Almodóvar, grado cero
Crítica 'Julieta'
JULIETA. Drama, España, 2016, 96 min. Dirección y guión: Pedro Almodóvar. Fotografía: Jean-Claude Larrieu. Música: Alberto Iglesias. Intérpretes: Emma Suárez, Adriana Ugarte, Darío Grandinetti, Daniel Grao, Inma Cuesta, Rossy de Palma, Michelle Jenner, Pilar Castro, Nathalie Poza.
Treinta y seis años y veinte películas contemplan ya la trayectoria de Pedro Almodóvar como figura esencial de nuestro cine, una carrera con destellos y altibajos, más y mejor reconocida fuera que dentro de España, donde es sistemáticamente sometida a un escrutinio público que apunta más a filias y fobias personales o políticas que a una verdadera apreciación de su cine más allá de su prolongado éxito popular.
Expuesto por tanto a constante vigilancia y a juicios sumarísimos, cada nuevo almodóvar parece competir consigo mismo, dictando de paso las pautas de interpretación y las mutaciones que ha ido practicando su cine a lo largo de más de tres décadas.
Tras el desenfreno festivo, menor, nostálgico y satírico de Los amantes pasajeros, Almodóvar se repliega ahora con Julieta, en lo que bien pudiera ser el inicio de una nueva etapa, hacia los territorios más clásicos y depurados del melodrama, totalmente a contracorriente, sin la red de seguridad del humor y las digresiones, yendo al hueso mismo del arte de la narración cinematográfica a través de un prodigioso mecanismo, posiblemente el más engrasado de los suyos, en una estructura de ecos, desdoblamientos y repliegues que fluyen a través de fascinantes transiciones.
A partir de tres relatos de Alice Munro, Julieta se despliega poderosa, elíptica y eficaz en un relato sobre el dolor, la ausencia y la pérdida (femeninas) en dos tiempos que anudan precisamente aquellos años 80 de los orígenes con el presente. Sin embargo, los detalles de época y el contexto histórico ya no tienen apenas importancia aquí, unificados bajo las formas, puentes y estrategias del melodrama que insufla la materia misma de las emociones a través de una huida del naturalismo y la estabilización de un tono que todos sus cómplices, desde Emma Suárez y Adriana Ugarte a Alberto Iglesias, parecen haber leído a la perfección en una misma clave.
Julieta camina así firme y segura por el sendero de espacios, trayectos y gestos que inscriben y anticipan el agujero negro que atraviesa y da fuerza motriz al relato; espacios, trayectos y gestos que regresarán para cobrar forma y carne trágicas en un nuevo tiempo que los anuda para clausurar enigmas y secretos.
Así, ese majestuoso ciervo que corre junto al tren en una de las imágenes más hermosas y alucinadas del filme, ese hombre extraño que se sienta en el vagón junto a Julieta, la visita a un parque donde juegan los niños o ese cruce de calle suicida entre los coches se convertirán más adelante en piezas que completan un puzle de resonancias y motivos que, como un cuadro de El Bosco, hay que mirar siempre más de una vez.
Se ha dicho que Julieta es su película más despojada, seca y sencilla, la más austera y esencial de las suyas. No del todo. Puede que sea depurada respecto a esos apartes, generalmente cómicos, que siempre aparecen en su cine; puede que también respecto a otras estructuras más complejas, misteriosas, alambicadas y escapistas o a un mayor grado de barroquismo en la densidad de la imagen.
A mí se me antoja que esta aparente esencialidad esconde empero uno de los trabajos narrativos más complejos del manchego, incluso cuando, en el aspecto formal, no sea ésta la más elegante o elocuente de sus películas.
Y en esta destilación general, Julieta ha de verse también como un compendio almodovariano de temas y figuras primordiales podadas hasta el tronco: la relación umbilical entre madres e hijas, el pueblo (el Sur) como punto de partida y ancla emocional frente al Norte borrascoso y turbulento, la gran ciudad como territorio de aislamiento y búsqueda de la identidad, el viaje como experiencia de cambio... Figuras y tropos que se incardinan aquí camino de uno de los finales más hermosos rodados por Almodóvar al son de Chavela Vargas.
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