La transición inacabada de Mohamed VI
Marruecos
La monarquía garantiza estabilidad institucional y social, pero no consolida el Estado de derecho
La modernización en infraestructuras no reduce la pobreza ni las desigualdades
Francia también se alinea con Marruecos en el Sahara
Habían pasado apenas 12 años cuando el historiador francés Pierre Vermeren, uno de los grandes especialistas del Magreb contemporáneo, tituló el primero de los grandes balances del reinado del actual monarca alauí: El Marruecos de Mohamed VI. La transición inacabada. Transcurrido un cuarto de siglo del ascenso al trono de Mohamed VI –la efeméride tuvo su celebración oficial el pasado 30 de julio–, puede decirse lo mismo que entonces, aunque con la certidumbre de que, si el modelo de referencia es el de las monarquías parlamentarias y ceremoniales de la vieja Europa, el resto de reinado del actual monarca no verá una transición como, por ejemplo, la española –a pesar de que los reiterados paralelismos trazados entre el Marruecos contemporáneo y la España de finales de los 70.
Para comprender lo que no ocurrirá, hay que recordar que el rey en Marruecos reina y gobierna, pues él decide la identidad del jefe del Gobierno y de los llamados ministros de soberanía, así como suya es, en fin, la última palabra sobre los grandes asuntos del Estado. El monarca marca en sus discursos las líneas maestras del desarrollo del país y los políticos tratarán de hacer su voluntad realidad.
Por ejemplo, la Constitución de 2011, con la que Mohamed VI supo anticiparse a una oleada de descontento regional que comenzaba a reverberar en suelo marroquí y pudo comprometer la estabilidad del sistema, restringe sobre el papel algunas de sus casi ilimitadas atribuciones, pero no ha sido así en la práctica. Sin duda, los avances de la actual Carta Magna marroquí tienen más de simbólico que de práctico: por ejemplo, en lo que supuso de avance en el reconocimiento de la pluralidad identitaria de Marruecos, empezando por el componente amazigh o bereber. El conocido como majzén, la oligarquía presidida por el rey, es el poder incuestionable de Marruecos.
Además, el monarca es el líder religioso de los marroquíes –emir al muminín, príncipe de los creyentes–, por lo que su figura está envuelta de un carácter casi divino. El rostro del soberano alauí es omnipresente, desde oficinas de la administración hasta cafés y comercios de todo tipo. Durante las protestas de 2011 –lo que en el conjunto de la región se llamó Primavera Árabe–, los promotores de los movimientos prodemocráticos dejaban claro que sus críticas se dirigían a la clase política y no al monarca. En las protestas que se celebran en Rabat junto al Parlamento es habitual ver a quienes se manifiestan portar ante los agentes de las fuerzas de seguridad retratos del rey en forma de parapeto.
La figura del actual monarca es respetada por la clase política con la excepción de un sector radical del islamismo. Ni las largas ausencias del monarca –que pasa una parte importante del año fuera de Marruecos– ni la riqueza –tanto la heredada como la forjada en los últimos años a través del holding real, que atraviesa la economía marroquí– son motivo de controversia o crítica en la calle. Su figura es respetada, temida y querida a partes iguales entre el común de los marroquíes. Una garantía de estabilidad política, por otro lado una rareza en la región.
Desde su llegada al trono –quienes han estudiado mejor su persona hablan de una persona tímida y discreta sin demasiado apetito por las ínfulas y la pompa de una responsabilidad como la suya– la figura de Mohamed VI estuvo desde el principio vinculada a la de la modernidad y la renovación. Sin duda, a ello contribuyó la imagen del tándem que formó ––la pareja se separó en 2018– con la princesa Lalla Salma, madre de su hijo y sucesor el príncipe Mulay Hassan. En su haber está además haber reparado a las víctimas de las violaciones de derechos humanos que marcaron el reinado de su padre, Hassan II, y una apuesta decidida por la igualdad de las mujeres.
Nadie puede negar tampoco los cambios espectaculares que ha sufrido la infraestructura marroquí. Quienes visitaron el Marruecos de los 70, 80 y 90 y viajan hoy por su moderna red viaria, toman el tren de alta velocidad en Tánger, pasean por el centro de Rabat, pernoctan en algún riad de lujo en Marrakech o disfrutan del surf en la costa de Agadir o Sidi Ifni admiten que se trata de otro país. Casablanca, Rabat, Tánger o Marrakech son ciudades vibrantes que se han beneficiado de la apertura económica –y del turismo, un puntal de la economía marroquí– de país donde existe una pujante clase media y una juventud esforzada y ambiciosa aunque poco implicada en los asuntos públicos.
Con todo, la realidad de Marruecos dista de ser la de ser un país tan avanzado y moderno como sus trenes de alta velocidad o los grandes hoteles y restaurantes de Marrakech. La corrupción sigue siendo un problema generalizado, como lo es la falta de protección de los derechos individuales, entre ellos el de la libertad de expresión, en un país despolitizado y desmovilizado. Aunque el Estado ha hecho esfuerzos mesurables, el analfabetismo sigue siendo una lacra que afecta en torno al 30% de la población.
Las buenas cifras macroeconómicas y el decente estado de las cuentas públicas no ocultan el hecho de que millones de marroquíes viven fuera del circuito económico oficial y apenas sobreviven con la actividad informal. Según datos del Banco Mundial, en 2023 la renta por habitante de Marruecos se situó en 3.672 dólares. Las pensiones públicas siguen siendo para la mayoría una utopía y los marroquíes continúan sin tener una sanidad gratuita universal. Las desigualdades entre el mundo urbano y rural no solo no se reducen, sino que aumentan. Problemas que en absoluto comenzaron en 1999, pero que están lejos de resolverse.
Nadie puede negarle al actual monarca la capacidad para los golpes de efecto y marcar los tiempos. En la víspera de la Fiesta del Trono, el pasado martes, los medios oficiales marroquíes anunciaban que una gracia real permitiría la puesta en libertad a más de 2.400 reos, entre ellos varios periodistas que fueron sido condenados por delitos sexuales. Una buena noticia que no oculta el problema de las restricciones que sigue sufriendo el ejercicio del periodismo.
Golpe de efecto fue también el anuncio el 18 de marzo de 2022 de una carta enviada por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en la que este le manifestaba su apoyo a la propuesta de autonomía para el Sahara Occidental, prioridad absoluta para una diplomacia marroquí ambiciosa y desacomplejada. Un anuncio que pilló a contrapié a un presidente y a un Ejecutivo que no habían informado de la decisión –clave para normalizar las relaciones con Rabat tras meses de desencuentro– ni al Parlamento ni a su propio partido. Esta misma semana, Palacio anunciaba que Francia, carta de Emmanuel Macron mediante, apoyaba sin fisuras la propuesta autonómica sobre el Sahara. La de la consolidación definitiva de la soberanía de Rabat sobre la que fuera colonia española hasta 1976 es la auténtica obsesión y legado del monarca actual a su sucesor y el pueblo marroquí. A diferencia de otros problemas políticos, económicos y sociales, Mohamed VI puede presumir en esta cuestión de haber hecho prácticamente los deberes.
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