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"Ahora se habla mucho de diversidad pero curiosamente la ideológica no se valora"

Daniel Gascón | Periodista y escritor

El autor zaragozano ha vendido a Netflix los derechos para la adaptación audiovisual de 'Un hipster en la España vacía', la novela en la que satiriza la brecha campo-ciudad y el pensamiento posmoderno

El escritor y periodista Daniel Gascón (Zaragoza, 1981). / Random House
Francisco Camero

17 de enero 2021 - 06:30

Sevilla/Por ahí viene Enrique, aún dolorido tras ser abandonado por su novia, buscando su cabañita de Walden. Ya saben: una vida más apacible, más pura y libre, más armónica y slow, más reconectada con lo esencial, al abrigo de la Naturaleza, lejos de la ansiedad de la vida en la gran ciudad. La cabaña de San Thoreau de Enrique resulta estar en un pueblecito de Teruel, más específicamente en la casa de sus tíos, para los que él es por descontado un auténtico marciano. Y el muchachito flipado con piso en el centro de Madrid, con su mejor intención, cándido y alelado, como una suerte de Quijote de la izquierda pija-posmoderna, con la cabeza frita de tanto taller de nuevas masculinidades, de tanta asamblea 15-M, de tanta deconstrucción personal, de tanta quinoa y tanta tensión entre el núcleo irradiador y la seducción de los sectores aliados laterales, que se dice en la lengua errejonesca, no hará más que chocarse con la realidad (y con todos los vecinos del pueblo) en su intento de desfacer privilegios heteropatriarcales e iluminar las conciencias de esas gentes nobles pero un poquito brutas.

Las posibilidades cómicas de este enésimo choque de civilizaciones –como lo llama en la novela nuestro atribulado modernito– entre el Campo y la Ciudad las exprime al máximo en Un hipster en la España vacía (Random House) el escritor zaragozano Daniel Gascón, que está últimamente de enhorabuena: a la estupenda acogida que ha tenido la novela desde su publicación, se suma la recién anunciada compra de los derechos del libro por parte de Netflix para su adaptación a la pantalla. "Estoy ilusionado con lo que hagan. Me hace ilusión porque el libro también bebe mucho del cine y lo audiovisual en general, y me intriga ver las nuevas vidas que puede tener la historia", dice Gascón; por ahora, lamenta, no puede dar más detalles.

–Su anterior libro fue El golpe posmoderno, sobre el furor independentista en Cataluña. Y de repente se descuelga con un libro entregado al humor desatado y a la ligereza. ¿Necesitaba desconectar, aliviarse de tanta tensión, bronca y virulencia en la actualidad política?

–Llevaba un tiempo haciendo textos de humor en la revista en la que trabajo, Letras Libres. Me divertía hacerlos y me permitía tratar asuntos de la actualidad de una manera un poco distinta: menos pegada a la noticia, más libre también, más exagerada. Supongo que hay algo de desconexión. Por ejemplo, para hablar de la polarización inventaba un país dividido entre lectores fanáticos de Tolstói y fieles seguidores de Dostoievski, o para tratar el tema del lenguaje inclusivo decidía que la letra o era machista y escribía un texto sin usarla. Un día se me ocurrió el contraste entre un hipster muy urbano y posmoderno que va a un pueblo de Teruel que es una versión exagerada de los que yo conocí en mi infancia y adolescencia (mi madre es médica rural y vivimos en varios): era ese encuentro lo que me divertía, un poco como Un yanqui en la corte del rey Arturo. Escribí un primer capítulo sin saber si seguiría, y me divertí, gustó mucho y me animé a seguir. Fui creando tramas. Pensé que podían pasarle más cosas a él, luego me di cuenta de que si al principio hablaba sobre todo el hipster luego podrían hablar los del pueblo. También vi más adelante que el pueblo, La Cañada, tenía algo de microcosmos, donde podía tratar muchos de los debates de la política española de los últimos tiempos y donde podía crear historias con mucha libertad en términos narrativos y estilísticos: podía divertirme mientras intentaba divertir a los demás.

–El humor es un elemento central del libro. Usted mismo ha citado los Cuentos sin plumas de Woody Allen como inspiración, pero hay mucho también del Gurb de Mendoza, así como de Berlanga y del Cuerda de Amanece, que no es poco. Y sobre todo, diría yo, del Quijote...

–Sí, yo pensaba que Enrique es una especie de Quijote posmoderno, aunque de eso me di cuenta algo más tarde, cuando le fui dando más desarrollo. En vez de estar intoxicado por la literatura de caballerías está embriagado de teoría posmoderna. Me gustaba que hubiera distintos tipos de humor: uno un poco más intelectual, otro casi costumbrista, cosas más disparatadas. Pensaba en Allen y Mendoza, sí, y en Berlanga y Azcona y Cuerda. También pensaba en los cuentos de Jesús Moncada, he leído bastantes libros de Wodehouse para ver cómo montaba los enredos o el tono de la prosa. También recordaba frases que decía mi abuelo, que era de Ejulve, Teruel, me gustaba incluir alusiones a películas o novelas.

