La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El rey brilla al defender lo obvio
Conflicto israelí
Granada/¿Qué será lo siguiente en el último conflicto en Oriente Medio? ¿Conseguirán los mediadores árabes, en coordinación con las potencias occidentales, un alto el fuego entre el grupo militante Hamás en Gaza e Israel, o seguirá deteriorándose la situación?
¿Estamos asistiendo al comienzo de un conflicto cada vez más intenso en el que los israelíes se ven envueltos en un sangriento enfrentamiento con los palestinos en los territorios ocupados y, lo que es más amenazante, dentro del propio Israel?
¿Se verá Israel envuelto en disturbios generalizados en su propio territorio en ciudades y pueblos árabes?
En resumen, ¿estamos asistiendo a las primeras fases de una tercera intifada, en la que las bajas aumentan en ambos bandos hasta que los contendientes se agotan?
Ya hemos visto todo esto antes: en 1987 y 2000. Entonces, como ahora, la violencia se extendió desde los territorios ocupados en la guerra de 1967 hasta el propio Israel.
No hay respuestas sencillas a estas preguntas, ya que la crisis entra en su segunda semana, con un aumento de las víctimas.
En parte, la siguiente etapa dependerá del nivel de violencia que Israel esté dispuesta a infligir a Hamás. También dependerá de la tolerancia de Hamás a los ataques aéreos y al fuego de artillería israelíes.
También dependerá de la medida en que Israel considere que sus intereses pueden verse afectados al enfrentarse a una suerte de oprobio internacional generalizado por su ofensiva contra Hamás, ya que el liderazgo del grupo militante está incrustado en una población civil densamente poblada en Gaza.
La crisis dista mucho de ser un ejercicio sin costes para Israel, a pesar de las bravatas de sus dirigentes, sumidos en una persistente crisis interna por la incapacidad del país de elegir un gobierno mayoritario.
Como siempre, la cuestión no es si Israel tiene derecho a defenderse de los ataques con cohetes en su propio territorio. La cuestión es si su respuesta es desproporcionada o no, y si su fracaso crónico en propagar un verdadero proceso de paz está alimentando el resentimiento palestino.
La respuesta corta es “sí”, independientemente de las críticas legítimas que se puedan hacer a un liderazgo palestino insensible dividido entre sus dos alas: la corriente principal de Fatah en Ramallah y Hamás en Gaza.
La continua construcción provocadora de asentamientos por parte de Israel en Cisjordania, y las humillaciones diarias que inflige a una población palestina privada de derechos en el Jerusalén Este árabe, contribuyen a generar una enorme frustración e ira entre las personas que viven bajo la ocupación.
Aunque solo sea por eso, el último recrudecimiento de la violencia entre israelíes y palestinos debería persuadir a la comunidad internacional de que la ocupación y el sometimiento de una población por otra es un callejón sin salida.
Para complicar aún más las cosas para los dirigentes israelíes conviene recordar las circunstancias que han llevado a la última escalada de violencia, y que han disminuido la simpatía internacional por las medidas extremas que Israel está utilizando, con el objetivo de someter a los dirigentes de Hamás.
Los intentos de las autoridades israelíes de desalojar a las familias palestinas de Jerusalén Este de las casas en las que llevaban viviendo 70 años, acompañados de manifestaciones muy provocativas de colonos judíos extremistas que cantaban “muerte a los árabes”, han contribuido a un fuerte deterioro de las relaciones.
A esto le siguió una respuesta policial de mano dura a las manifestaciones palestinas en la mezquita de Al-Aqsa y sus alrededores, el tercer santuario más sagrado del Islam, lo que provocó los ataques con cohetes de Hamás contra el propio Israel desde Gaza.
La organización “International Crisis Group” ha identificado la cuestión que más debería preocupar a Israel y a sus partidarios:
En una guerra de propaganda mundial sobre la continua ocupación israelí de cinco millones de palestinos en Cisjordania y la Franja de Gaza, la cuestión de quién empezó esta última convulsión es relevante.
También lo son las cuestiones que rodean los intentos del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, de aferrarse al poder mientras un juicio por corrupción se abre paso en el sistema judicial israelí.
