Borgo | Crítica
Una mujer en Córcega
Alfonso Albacete | Artista
Alfonso Albacete recuerda que en su casa siempre hubo materiales de pintura y que vio desde pequeño a su madre cultivar su afición entre pinceles y botes de aguarrás. "Vivíamos en Murcia, en una zona de medio monte donde estaba la estación sericícola en que trabajaba mi padre. Allí había bastantes artistas y pintores republicanos como Juan Bonafé, que había pertenecido con Ramón Gaya y Eduardo Vicente a las Misiones Pedagógicas, haciendo copias de las obras maestras españolas para el museo ambulante. Con nueve años empecé a pintar con Bonafé y fue mi arranque artístico".
Albacete (Antequera, Málaga, 1950) es el protagonista de una de las grandes exposiciones de la temporada en Sevilla, Las razones de la pintura, la primera retrospectiva que se le dedica en esta región. El Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC) revisa así la trayectoria de uno de los artistas españoles con mayor proyección internacional, presente en colecciones como las de Pedro Almodóvar, la Casa Blanca y el Mie Prefectural Art Museum (Japón).
"Ingresé en Bellas Artes en Madrid mientras estudiaba arquitectura pero al irme a vivir a Valencia tuve que abandonarla. En Bellas Artes la formación era demasiado clásica y, como ya había estudiado con Bonafé, todo me parecía atrasado, mientras que en arquitectura aprendíamos con Simón Marchán Fiz e Ignacio Gómez de Liaño. Terminé la carrera en 1977 y tuve tiempo de participar en una colectiva de Juana de Aizpuru".
La tendencia general es clasificar a Albacete en la generación de artistas españoles que innovaron la práctica de la pintura en los años 70, a lo que él a veces se resiste. "Hicieron un grupo con nosotros, Manolo Quejido, Guillermo Pérez Villalta, Chema Cobo... Pienso que más que las similitudes nos juntaron las exposiciones colectivas en que participamos. Cada uno de nosotros había llevado una trayectoria muy individual pero leíamos cosas similares (Fromm, Benjamin...), como he podido recordar gracias a los diarios de los años 70 de Gómez de Liaño, libro que recomiendo encarecidamente".
La muestra del CAAC, que ha comisariado Mariano Navarro, uno de los mejores conocedores de su pintura, recorre cuatro décadas de trayectoria en una doble lectura: temática -con seis salas en el Claustrón Sur- y cronológica -diez cuadros en el pasillo central que muestran cómo ha dialogado con la obra de otros pintores como José de Ribera, Cézanne o Jasper Johns-. Sorprenden los vínculos que mantienen lienzos esenciales de finales de los 70 con otros pintados en las dos últimas décadas. Se arranca cronológicamente en 1979 con dos obras de la exposición celebrada en la galería Egam de Madrid con la que irrumpió en el panorama artístico: En el estudio, que daba título a aquella muestra, y Lápices. Ambas expresan el impacto en su obra del expresionismo abstracto americano.
-¿Qué ha sentido al ver ahora estas pinturas de finales de los 70?
-Lápices y En el estudio formaron parte de mi primera exposición individual y de algún modo plasman mi compromiso con la vuelta a la pintura y la influencia de la serie Fosforescencias de José Guerrero. Comencé pintando cosas aumentadas de escala, donde amplié la dimensión del objeto y radicalicé el color, para ir poco a poco trabajando las ideas del dibujo de representación e ir llegando casi a una abstracción. Me fui imbuyendo del trabajo y la disciplina del estudio, que tanta importancia ha tenido como tema recurrente en mi obra. Para mí el estudio es un hábitat natural, donde trabajo, y un espacio de reflexión sobre el proceso creativo y el hecho mismo de pintar, como puede verse en obras recientes como El jardín japonés.
-Desde sus inicios se aprecia su interés por conciliar la figuración y la abstracción, aunque ésta parezca dominar en piezas como El jardín de los poetas, de 1988.
-He cultivado el quitar de en medio esa diferenciación entre abstracción y figuración porque a veces una pintura abstracta puede tener una base muy literaria y de concepto, y otras veces ocurre al revés: que una obra muy naturalista, pensemos por ejemplo en la serie Marilyn de Andy Warhol, puede tener una base abstracta muy fuerte. Esto lo vemos también en la obra de Juan Navarro Baldeweg e incluso en los fondos verticales que emplea Pérez Villalta. En El jardín de los poetas, sin embargo, mis referencias fueron sobre todo Cézanne, los brochazos de De Kooning y el expresionismo más libre de Jasper Johns o Rauschenberg.
