Alfredo Landa: grande antes, durante y después del 'landismo'
El actor, uno de los rostros más importantes y queridos de la historia del cine español, fallece en su domicilio de Madrid a los 80 años.
No me vengan con La luz prodigiosa de Hermoso, El Quijote o El rey del río de Gutiérrez Aragón, Luz de domingo, Tiovivo c. 1950, Historia de un beso o Canción de cuna de Garci, La marrana o El bosque animado de Cuerda, El río que nos lleva de Del Real, El pecador impecable de Martínez Torres, Tata mía de Borau, Los paraísos perdidos de Martín Patino y La vaquilla de Berlanga. Ni tan siquiera me vengan con El puente de Bardem, Las verdes praderas y El crack de Garci o con la fabulosa Los santos inocentes de Mario Camus -para mí la mejor interpretación de su larga y prolífica carrera, premiada con la Palma de Oro de Cannes- que en 1977, 1979, 1981 y 1984 nos fueron descubriendo que Alfredo Landa, fallecido ayer en Madrid a los 80 años, era algo que ya debíamos saber y que el gran público ya sabía: que era un grandísimo actor. No me vengan, por favor, con las películas que hicieron su prestigio y le valieron que la crítica le diera la absolución por sus muchos pecados cinematográficos anteriores -¡el landismo!-, permitiendo a los beatos del cine reconciliarse con él. Antes, durante y después de esas grandes interpretaciones, Landa fue el mismo y único gran actor.
Él mismo nunca renegó del landismo, al que de alguna forma retornó con la serie televisiva Lleno, por favor, en la que interpretaba a Pepe Gil Cebollada, propietario de una gasolinera devoto de Franco y Santiago Bernabéu; una serie escrita y dirigida en 1993 por el mismo Vicente Escrivá -el flexible director que pasó con toda naturalidad del nacionalcatolismo al destape- que había escrito y a veces dirigido sus éxitos de los 70 Cateto a babor, Vente a Alemania, Pepe, Aunque la hormona se vista de seda o Vente a ligar al Oeste. ¿Irónica? ¿Paródica? ¿Nostálgica? Imposible saberlo. El caso es que en la España de 1993, tantos años después de la dictadura y la Transición, la serie fue un éxito. Debido sobre todo al genio interpretativo de Landa, que humanizaba aquel tipo irascible, facha, de buen fondo y agreste superficie, que caía bien por unas cosas y mal por otras; que, en definitiva, daba juego cómico a partir de un personaje que, sin haberse encarnado en Landa, habría sido indigesto.
Landa aportaba a sus personajes humanidad. Y eso les otorgaba credibilidad por cómicamente exagerada que fuera su interpretación del macho hispánico (el ciclo del landismo) o por dramáticamente desgarrada que fuera su interpretación de la víctima hispánica (Paco el bajo de Los santos inocentes). Dos tipos que representan dos realidades españolas -el macho reprimidido recalentado por las turistas y la víctima de las penúltimas manifestaciones del señoritismo- expresadas con la concentración cómica o dramática propia de la comedia y la tragedia. Su mérito fue hacer creíbles ambos extremos a través de un registro interpretativo único, desconcertantemente exagerado a la vez que natural.
Alfredo Landa se dio a conocer en tres espléndidas comedias de la primera mitad de los años 60, herederas del buen hacer técnico y la inteligencia argumental del cine español de los 50 a la vez que exponentes de la renovación moderna del género: Atraco a las tres (1962), La niña de luto (1964) e Historias de la televisión (1965), dirigidas por tres maestros del antiguo y el nuevo cine español: Forqué, Summers y Sáenz de Heredia. En la segunda mitad de los 60 se afirmó en la comedia con intervenciones cada vez más destacadas y frecuentes. Tras La ciudad no es para mí (Lazaga, 1966), sólo en 1967 intervino en diez películas, entre ellas Amor a la española (Merino), Los guardiamarinas (Lazaga), Las que tienen que servir (Forqué) o 40 grados a la sombra (Ozores).
1968 fue el año de su consagración: interpretó ocho películas y se convirtió en uno de los más populares actores españoles con el inmenso éxito de No somos de piedra (Summers). Pero el landismo todavía no había nacido. Landa era todavía la versión moderna del español bajito, cabreado y frustrado que había consagrado López Vázquez. El giro al landismo se produjo entre 1970 y 1971 con No desearás al vecino del quinto (Fernández, 1970) -durante muchos años la película más taquillera del cine español-, Vente a Alemania, Pepe (Lazaga, 1971), Aunque la hormona se vista de seda (Escrivá), No desearás a la mujer del vecino y Las noches de Cabirio (ambas de Merino). Tras ellas se desplegó definitivamente el landismo en las 30 comedias que interpretó entre 1971 y 1980.
El landismo fue pésimo como cine y fascinante como documento de un momento de España. Eran los años 70. Para sobrevivir y por las divisas el franquismo estaba soltando lastre nacionalcatólico desde los años 60. Entrábamos en el destape. De reserva espiritual de Europa pasamos a reserva de machos: nada de mariquitucios con pantalones ajustados sin pinzas y pelos largos; machos ibéricos de pelo en pecho, siempre calientes, siempre dispuestos, depredadores de las playas a las que acudían las suecas en busca del hombre/hombre. Landa fue, es y será mucho más grande que el landismo. Pero es también el landismo. Interpretó esas malas. El genio lo reservó para otras. Pero el talento ya lo tenía. Estaba claro, sobre todo para el gran público que adoró aquellas películas que se reían de ellos -mejor: con ellos- y de sus represiones.
La mala suerte, para Landa, es que la comedia de los 60 fue peor que la de los 50, y la de los 70 peor que la de los 60. Peor escrita, peor rodada y más grosera. Pero, como alguien ha dicho, podemos escapar de todo menos del tiempo que nos ha tocado vivir. Y Landa, en la cumbre de su popularidad, estuvo preso del cine que le tocó interpretar. Eso sí: convirtió su cárcel en una cómoda residencia en la que reinó durante toda la década. Hasta el punto de darle nombre a la comedia de los 70. Afortunadamente le quedaban dos décadas por delante para, no demostrar, pero sí depurar su inmenso talento interpretativo.
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