El daño colateral a la reputación de Israel es una consecuencia inevitable del uso de un bombardeo pesado contra objetivos de Hamás en una de las zonas más densamente pobladas del mundo.
Hay dos millones de palestinos en Gaza, una estrecha franja de tierra entre el territorio israelí y el mar Mediterráneo. Muchos viven en campos de refugiados que sus familias han ocupado desde que huyeron de Israel en 1948, en lo que los palestinos denominan la nakba, o catástrofe.
La muerte de una familia numerosa palestina el fin de semana, cuya casa de tres pisos fue demolida por un ataque aéreo israelí, es un recordatorio chirriante de las consecuencias del uso de armas de guerra en zonas civiles.
Esta es la realidad de una población rehén de un conflicto no resuelto –y posiblemente irresoluble– en el que participan palestinos que viven bajo ocupación.
Hasta ahora, la reacción internacional ha sido discreta. Estados Unidos y sus aliados han condenado la violencia.
El presidente estadounidense Joe Biden, en una llamada telefónica con Netanyahu, pareció respaldar la mano dura de Israel. El tono conciliador de Biden ha suscitado críticas generalizadas a la vista de las impactantes imágenes que llegan de Gaza. Entre ellas, imágenes en directo de un edificio que albergaba medios de comunicación extranjeros siendo destruido por un ataque aéreo israelí.
A nivel regional, los estados árabes han expresado su apoyo a la causa palestina, pero los comentarios de sus líderes han sido moderados.
Sin embargo, las circunstancias que han conducido al estallido de la violencia, en particular la vigilancia policial israelí de las manifestaciones en lugares sagrados para los musulmanes, no han dejado a los dirigentes árabes otra opción que condenar las acciones de Israel.
La respuesta de Estados Unidos, hasta ahora poco convincente, refleja la esperanza de la administración Biden de que la cuestión israelí-palestina no se entrometa en los esfuerzos de Washington en materia de política exterior en Oriente Medio. Biden está tratando de atraer a Irán de nuevo a la mesa de negociaciones para reactivar el acuerdo de paz nuclear roto por el expresidente Donald Trump.
Parte de esta estrategia ha sido calmar las preocupaciones de Israel sobre los renovados esfuerzos de Estados Unidos para volver a comprometerse con Irán. Esos esfuerzos se han complicado por la violencia de los últimos días.
A Washington se le ha recordado, si es que era necesario, que la tóxica cuestión palestina no podía dejarse de lado sin más, por mucho que Estados Unidos y sus aliados árabes moderados quisieran que desapareciera.
La violencia israelí contra los palestinos en represalia por los ataques con cohetes en su territorio es una vergüenza para los estados árabes que habían establecido relaciones diplomáticas con Israel bajo la presión de la administración Trump.
Los llamados Acuerdos de Abraham, que implican un intercambio de embajadores entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos, corren el riesgo de quedar desacreditados a los ojos del mundo árabe por la última crisis.
Otros Estados árabes que establecieron relaciones diplomáticas con Israel, con la mediación de funcionarios de Trump, son Bahrein, Sudán y Marruecos. En estos dos últimos países se han producido manifestaciones esporádicas de apoyo a los palestinos.
Por último, este último conflicto entre israelíes y palestinos pone de manifiesto el fracaso de varias partes para avanzar en un acuerdo de paz basado en una solución de dos Estados.
Esa perspectiva parece más lejana que nunca, e incluso puede estar muerta dada la intención declarada por Israel de anexionar territorios en Cisjordania. Esta acción acabaría con cualquier posibilidad de compromiso basada en el intercambio de tierras para dar cabida a los asentamientos israelíes en zonas contiguas al propio Israel.
Vivimos momentos sombríos para aquellos que podrían haber creído, en el momento de la Declaración de Oslo en 1993 y el posterior establecimiento de relaciones entre Israel y los líderes del movimiento nacional palestino, que la paz podría ser posible por fin.
Ahora estamos muy lejos de Oslo.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, por Tony Walker, La Trobe University. Lea el original.
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