-En los 80 movimientos como la transvanguardia italiana o el neoexpresionismo alemán propugnaron la vuelta a la figuración. ¿Fueron importantes esas tendencias para usted?
-La transvanguardia italiana apuntaba a un historicismo, el neoexpresionismo alemán de Kiefer -un pintor importante para mí- a un relato duro de recuperación de su tragedia nacional y, sin embargo, lo que se produjo en España creo que tenía más que ver con la esencia de la pintura. Los artistas que durante la Segunda Guerra Mundial fueron a Estados Unidos desarrollaron una obra que aquí en Europa hubiera sido imposible porque nadie creía que, tras Matisse, se podía pintar un cuadro con una sola franja negra de 8x10 metros. Para mí, sin duda, fue esencial el expresionismo abstracto, que no me gusta llamar estadounidense porque, quitando a Pollock, la mayoría de los gigantes del movimiento fueron emigrantes como Rothko. Esos artistas cambiaron la dimensión del cuadro. Me gustó siempre De Kooning, que tenía mucho interés por la dimensión y el ajuste a las dimensiones corporales, algo que yo había visto en arquitectura, donde estudiábamos la proxémica, el uso y percepción del espacio social y personal. Pero, evidentemente, no puedes lanzar un goteo o un dripping en un lienzo pequeño, necesitas formatos muy ambiciosos.
-¿Qué deuda tiene su pintura con su formación arquitectónica?
-Los sistemas de geometría descriptiva y el estudio de la perspectiva me interesaron mucho cuando estudiaba arquitectura y creo que estos cuadros lo reflejan. Pero lo que más me influyó fue el proceso de trabajo porque en arquitectura hay un programa de necesidades al que tú le buscas una solución óptima. Por eso trabajo muchas veces en serie, porque me interesa buscar la solución, la salida, a un problema o encrucijada que me he planteado. Tras la serie del estudio comencé la del huerto, donde estudié la cultura mediterránea en obras como Ulises o Naturaleza muerta con limones.
-El huerto ha sido el escenario de varias de sus performances, vestido impecablemente como un pintor del XIX ante el que posaba gente desnuda. ¿Por qué ha permanecido fiel a la pintura dado el éxito cosechado en otras disciplinas como la fotografía, el arte de acción, el vídeo o la obra gráfica?
-Porque es una disciplina que sigue teniendo validez para mí ya que la respuesta más inmediata a un pensamiento la puedes dar a través de la pintura mientras que para otras acciones necesitas maquinaria y muchas otras cosas.
-De su intéres por la gran escala nace una de las obras más ambiciosas del conjunto expuesto en Sevilla, el políptico El mar de la China. ¿Cuál fue su génesis?
-Realicé esa obra en 2005 al regreso de Indonesia, quería insistir en los temas del tiempo y el viaje. Pinté una tela de diez metros de larga y luego la fui cortando y montando en bastidores individuales. Para que tuviera continuidad le di brochazos que tienen más de diez metros pero tuve que emplear una fregona porque no había brocha que soportara un brochazo tan largo ni tal cantidad de pintura. Creo que dialoga muy bien en la muestra con la Primavera (2002) de la serie Cueva Negra, donde empleé dripping para meter esa atmósfera cambiante del clima y de la amenaza de la lluvia. Toma su nombre del paraje de la costa almeriense donde tuve una casa con estudio.
-Las obras de finales de los 80, comparadas con éstas, tienen un carácter sombrío. ¿Cómo vivió esos años en que el arte español pasó de la euforia al desencanto?
-Sucedió muy rápido la invasión de la gente de la Universidad a los puestos de decisión en el arte, el modo en que forzaban el discurso... A esa época se remontan cuadros aquí presentes como El estudiante de Praga I (1985), son obras muy interiores e introspectivas que pinté además en la época más dura de la droga, cuando me encontraba situaciones bastante sórdidas al llegar a mi estudio. Me sentía muy aislado y postergado por el ambiente dominante y lo reflejé en otras obras que no están aquí como El príncipe encadenado, donde me retraté relegado como el príncipe Segismundo. De este período una de mis obras predilectas es Viena (1985), que tiene que ver con un viaje que hice con Quico Rivas al Kunsthistorisches Museum. Es una alusión a Los cazadores en la nieve (1565) de Brueghel el Viejo, que es uno de mis pintores favoritos, y a ese cuadro que es un hito del arte occidental, con la gran diagonal que lo recorre y su perspectiva hacia abajo.
