LA ORQUESTINA | CRÍTICA
Nostalgias parisinas de Pasión
"No quise ser torero, militar ni abogado. / Y, como nada quise, en nada me he quedado", afirmaba sobre sí mismo el poeta Fernando Ortiz. Pero esa inclemencia con la que se contemplaba a veces, con la que escribió versos de una franqueza descarnada y conmovedora, no se correspondía con la realidad: era uno de los nombres fundamentales de las letras andaluzas, tal como resaltó ayer el director del Centro Andaluz de las Letras, Juan José Téllez, que destacó que el sevillano no sólo había sido "un poeta relevante", también un "crítico lúcido" que había contribuido "a definir la lírica andaluza". Ortiz, que entre otros reconocimientos tenía el Premio Vicente Núñez de Poesía y el Andalucía de Periodismo, falleció ayer, a los 66 años, de un paro cardiaco.
Desde Primera despedida (1978), el libro con el que abriría su carrera, hasta el más reciente Plática (2012), el autor concibió la lírica como un misterio emparentado con lo sagrado y se sabía parte de un linaje: en el poema Mi patria enumeraba una larga cadena que iba desde Berceo, Manrique y Garcilaso hasta Juan Ramón y Cernuda. En su obra predomina una reflexión sobre el tiempo y sus estragos, la vida y sus fracasos. "Pensabas que los años daban serenidad, y no impotencia", apuntó Fernando Ortiz sobre las trampas y decepciones de la existencia, a las que supo dar luz con su palabra.
Ortiz nació en 1947, hijo de un militar y periodista y de la hija de un notario al que habían destinado a Sevilla. Cuando tenía 18 años murió su progenitor, un capítulo que pudo inculcar en él esa perspectiva desesperanzada de las cosas y al que años después volvería con emoción. "Mi padre, pobre hombre, / por pequeñas cuestiones acosado, / hubo de solventarlas para darme la vida / y yo lo despreciaba. / Su muerte fue tan gris como sus días".
En 1967, Ortiz se trasladó a Madrid con el propósito de estudiar Ciencias Políticas, carrera a la que renunció cuando empezó a trabajar en Televisión Española como corrector de guiones. En la década de los 70, ya con un diploma de documentalista, comenzó a colaborar con revistas como La Estafeta Literaria e Ínsula, y en 1978 fundó otra publicación, Calle del Aire. Cuatro años antes había conseguido que TVE lo desplazara a su delegación en Sevilla.
Desde Primera despedida, publicado cuando el autor tiene 31 años, ya exhibe una insospechada madurez -un término del que renegaba, y creía propio de "los necios"- y en sus versos aparece ya esa preocupación por el paso del tiempo que caracterizaría su obra. "Han pasado los años / con lentitud tediosa. / Pero, si bien lo miras, / ya nada es como antes", señalaría en Arcadia, un poema en el que registra la nostalgia por ese momento, la infancia, en el que sintió la "unidad con el mundo". Porque Ortiz, como hombre sabio, se sentirá siempre un desarraigado que se mueve en un tiempo que ya pertenece al desconcierto, o en un espacio cercano pero también ajeno. En ese libro se inspira para un poema, 23 de febrero de 1810, en Blanco White, y el distanciamiento del personaje con su tierra podría reflejar su propio desencanto: "Dejo tierra y afectos. Perdonadme mi odio / y también el amor que sufro por vosotros: / aunque nunca consiga desterraros del alma / habréis de serme extraños".
Más allá de la soledad y el desencanto, Ortiz encuentra en el lenguaje su refugio. "Es cuando la pasión / se va desvaneciendo en el pecho cansado. / Y se secan los ojos. Y se doblan las piernas. / Pero la mente aún lúcida confía en la palabra / pues es ella la cifra de todo lo que amamos", reivindicaría en Verbum, uno de los fragmentos de Personae (1981). En ese volumen, en un poema dedicado a Rafael León, Tardes de estío, vuelve a percibirse la ambivalencia por los orígenes: "Esta ciudad del sur donde el jazmín florece (...) es la misma que sin piedad contempla / tu regreso a lo oscuro como ave silenciosa".
Libros como Vieja amiga (1984), Marzo (1986), Recado de escribir (1990) o Moneditas (1996) y antologías como la que le dedicó la Fundación Lara, Versos y años, o la Diputación de Sevilla, Poesía de una vida, destacan en una bibliografía en la que Ortiz navega entre la nostalgia por los escenarios del pasado, la celebración del sur y el ajuste de cuentas consigo mismo. "Mal aprendí a ahuyentar mis miedos / con autoengaño, alcohol, aturdimiento. / ¿Por qué, con más edad, sigo tan necio (...)?" se lamentaba en Último espejo (2007). Ortiz, enemigo tantas veces de sí mismo pero aliado de esa a la que llamó vieja amiga, la vida, y consagrado a una "profesión de fe a la que no podemos renunciar", la poesía, plasmó como pocos la esencia de lo humano, el dolor y la verdad de su desvalimiento.
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