Actualidad del mito
La Biblioteca Castro reúne en dos tomos el corpus narrativo, poético y teatral del autor
Obras literarias en castellano (1911-1981). Álvaro Cunqueiro. Biblioteca Castro. Madrid, 2011. Primer tomo 845 páginas, 48 euros y Segundo tomo 1040 páginas, 48 euros.
La Biblioteca Castro, en oportuna y meritoria edición, recoge gran parte de la obra de Álvaro Cunqueiro, excepción hecha de su articulismo, que ya publicó Tusquets, en buena parte, espigados aquí y allá por Nestor Luján, Cesar Antonio Molina y Xesús González. Hay otras selecciones, otras escolmas, como O reino da chuvia de Mabel Mato, los 100 artigos de Dorinda Rivera o los Viajes y llantares por Galicia de Hernique Arvarellos. Los más accesibles, sin embargo, son estos que antes decíamos, por la envergadura editorial de dichas antologías, y cuya naturaleza temática, Los otros caminos, Papeles que fueron vidas, Fábulasy leyendas de la mar..., quizá sean más interesantes para el lector moderno.
Sea como fuere, y cumplidos ya cien años de su nacimiento, en estos dos volúmenes se reúne el corpus narrativo, poético, teatral de Álvaro Cunqueiro, cubriendo así una grave ausencia de las letras europeas. Aquello que dio en llamarse "realismo mágico" en los 60, y que Carpentier definió con mayor exactitud como "lo real maravilloso", estaba ya en la obra de Cunqueiro como una floración insólita, hecha ensoñaciones melancólicas y una erudición festiva, desde la década de los 30. No obstante, existe una diferencia crucial que lo aleja de los autores del boom y lo acerca a la poética de Borges. Mientras que el realismo mágico es la expresión literaria de una naturaleza exuberante, de un drama geológico, de la realidad tectónica y humana de todo un continente, en las fantasías cunquerianas es la sedimentación cultural, el poso mitológico, la pervivencia de las viejas fábulas que construyeron la civilización occidental, la que le otorga una fina iridiscencia, vagamente irreal, a cuanto imaginó el mindoniense. Aún así, lo que en Borges fue una suerte de fatalismo irónico, en Cunqueiro es una clara y sorprendente alegría. Alegría por los dones de la tierra, por el obrar humano, y por la libertad irremisible de quien fabula y sueña.
Todos los grandes mitos a los que Cunqueiro acude y de los que bebe, lo son porque han ido prefigurando, de un modo u otro, las imaginaciones del hombre. Y es esta invariante de la especie, los viejos moldes en que cada generación, cada siglo, vacía sus sueños, lo que se transparce en cada una de sus páginas. Tanto Las mocedades de Ulises, como Merlín y familia, Un hombre que se parecíaaOrestes, Cuando el viejo Sinbad vuelva a las islas o El incierto señor Don Hamlet, no son sino tipos humanos, perfeccionados por el tiempo, donde el hombre encuentra un espejo, una guía, quizá un ejemplo inverso, por el que entenderse y comprender al prójimo. Repito, no obstante, que a la mitología sajona, hiperbórea, grecolatina, árabe, de la que su obra se nutre, Cunqueiro le une dos categorías infrecuentes: un humorismo cervantino, ancho, benevolente, y la viva gratitud de quien disfruta la extraña regalía del mundo.
De ahí, quizá, la predileción de Cunqueiro por los eternos descarriados, por los grandes solitarios, por los fantasmas de otra hora que, alta ya la noche, aún fatigan las veredas del globo. Son inolvidables, por conmovedores, los artículos que dedicó a los tres Reyes del Oriente, al Holandés Errante, al criado de Herodes, al Judío Errante, el desdichado Ashaverus, que camina desde el día de la crucifixión para purgar, infinitamente, su culpa. De igual modo, es en Las crónicas del sochantre, su mejor novela, donde a la condición fantasmal de sus protagonistas, se une la fantasmagoría del Antiguo Régimen, tras la cosecha de cabezas egregias del Terror jacobino. Aquí, las pálidas condesas, los estrepitosos caballeros, las pensativas tonsuras de este melancólico sainete, remiten indefectiblemente a un orbe extinto: aquél de la galantería dieciochesca y cierta sabiduría ilustrada. No sin razón, podríamos decir que este improbable orbe, las Luces en comunión con lo sagrado, fundamentó las apetencias y fabulaciones de Cunqueiro. Un mundo en el que el hombre fuera dueño, no de su soledad, sino de su esperanza.
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