-¿Qué recuerda de Quico Rivas?
-Escribió uno de los primeros textos sobre mi obra en prensa y tuvo una gran repercusión, Quico escribía tan bien… El otro día encontré cartas suyas y sentí una tremenda nostalgia. Me ilusiona la muestra que se le ha dedicado en Sevilla.
-¿Se considera de algún modo un superviviente?
-Sí, era muy difícil sobrevivir en aquellos años 80 y principios de los 90. Recuerdo que me mudé mucho de estudio y con cada traslado mi pintura cambiaba porque el espacio y la luz donde trabajo me influyen bastante. Aquí hay varios cuadros pintados en el estudio de la calle San Emilio de Madrid, donde permanecí casi 20 años desde finales de los 90. Era un semisótano, me sentía bajo tierra y por eso comencé a trabajar con una luz nocturna, casi de eclipse. Una de mis obras preferidas de esa etapa es Jacob 12, donde homenajeo a otro de los mejores cuadros de la historia, El sueño de Jacob de Ribera. En él apenas se entrevén los ángeles porque los pintó con pinceladas casi transparentes.
-Sus nuevas obras, como las de la serie Siesta de 2016, tienen en cambio una luz muy alegre que recuerda a Hockney. ¿Le influyeron los artistas londinenses?
-No creo que se dé en mi obra una influencia directa de Hockney aunque me gustaba sobre todo el de la época americana, el de las piscinas. En cuanto a la Escuela de Londres, la he contemplado mucho en una época, sobre todo a Kitaj. Lo representa también mi galería actual, Marlborough, y tiene un dibujo increíble, admirable.
-¿Qué destacaría de la serie dedicada a las Conferencias de arte, otro de sus grandes logros?
-Comencé a realizarla en 1997, eran bicromías en blanco y negro o en azules y grises donde reflexionaba sobre cosas que surgen después de la pintura y le dan una dimensión diferente, como su proyección en una sala o la misma conferencia como un discurso montado alrededor de la pintura. En 2013 reaparecen, con un color y un formato que antes no tenían, en la serie Natura. En Natura doce vemos ahora a los asistentes a una conferencia de arte sentados en el interior de un huerto. El lienzo pertenece a Pedro Almodóvar, a quien le gustaba el tema de la proyección por motivos obvios, y hace pareja con el de Juan Genovés.
-¿Es el paisaje su gran género?
-Parto de la idea de que los llamados géneros clásicos, los de la figura (el retrato), el paisaje y la naturaleza muerta, se siguen manteniendo incluso en las abstracciones más radicales. El paisaje siempre tiene una tendencia a la abstracción. Al igual que una figura la puedes aislar, y a la naturaleza muerta también, porque es lo estático, eso no pasa con un paisaje ya que es movimiento. Cuando aparece una figura hay narración, sobre todo si el pintor es naturalista. Esas ideas están muy presentes en mis series Natura y Destiempo.
-¿Se siente reconocido aquí?
-Me siento un privilegiado si pienso en la cantidad de gente variopinta que ha escrito sobre mi obra, de sectores diferentes. En el catálogo de esta muestra se reproducen textos de José Luis Brea, Ángeles González, Ignacio Gómez de Liaño, Bea Espejo… me siento bien tratado. Y supongo que puedo decir que ya hay algunos elementos de cierto clasicismo que uso y transporto de un sitio a otro. Haber empezado a pintar muy jovencito me dio una perspectiva distinta a la de otros y la formación científica gracias a la arquitectura me aportó una dimensión diferente de las cosas.
-¿Qué artistas andaluces están más presentes en su imaginario?
-Mantengo mucha relación con Rubén Guerrero, Miki Leal y Abraham Lacalle, y con los maestros Luis Gordillo y Carmen Laffón, pero la relación es casi siempre fuera de aquí, en Madrid. Cuando vengo a Andalucía me quedo en casa de mi hermano, seguimos teniendo tierras cerca de Benamejí, y echo mucho de menos a una hermana muy querida que vivía en Valencina y falleció hace poco. Me crié a caballo entre Andalucía, Murcia y Madrid, y me da la sensación de que Andalucía la tengo asociada a la madre, Murcia a la novia o a la amante, a la época enloquecida en que viví allí, y Madrid a la esposa y a la situación matrimonial y de familia. Andalucía es la madre y la niñez, Murcia la adolescencia y la juventud, Madrid la madurez. O sea, las tres edades del hombre.
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