Dulce y flamenca
Ángeles Toledano | crítica
En otra de las Noches Icónicas del Meliá en Sevilla asistimos ayer a un recital de Ángeles Toledano, que dejó ver su gusto por el cante flamenco y lo transmitió al público que llenaba la sala con una personalidad y una emoción desbordantes.
La María Jiménez del lounge
¡Qué bonito cantas, hija!
Es Ángeles Toledano en directo todavía más joven de lo que parece en sus fotos y videos. Pero su cante es elaborado y medido como el de los flamencos más viejos; hasta su voz tiene ese timbre antiguo que sacó, sobre todo, en las granaínas y seguiriyas, cantes bien hechos, con sus evidentes detalles personales. Estuvo, además, muy bien acompañada por los hermanos Fernando y Álvaro Gamero, a las palmas y suaves percusiones de nudillo sobre madera cuando fueron necesarias y, sobre todo, por Benito Bernal a la guitarra, que estuvo tan magnífico como ella, llenando el aire de florituras sin estridencias, desde el primer toque con el que empezó las falsetas que acompañaron a Ángeles en un fandango, que si hubiese sido Pepe Pinto quien lo interpretaba, le hubiese alabado, como hacía con su Manolo de Badajoz: qué bien huelen los perfumes que tú echas en la guitarra.
Ángeles, sin pararse siquiera a respirar, cambió el fandango por las soleares; primero con una bulería por soleá de esas que a la gente le hace decir que se parece a Estrella Morente, pero a la Estrella de las grandes ocasiones, a la que brilla como los astros de su nombre. Soleares del Puerto siguieron, con sabor a Camarón y, como el caballo sin freno de su letra, después se fue al galope a Jerez, pa meterse por los rincones con otra bulería por soleares de allí en un ejercicio de memoria y respeto para Anica la Piriñaca. La voz de Ángeles sonaba en el corazón del público que llenaba el salón del hotel con tanta intensidad y emoción que cuando después de meter también por soleares unos tangos de la Repompa, remató la vibrante cadencia celestial recordando que el cante se quedó mudo porque se lo llevó Camarón, todos estallamos en un aplauso, el primero de la noche, porque sus cantes seguidos, sin solución de continuidad, nos tenía con ganas de rompernos las manos y hacer como en la frase que Ángeles cantaba desgarrando la voz: la de los Peines y la Perla las palmas le están tocando.
Muy flamencas, sin dejar de ser dulces sonaron después las guajiras, que Ángeles llenó de melancolía y sensualidad. Engarzó en oro y marfil, como hacía Pastora Pavón, las granaínas, adornás por el toque airoso de los guitarristas jerezanos, aunque Benito sea choquero, de Villanueva de los Castillejos. Su ritmo y su compás tienen la exploración histórica de la guitarra de Montoya y la velocidad de Sabicas, que fue capaz de ralentizar también en las seguiriyas, arrancando tantos oles como la voz a la que acompañaba. El homenaje de Ángeles a Morente vino con La aurora de Nueva York -tiene cuatro columnas de cieno-, los versos de Lorca que el maestro granaíno y Lagartija Nick convirtieron en (algo parecido a) bulerías. En el cante de Ángeles, las columnas, fuertes y nobles, triunfaron sobre el cieno que destruye, que mancha. Este cante, grabado en el Omega es, de principio a fin, un proceso de degradación; pero ella lo transformó en un ascenso; erigió cuatro columnas tan altas que abrieron las nubes que tanta agua nos dejaron horas antes para que descubriésemos el cielo.
Una perfección técnica y una capacidad de expresión dignas de admiración puso otra vez Benito con su guitarra flamenca después de las cantiñas que Ángeles metió en la cadena de alegrías intensa y clara que dejaron ver su gusto por el flamenco que brota de las raíces populares más que de las académicas y que transmite emoción, viveza, credibilidad y cercanía. Y luego, en las seguiriyas, dejó huellas de cantaora grande, acometiéndolas con la pasión que requiere el drama. Con su desgarro y ternura hizo suyas las letras de Manuel Torre, de Vallejo. Si el recuerdo del flamenco no son las voces, sino los ecos, Ángeles fue anoche la excepción y su voz se va a quedar metida en la memoria de los que la escuchamos aquí durante bastante tiempo.
Las bulerías las comenzó acompañada solo con palmas, imbuida del espíritu de Camarón, del Borrico, de la Perla. Cuando entró la guitarra volvimos a recordar a la joven Estrella Morente y cuando Ángeles encajó las bulerías en el compás de Utrera fue a Gaspar Fernández al que vimos sonreír entre la bruma del ensueño. Otra vez sola con las palmas, sordas, las bulerías de Ángeles casi se convirtieron en soleares, trayendo ancestrales reflejos de la Niña de los Peines, de la Fernanda y la Bernarda. Cuando los cuatro se levantaron para salir del escenario no los dejamos. Queríamos más. Habíamos pasado con Ángeles una hora infinita y corta. Queríamos más. Y ella nos dio un popurrí de bulerías de Lole y Manuel en el que la nana de Un cuento para mi niño terminó en un susurro de plácida armonía que levantaron las palmas del Romero verde con que terminó Ángela -su boquita de miel caliente-, tras unos guiños a Nuevo día y Cabalgando, su recital de manera definitiva.
Frescura, lirismo, entrega, mucho ritmo y conocimiento de los estilos; en todo ello fue pródiga Ángeles Toledano anoche. Su repertorio pulido hasta el resplandor y su acompañamiento de guitarra y palmas pletórico, garboso y lozano. Puede que todavía le falte carisma escénico, ella misma se hacía de menos cuando se dirigía hablando a nosotros, pero lo suple con su enorme personalidad y su poderosa imagen. ¡Ole, Ángeles!.
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