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Una virtuosa de la sensibilidad

Alexandra Dovgan | Crítica

Alexandra Dovgan se presentó en el Teatro de la Maestranza. / Guillermo Mendo

La ficha

Alexandra Dovgan

**** Cita en Maestranza. Alexandra Dovgan, piano.

Programa:

Ludwig van Beethoven (1770-1827): Sonata nº17 en re menor Op.31 nº2 ‘La tempestad’ (1801-02)

Robert Schumann (1810-1856): Carnaval de Viena Op.26 (1839)

Frédéric Chopin (1810-1849): Baladas nº1 en sol menor Op.23 (1835) / nº2 en fa mayor Op.38 (1839) / nº3 en la bemol mayor Op.47 (1841) / nº4 en fa menor Op.52 (1842).

Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Lunes 4 de abril. Aforo: Un cuarto de entrada.

Aún no ha cumplido 15 años, pero si por algo me deslumbró Alexandra Dovgan (Moscú, 2007) en su presentación sevillana fue por una sensibilidad musical que, en una adolescente, no me atreveré a juzgar de madura, pero sí de prodigiosa. El poco público que se acercó al Maestranza asistió al despliegue de un talento natural con ideas artísticas muy serias, sin duda aún en desarrollo, pero que ya sirven admirablemente a la música presentada.

Acaso lo menos interesante, desde mi punto de vista, fue la Sonata de Beethoven, impecablemente tocada, pero un poco amanerada en el arranque, más atenta a los efectos de rubato, con muchos rallentandi, que a la construcción formal de la pieza, y, sobre todo, demasiado líquida en su final, con un legato que pareció comerse todos los acentos y las consonantes que la obra pide, esos mismos acentos que sin embargo había colocado con exquisitez en el Adagio.

Fue también el movimiento lento del Carnaval de Viena de Schumann el punto culminante de una interpretación muy ágil y contrastada, con tempi vivos y una brillantez que llegó hasta el punto que le permitió el escombrado piano maestrante. Pero fue en las cuatro baladas de Chopin donde emergió lo mejor de la moscovita adolescente, al lograr una combinación apasionante de poderío (¡qué octavas al final de la !) y exquisitez, con un fraseo delicadísimo, cargado de sentido, siempre intencionado expresivamente, repleto de pequeñas inflexiones dinámicas y de matices agógicos, esta vez perfectamente justificados, porque ya no perjudicaban la arquitectura de la obra (como en Beethoven), sino que, desde la claridad y la solidez, sin la menor tentación de caer en la sentimentalidad, aportaban expresión y color a una música que se hizo casi extática en la , que a la vez sonó patética, tierna y ensoñadora, de verdad inolvidable.

Generosa con las propinas (hasta cuatro: dos elegantísimos y hondos preludios de Rajmáninov para abrir y cerrar, un increíblemente estilizado Vals de Chopin y un transparente preludio de Bach entre medias), Alexandra Dovgan se retiró dejando la sensación de poseer aquellas dos condiciones que Luciano Berio exigía a los virtuosos de nuestro tiempo: sensibilidad e inteligencia. Tiene toda la vida por delante para desarrollarlas, pero ya impresionan.

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