–El libro se presenta como una colección paródica de, vamos a llamarlo así para abreviar, la tontería posmoderna, muy dada por ejemplo a señalar nuestros errores de lenguaje. ¿Es la semántica el debate bizantino del XXI o en el lenguaje hay en juego algo más de lo que aprecian quienes por sistema ridiculizan estas cuestiones?

–Me parece que siempre hay una batalla sobre los nombres que damos a las cosas, una cuestión que tiene que ver con la sensibilidad y también con el poder. Hay impulsos positivos que a veces tienen consecuencias que no lo son tanto: algo de eso hay en las derivas más locas de la corrección política. Me parece que hay partes del debate sobre el lenguaje inclusivo que combinan la voluntad meritoria de visibilizar colectivos con la ignorancia sobre la lengua. Esa ignorancia conduce a paradojas: decían familias monomarentales, en vez de monoparentales, pensando que ese parental tenía connotaciones machistas, cuando viene de parir. Se intenta cambiar cosas que no son tan fáciles de cambiar, porque la lengua tiene unos mecanismos, en su estructura y en su evolución. También me preocupan derivas intolerantes: se habla mucho de diversidad pero curiosamente no se valora la diversidad ideológica. No me gusta la idea de lo personal es político: no creo que siempre sea así, ni que deba serlo, y me parce que hay un espacio para lo privado y lo íntimo.

–¿Se puede hoy seguir hablando de la misma brecha cultural entre el Campo y la Ciudad de tiempos pasados cuando hoy en cualquier pueblo han visto antes que yo Gambito de dama o lo que toque en Netflix y a cualquiera de ellos llega Amazon tan imperialmente como a cualquier otro lugar?

–Creo que eso ha cambiado para mejor. Hay muchos problemas de conectividad en las zonas rurales, pero ya no es como antes. Ahora, en muchas cosas, puedes tener el mismo acceso a una oferta cultural e informativa desde un pueblo que desde una ciudad. También puedes encontrar a otros interlocutores, porque puedes comunicarte más fácilmente con gente que está lejos. Los pueblos son muy diversos, en mi experiencia siempre había gente muy heterogénea, con intereses muy distintos. También, normalmente, hay algunas cosas digamos sociales del mundo rural –forma de relacionarte, acontecimientos del año en ese lugar– que forman parte de tu vida, de tu conversación cotidiana.

El autor zaragozano, en otra imagen reciente. / M. G.

–El verdadero drama de esa famosa brecha es la supervivencia económica, la menor calidad o la inexistencia de los servicios públicos a los ciudadanos, en última instancia el peligro serio de desaparición de toda una forma de vida... Entre ciertos sectores de la izquierda se estila decir España vaciada en vez de España vacía, como con tanto éxito acuñó Sergio del Molino. Con ese matiz, ¿a quién se está echando la culpa?

–Me gusta más España vacía porque fue el primer término, suena mejor, permitió visibilizar esa realidad digamos en nuestro tiempo, es más poético y veraz: dirige menos la interpretación. Quienes dicen eso parecen señalar que hubo en ese fenómeno una intencionalidad digamos estatal. Se busca responsabilizar. Por supuesto, la forma de vida en zonas rurales puede ser muy dura: por la cuestión de los servicios y también, por ejemplo, por la falta de jóvenes o niños, muchos son lugares muy masculinizados, porque apenas hay trabajos para mujeres jóvenes (que a menudo tienen más cualificación). Y es muy duro ver que un lugar donde vives y al que te sientes unido se enfrenta a una probable desaparición. Ese miedo y esa tristeza son comprensibles. Pero el vaciamiento de España responde a muchas cuestiones: es un fenómeno con muchas aristas y factores, tiene que ver con grandes transformaciones económicas –por ejemplo, la mecanización del campo–, se parece a lo ocurrido en otros países europeos, puede haber habido abandono y negligencia en ocasiones pero no veo esa intencionalidad.

–¿En qué clave interpreta la nueva vida entre los lectores que en los últimos tiempos está teniendo Thoreau, por ejemplo, o muchas y diversas obras de gran impacto en la literatura española reciente como Los asquerosos o que editoriales como Errata Naturae prácticamente se hayan especializado en la llamada nature writing?

