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Adam Zagajewski y el mundo mutilado

Poesía

Miembro del Olimpo de la poesía moderna de su país, Premio Princesa de Asturias de las Letras e indoblegable voz contra la tiranía, el gran autor polaco fallece a los 75 años en Cracovia

El poeta Adam Zagajewski, retratado durante una visita a la ciudad alemana de Tubinga en mayo de 2016. / Marijan Murat (Efe)

Sevilla/Todo el mundo suele creer que la poesía se lee muy poco, o incluso nada, pero eso no es del todo cierto. Hay poetas que se leen continuamente porque nunca pasan de moda, y que incluso venden más que muchos escritores de ficción. Safo, por ejemplo, o Borges, o Lorca, o Emily Dickinson –tan difícil, por otra parte–, o Machado, o Wislawa Szymborska, o Bécquer, o Whitman, o Sylvia Plath, o Miguel Hernández, o el japonés Basho, o el místico persa Rumi, o John Donne, o Shakespeare, o Anna Ajmátova, son poetas leídos y admirados por muchísima gente, sólo que las ventas constantes de sus libros se producen a un ritmo casi secreto, igual que esas gotas que nadie ve pero que poco a poco van formando una enorme estalactita en lo más profundo de una cueva.

Y esto, de alguna manera, es lo que le había sucedido al polaco Adam Zagajewski (1945-2021) que murió la noche del domingo en un hospital de Cracovia. Una semana después de los atentados del 11-S en Nueva York, la revista The New Yorker publicó uno de sus poemas, Intenta celebrar el mundo mutilado, y de golpe Zagajewski se convirtió en algo así como una celebridad. Todo ocurrió dentro de los reducidos límites de difusión de la poesía, por supuesto, pero Zagajewski empezó a ser citado por estudiantes, taxistas, oficinistas y politólogos, hasta el punto de que llegó a ser un poeta mainstream que aparecía citado en las conversaciones de la gente que no solía hablar jamás de poesía.

Y sin embargo, la poesía de Zagajewski no es banal ni vacua como esa poesía de la generación instagrammer que ahora se ha hecho famosa en las redes sociales. No, en absoluto. Zagajewski es un poeta de una gran profundidad y de una gran sabiduría, sólo que sus poemas están empapados de claridad y de imágenes sensuales que nos pueden atraer a todos. A diferencia de esos poetas secos y ásperos que parecen despreciar al lector con sus trabalenguas conceptuales, Zagajewski es un poeta (me niego a hablar de él en pasado) que ha sabido crear una poesía meditativa que se inspira en los temas y en las imágenes más comunes de la vida de los seres humanos. En su poesía abundan las vías del tren, las calles empedradas, las avenidas de tilos, la hierba del otoño, los castaños en flor, las pequeñas iglesias vacías, los aeropuertos, los gatos callejeros o las ciudades al amanecer, cuando no pertenecen a nadie ni tienen aún un nombre por el que puedan ser llamadas. Y sus temas son los temas de siempre, los temas sobre los que escribía Safo hace 2500 años y sobre los que escribirán los poetas del siglo XXIII si sigue habiendo –cosa dudosa– vida inteligente en este planeta: el amor, el paso del tiempo, la muerte, la soledad, la memoria. "Has visto a refugiados con rumbo a ninguna parte,/ has oído a verdugos que cantaban con gozo./ Deberías celebrar el mundo mutilado./ Celebra el mundo mutilado,/ y la pluma gris que un tordo ha perdido,/ y la luz delicada que yerra y desaparece/ y regresa".

Zagajewski nació en la ciudad de Lwów, que ahora es ucraniana pero que en 1945 era todavía polaca, y que a lo largo del tiempo se ha llamado Leópolis, Lemberg, Lwów, Lvov y Lviv, ya que ha pertenecido al Imperio Austro-Húngaro, a Polonia, a la URSS y a la Ucrania independiente. A los cuatro meses, gracias a esos eficientes agentes de viajes que fueron Hitler y Stalin, la familia de Zagajewski tuvo que trasladarse a vivir a una ciudad de Silesia que antes había sido alemana (Gleiwitz) y que al final de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en polaca con el nombre de Gliwice. El mundo que conoció Zagajewski en su infancia fue el mundo mutilado por la Segunda Guerra Mundial y las terribles matanzas de judíos que ocurrieron a lo largo de Centroeuropa. Después, Zagajewski creció en la Polonia comunista donde toda disidencia estaba prohibida. Cuando empezó a escribir, en los años 60, Zagajewski creía que la poesía debía ser una muestra de rebeldía que luchara contra la tiranía. Poco a poco aprendió a cambiar de opinión, y cuando se exilió de Polonia en los años 80 y se fue a vivir a París y a Estados Unidos –donde se ganó la vida dando clases en la universidad–, empezó a pensar que la poesía debía ser celebración y agradecimiento mucho más que protesta y rebeldía. "El arte surge de la más profunda admiración hacia el mundo, tanto el visible como el invisible", escribió Zagajewski es uno de sus maravillosos ensayos. Y por eso mismo, el poeta solía encender a menudo una vela en la iglesia del Corpus Christi, en Cracovia –que estaba en el antiguo barrio judío–, para honrar a sus muertos, esos muertos que nadie sabía dónde estaban, pero que Zagajewski imaginaba calentándose con el leve calor de esas velas, igual que los vagabundos se calientan encendiendo una hoguera cuando caen las primeras nevadas.

En un mundo que parece adorar la fealdad y la estupidez, Zagajewski prefería pensar que hay todavía muchas cosas bellas que deben ser admiradas. Zagajewski creía en Dios y creía en el amor, incluso en el amor sometido a la dura prueba del matrimonio ("Sólo en el matrimonio unen sus fuerzas/ el amor y el tiempo, enemigos irreconciliables", escribió en Epitalamio). Creía también en la memoria que reconcilia a los vivos con los muertos. Y creía en la música que sabía rescatarnos de la materialidad de la vida. Y creía, claro está, en los mirlos, en las cerezas maduras, en las playas del Mediterráneo y en los sonidos de una radio que llegan desde no se sabe dónde. Si tuviera que citar un poema, me bastaría citar un verso suyo, un verso que leí hace siglos y que me ha acompañado a todas partes: “Aunque Dios creó primero al hombre, en verdad la mujer es mucho más antigua”.

La belleza como bálsamo contra los horrores del siglo XX

Dice Xavier Farré, el traductor español de Zagajewski, que con su muerte desaparece "uno de los últimos poetas contemporáneos que defendían la búsqueda de la belleza como un antídoto contra los horrores que han surgido a lo largo del siglo XX, sin olvidar en ningún momento esa aflicción, esa destrucción, esa derrota de un humanismo". Hombre tímido y de pocas palabras, Zagajewski formó, junto a Zbigniew Herbert, Czeslaw Milosz y Wislawa Szymborska, el Olimpo de la poesía polaca moderna. "Una de las palabras que se van a asociar siempre con su obra es fervor", dice Farré sobre el autor de En defensa del fervor (2004), Deseo (2005), Dos ciudades (2006), Antenas (2007) o Asimetría (2017).

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