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Los tarahumara | Crítica
'Los tarahumara'. Antonin Artaud. Trad. Carlos Manzano. Pepitas de Calabaza. Logroño, 2018. 158 páginas. 16,50 euros
Fue la apasionante aventura cinematográfica de Raymonde Carasco y su esposo Régis Hébraud (llevada a cabo entre 1976 y 2001) la que nos acostumbró el oído a esas mágicas palabras –ciguri, tutuguri, matachines…– que envolvían la persecución del trance, la esquiva ceremonia del peyote luego traducida en una irrepetible hipnosis fílmica a la altura de las más visionarias intuiciones de Artaud. Por allí había pasado Eisenstein, y pasarían entre otros Jean Rouch y Boris Lehman, pero fue Carasco quien más contribuyó al objetivo que en este necesario rescate se plantea su cuidadoso editor, Julio Monteverde, el de sacudir de malditismo la figura del poeta marsellés y advertir las particularidades de una escritura dirigida con ambiguo signo hacia el porvenir.
Así, Artaud, quien tras no poder revolucionar ni el cine ni el teatro puso rumbo a México en 1936 con la intención de convertirse en un espectador, para, como apunta Monteverde, "mirar desde abajo", desde la para él decadente civilización occidental, a los indios tarahumara, exhibió en estos escritos esa necesidad de superación del lenguaje que años después el matrimonio Carasco-Hébraud llevaría a la práctica en una quincena de películas donde el pensamiento sobreviene a partir de la familiaridad con la percepción pura que regala la suspensión temporal: sabiduría de la espera, inmersión en la circularidad de los repetitivos bailes como antesala de una apertura definitiva que permitiera vislumbrar la eternidad en el instante.
Como se sabe, y dejó escrito Susan Sontag en su Un enfoque a Artaud (dentro de la compilación Bajo el signo de Saturno), Artaud refleja en su obra el insoportable calvario que le supone valerse del idioma para explicar el desgarro de su vida íntima, la dificultad, en definitiva, de "armonizar carne y palabras". Y Los tarahumara es una prueba de esa ausencia última de costuras, de la escritura como colección de fragmentos donde la unidad se pierde de vista y la personalidad que pretende expresarse queda anulada por el vidente que poco a poco va elevándose como una víctima de su propio desorden interior.
Si en su deseo de emparentar con la reserva de espiritualidad primitiva que representaba México, Artaud desciende, como nos recuerda Monteverde, hacia "el inframundo del inconsciente", no pueden quedar sino los trazos de su obcecada abdicación de la normalidad, los restos dispersos de quien, ante todo, asume una misión extraliteraria: textos para periódicos, para revistas, notas, recuentos desde el asilo psiquiátrico de Rodez, cartas a amigos y colaboradores…
Intento último de salvación, efectos postreros del radical autoanálisis de este "cartógrafo de la consciencia in extremis" (Sontag), en Los tarahumara Artaud aún logra, sin embargo, nombrar su déficit con claridad y sugerencia, proyectando su esencial falta en el espejo transformador de esta comunidad intocada que atesora los dones de una "raza-principio" para quien persigue sin aliento el acceso a revelaciones innatas, imposibles ya para el hombre blanco europeo.
En el profundo deseo de ir más allá del cuerpo y de la literatura –ponerse bajo los "dictados de la planta" (el peyote) a través de ese rito secreto que hay que ir a rastrear en lo natural–, de proponer la voluntad irredenta al calvario que, por otro lado, se sabe inevitable, y así se pone por escrito incluso en los mayores raptos de visionarismo, recae el optimismo último que transpira la videncia rupturista de Artaud.
Ya en su día, concretamente en Mil mesetas, Deleuze y Guattari, dos de los principales herederos de los conceptos y nociones artaudianas, se preguntaban por la proliferación de lecturas lúgubres, de fijaciones funestas en ese más allá de la funcionalidad y del conocimiento tipificado que el escritor francés bautizara con la celebrada expresión "el cuerpo sin órganos", como en paralelo aspiraría a un "arte sin géneros".
En la experiencia de Artaud, como explicitaron Deleuze/Guattari, comprendemos que se palpa un afuera inalcanzable, un objetivo sin consecución posible que marca un límite. Pero al recogernos, al plegarnos tras el atisbo de esa frontera aniquiladora, queda en nosotros asumir a Artaud en su inconsolable literalidad -y tantearlo en la hipocondría de unos cuerpos patologizados- o sacar otro partido de su sed de conocimiento, del anhelo salvaje que le llevó a admirar en la danza extática de los tarahumara el feliz remolino de posibles que nos habita.
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