–Creo que siempre se ha escrito mucho y muy bien sobre la España rural y el mismo tema de la despoblación ha aparecido en películas, novelas, canciones. Pienso por ejemplo en Labordeta y Más birras, en Imán de Sender y La lluvia amarilla de Llamazares, en novelas de Delibes. Sergio del Molino hizo que muchos vieran algo que estaba delante y se ignoraba, y eso tiene un gran valor. Luego es curioso porque parece que ahora, cuando se debilitan los lazos con el campo, hay esa literatura que idealiza lo rural, a menudo de gente que no conoce tanto el campo: yo creo que la realidad siempre es más variada, incómoda e interesante que la versión idealizada. También coincide con un momento en el que los partidos se disputan los votos de la España interior. El campo tiene mucha potencia narrativa y se puede abordar de muchas maneras, y se pueden hacer muchas obras interesantes desde ángulos muy distintos.

–La pandemia, entre muchísimas otras consecuencias, ha ratificado la sensación de que la vida en las ciudades se ha vuelto demasiado hostil. De repente, millones de personas se vieron confinadas en carísimos pisos minúsculos, a veces sin un miserable balcón, y sueñan ahora con una vivienda en un sitio menos atosigante, más barato y más amable. ¿Usted se iría a vivir a un pueblo?

–Hace diez años me habría parecido imposible pero ahora no. Tampoco creo que haya un gran desplazamiento, me parece que es una especie de fantasía que muchos no llevarán a la realidad. Yo ahora pienso que en muchas cosas fui muy feliz de niño en pueblos, y pienso que mis hijos lo serían. Pero, por ejemplo, luego si estudian hay otras complicaciones. Los trabajos no están tan preparados como a veces nos gustaría creer. Me parece que algo determinante es el precio de los alquileres y la capacidad de disfrutar de mucha oferta cultural en cualquier sitio. Podrías tener eso, y además un sitio más grande, un contacto con la naturaleza, la alegría que te pueden dar los espacios amplios. Pero también hay cuestiones difíciles: hay una soledad urbana y otra soledad del campo, por ejemplo.

–En la novela un personaje presume de haber conocido a Pablo Iglesias "antes de lo de Galapagar". Que su líder viva en una casa totalmente fuera del alcance de la inmensa mayoría de la población española puede ser llamativo (lo es), pero, más allá de dicha anécdota, ¿cuál es a su juicio la mayor traición a su discurso que se le puede reprochar a Podemos?

–Iban contra la casta y al final han copiado las peores prácticas de aquellos a quienes criticaban. Vemos casos de machismo y prácticas informales patriarcales, incluso de denuncias falsas para quitarse a gente incómoda. No buscan solucionar injusticias, sino activar problemas para profundizar un malestar y señalar culpables. Creo que no son eficaces para solucionar las cosas que preocupaban a quienes con buena voluntad los apoyaron en un primer momento, y que las cosas más inquietantes se han ido cumpliendo: rechazo a los principios de la democracia liberal, demagogia, ataques a la libertad de expresión, falta de sentido institucional.

–En la novela hay, también, un devoto de Vox que resulta bonachón, entrañable, inofensivo a fin de cuentas. ¿Cuán difícil es no demonizar a los votantes de dicha formación sin dejar de señalar lo poco democráticas que son muchas de las ideas que pregona?

–Ese personaje es alguien que tiene la percepción alterada (una estructura que te impide ver la realidad tal como es: llega al pueblo, ve un rodaje de una película sobre la Guerra Civil, y cree que ha estallado la revolución anarquista en la España interior), me parecía una forma curiosa de contarlo. En el libro me intento reír de todo, empezando por mí mismo, que supongo que estaría más cerca del hipster. Creo que el humor y la literatura sirven también para imaginar o intentar entender a los otros, y que podemos detestar las ideas y debemos discutir las que no nos gustan, pero las personas creo que van más allá de sus opiniones. En el libro creo que soy ácido y crítico pero diría que el tono es amable: no hay malvados.

–Hubo un tiempo en el que el discurso acerca de internet tenía tintes prácticamente utópicos. Y hoy ya sabemos todos lo que hay, digamos eufemísticamente que aquellas expectativas erraban. ¿Qué parte de culpa de la paupérrima cultura política que padecemos hoy cree que cabe atribuir a las dinámicas de internet y las redes sociales?

–Decíamos: si tenemos la información y la posibilidad de expresarnos, cumpliremos el sueño ilustrado y tendremos un debate civilizado e interesantísimo. Y tenemos Twitter. Pero quizá lo más preocupante es que hace que seamos más nosotros: potencia que tengamos debates enconados, que haya un flujo constante y apresurado, que haya de repente escándalos y flames y linchamientos. Pero está en nosotros, no en las redes. Y, como en nosotros, también hay mucha información y discusiones interesantes. Hemos pasado de una visión utópica a una distópica, y seguramente las dos están equivocadas y hablan más de nuestras obsesiones que de la realidad.

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