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Comedia heroica en cinco actos de Franco Alfano. Dirección musical: Marco Guidarini. Dirección escénica y escenografía: David Alagna. Director del coro: Julio Gergely. Vestuario: Christian Gasc. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y Coro de la Asociación de Amigos del Teatro de la Maestranza. Intérpretes: Roberto Alagna (Cyrano, tenor), Nathalie Manfrino (Roxane, soprano), Jorge de León (Christian de Neuvillete, tenor), Nicolás Rivenq (Conde de Guiche, barítono), Jean-Luc Ballestra (Capitán Carbon/ Vizconde De Valvert, bajo-barítono), Carmelo Corrado (Ragueneau, barítono), Richard Rittelmann (Le Bret, barítono), Itxaro Mentxaca (La dueña/Sor Marthe, mezzo), Eduardo Hernández (Lignière/ Un mosquetero, bajo cómico). Lugar y fecha: Teatro de la Maestranza, 9 de noviembre de 2009. Aforo: Casi lleno
En medio del revuelo mediático promovido por el anuncio oficial de la separación de la pareja Georghiu-Alagna, el tenor franco-siciliano volvía a Sevilla a los pocos meses de su anterior comparecencia con aquellos olvidables Pescadores de perlas. En esta ocasión retornaba con una obra hecha a la medida de sus actuales perfiles canoros, alejados ya hace tiempo de las sutilezas belcantistas y los refinamientos estilísticos y volcados plenamente en una dimensión mucho más dramática y de mayor peso vocal. No parece irle mal en este nuevo repertorio a la vista de los buenos resultados de su Carmen londinense de hace unas semanas y, sobre todo, de su prestación vocal en este Cyrano de Bergerac.
La ópera de Alfano es un claro ejemplo de ese tipo de composiciones que sólo sobreviven o renacen si hay un cantante concreto que la defienda y la quiera hacer suya. Sus méritos puramente musicales son algo discutibles más allá de una interesante línea orquestal que entronca directamente con Pélleas et Mélisande y que se mueve en un plano independiente de una línea vocal bastante plana y que apenas si remonta el vuelo melódico tan sólo en la escena del balcón y en los últimos momentos con la lectura de la carta. La ópera bascula esencialmente sobre el personaje de Cyrano, omnipresente toda la partitura, y desdibuja bastante a los demás. Y apenas plantea problemas técnicos al tenor: el rango es bastante cómodo, las frases son cortas y prácticamente siempre hay que cantar de forte para arriba, lo que hace el papel ideal para tenores trompeteros, con amplio squillo y atractivo metal que llene el teatro con expresiones dramáticas. Se explica así la preferencia por este título de Plácido Domingo y de Roberto Alagna.
Hay que reconocer que, al margen de la comodidad vocal del personaje, Alagna borda literalmente su parte. La voz le corre a la perfección, traspasa sin problemas el denso foso y brilla con un metal refulgente, de una calidad tímbrica impresionante. Puede faltarle a veces algo más de delicadeza en el fraseo en los momentos líricos, pues tiende a llevarse la representación a su terreno y en seguida coloca la voz en dinámicas fuertes, pero aún así sobrecoge escuchar una voz de tal carga de pasión y de fuerza dramática que, en los momentos finales, llega incluso a conmover.
Manfrino también ha encontrado un personaje a la medida de sus posibilidades: soso, algo cursi, sin sustancia dramática y sin demasiadas exigencias en ambos extremos de la tesitura. Así pues, es la suya una apropiada encarnación de Roxane, algo plana en expresividad y con las notas inferiores poco distinguibles si la orquesta aprieta un poco. Siempre con notas de apoyo de por medio, sube con seguridad y sin cambiar el color para colocar unas bonitas notas superiores. Del resto del reparto cabría hablar de la buena voz y el buen fraseo de Rivenq y de los agudos penetrantes de Jorge de León, algo romo también de expresividad y de voz un tanto engolada.
Guidarini llegó a tapar a las voces en el primer acto, algo que moderó posteriormente, pero no alcanzó a conjurar el sonido terso y brillante de otras noches de la Sinfónica. Mal el coro femenino y correcto el masculino, salvo algunas estridencias en los tenores.
La producción de David Alagna es lo que esta ópera pide: clásica, corpórea, y realista, con momentos de gran belleza visual como el final del tercer acto.
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