lo que a mí me interesaba. Y estaba viendo cómo se moría ami alrededor gente que había vivido todo aquello, que sabía mucho y había hablado de ello conmigo, y eso se perdía.

–En este libro ha tenido que rememorar muchos episodios dolorosos de su vida personal.

–Sí. Los he contado. Puedo ya contarlos con distancia y no podía soslayar esa cuestión porque es parte de mi vida, como lo es el hecho de que yo, como todo ser social, tenía un proyecto, hacerme en la sociedad, ser médico, tener una cátedra y desarrollar una escuela desde ella y no desde el dispensario, de mala forma, como lo tuve que hacer. Eso no lo pude conseguir y para mí significó un cambio de vida.

–¿Hubo alguien concreto que influyera de forma negativa?

–Hay una persona determinante para mal en mi vida que es Juan José López Ibor. Fue maestro mío, y aunque no tenía vocación de maestro, ocupó un puesto importante, en el que entre él y Vallejo Nájera era preferible él. El menos malo de ambos era López Ibor, un hombre culto, que leía. Pero desgraciadamente me traicionó de la manera más vil, tanto más cuanto que para él yo era su discípulo predilecto y no se cansó de decirlo incluso después de que rompiésemos las relaciones. Yo iba para la Cátedra y él se pasó al Opus y... en fin , está contado en el libro con todo detalle, porque fue un hecho para mí decisivo.

–En ese sentido, ¿hay en estas memorias ajustes de cuentas?

–No, en absoluto. No hago ajuste de cuentas sencillamente porque eso sería una inmoralidad. Aprovechar el privilegio de la pluma en la mano para hacer ese ajuste no me parece lícito. Además, ocurre que hay muchas personas que aparecen en el libro que ya han muerto.

–¿Y los buenos recuerdos?

–De esos también hay muchos. Una vez que muere Franco, puedo pasar por fin a la Universidad. Los últimos años del dispensario y en la Universidad son años muy felices porque es el tiempo en el que puedo hacer todo lo que había deseado. Lo que ocurre es que, desgraciadamente, cuando me hacen catedrático extraordinario en Psiquiatría es tres años antes de la jubilación. Lo que llegó tarde. Yo tenía entonces cerca de treinta colaboradores, lo pasaba muy bien y creo que ellos también. Me siguen teniendo cariño y me lo han demostrado.

–¿Qué lugar ocupan en este libro sus pacientes, de los que ha dicho que le han enseñado más que todos los libros que ha leído?

–Un lugar importante. No puedo describir la cantidad de personas que he tratado, que han sobrepasado ya las cien mil. Los pacientes son una fuente inagotable de vida. No hay dos pacientes iguales. Aparte de sufrir una esquizofrenia, una neurosis obsesiva o una depresión, tienen una vida. Y son cien mil vidas conocidas con cierto detalle y en muchos aspectos.

–¿Se sorprende aún?

–Sí, por supuesto. Creo que la curiosidad y la capacidad de sorpresa son el secreto de la vida. El día que deje de interesarme la vida, los libros, los cuadros, la música, sabré que voy a morir.

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