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Un año difícil
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Pocos de los que hemos vivido en directo el año que acaba de finalizar lo calificaríamos como un período tranquilo de nuestras vidas. Las apocalípticas amenazas de Vladimir Putin, veladas en su origen pero amplificadas hasta la desvergüenza por el puñado de ruidosos voceros que el dictador del Kremlin tiene en nuestro país, han encogido el corazón de muchos españoles de a pie, que no tienen por qué estar familiarizados con la perversa lógica de la disuasión nuclear. Sensaciones parecidas han provocado los intercambios de misiles entre Irán e Israel, a pesar de que parecía obvio que ni a Tel Aviv ni a Teherán –y tampoco a ninguno de los aliados de ambos– beneficiaría la generalización de un enfrentamiento que la distancia entre los contendientes convertiría en inmanejable.
En circunstancias tan difíciles como las que nos ha tocado vivir, no son pocos los que se han dejado llevar por el derrotismo. ¿Esperamos la extinción de la humanidad? ¿El fin de la civilización tal como la conocemos? ¿La derrota de Occidente? ¿La desaparición de la democracia? Hay algo en la naturaleza humana que hace que, para la mayoría de nosotros, pese más lo negativo que lo positivo. Sin embargo, la realidad, preocupante como es, no justifica tanto pesimismo.
Permita el lector que pase lista a los escenarios más preocupantes. Putin no solo no ha recurrido a las armas nucleares, sino que parece haber encontrado una alternativa para amenazarnos –el fabuloso misil Oreshnik, de propiedades casi mágicas– que no pone en riesgo el futuro de nuestra especie. Una especie a la que, no lo olvidemos, pertenece él mismo.
Irán, por su parte, ha tenido que asistir impotente a la derrota de Hezbolá, su brazo derecho. Y, de rebote, ha perdido Siria. Apurada en el exterior, parece haber desistido de responder a la última salva de misiles israelíes y, de momento, se contenta con que sean los hutíes quienes, protegidos por la distancia y por su condición de estado fallido, sin nada que perder, hostiguen a su enemigo jurado.
No, no ha sido un buen año para las autocracias. En Siria ha caído Bashar al Asad y, en Venezuela, un Maduro desenmascarado ante cualquiera que no haga un esfuerzo ímprobo para cerrar los ojos a la realidad vive momentos muy difíciles. Mientras, Ucrania resiste ante Rusia bastante mejor de lo que cabría esperar viendo los titulares que se publican en los medios más sensacionalistas. Sí, es verdad que Rusia se acerca a Pokrovsk –no muy deprisa, por cierto, porque lleva haciéndolo once meses, desde la caída de Avdiivka en febrero de 2024– pero no debe olvidarse que este es el primer año de guerra en el que las tropas de Putin no consiguen conquistar ninguna ciudad de más de 30.000 habitantes.
Mientras se derrama en el frente la sangre de rusos, ucranianos y ahora norcoreanos, el dictador del Kremlin, que el año anterior pagó la sufrida conquista de Bajmut con un golpe de estado y la pérdida de la compañía Wagner, ha sufrido en 2024 reveses todavía más duros. Sobre todo en el terreno político, donde la pérdida de Siria y la incursión de Kursk –que le ha obligado a pedir auxilio nada menos que a Kim Jong-un, “sol brillante” y “padre amigo” para los norcoreanos pero paria entre los parias para el resto de los seres humanos– parecen una mala combinación. Es probable que más de un dictador africano se esté preguntando si es buena idea echarse en brazos de Moscú después de comprobar que, en vez de dar protección a sus aliados, son ellos los que tienen que aportar tropas para defender el territorio ruso.
En el terreno económico, que suele ser decisivo a largo plazo, el gigante energético Gazprom, que financia buena parte del esfuerzo bélico del Kremlin, ha registrado pérdidas por primera vez en más de 20 años. El año que ahora empieza, cortados los gasoductos ucranianos y mejor controlada la flota de buques fantasmas que sirve a Moscú, será peor. A estas pérdidas se une el desplome de las ventas de armas rusas en el exterior para hacer más gravosa para la ciudadanía la financiación de la guerra.
Por último, en el terreno militar no es oro todo lo que Putin asegura que reluce. 2024 ha sido el año de la llegada a Ucrania de los primeros aviones F-16, del permiso concedido a Zelenski para emplear armas occidentales en territorio ruso y del fracaso de la costosa campaña de bombardeo contra la infraestructura energética ucraniana. Después de gastar más de 9.000 misiles en ella, Putin no ha conseguido rendir a su enemigo por el frío —su verdadero objetivo, insinuado pero no declarado porque equivaldría a confesar un crimen de guerra— ni evitar la producción de la multitud de drones de todo tipo que Kiev utiliza para estabilizar el frente y devolver los ataques en suelo ruso.
Así pues, el año 2024, considerado aisladamente, no ha sido tan malo como podría parecer. A pesar de los sustos ocasionales, el interés de los españoles se ha centrado mucho más en la política doméstica, donde las olas no son tan amenazadoras pero nos mojan más. Recuerdo que el último ataque de Israel contra objetivos en territorio iraní, que había provocado todo tipo de especulaciones en las semanas previas, desapareció de los titulares de la mayoría de los medios nacionales desplazado por algo tan importante como fue el caso Errejón.
Sin embargo, es probable que los historiadores que analicen el año que acaba de finalizar con la perspectiva que da el tiempo ofrezcan una visión bastante más crítica. Si no cambian mucho las cosas –y me atrevo a decir que no lo harán– cabe esperar que se identifique este período como el del desplome definitivo de las Naciones Unidas, una organización imperfecta pero de largo el mejor intento de la humanidad para erradicar la guerra entre estados.
La Carta de la ONU, suscrita por todas las naciones al final de la Segunda Guerra Mundial, estableció dos principios que parecieron sagrados hasta hace unos pocos años: la integridad territorial de las naciones y la renuncia a la amenaza o el uso de la fuerza para conseguir objetivos políticos. Principios desde luego utópicos, pero que todos fingían respetar —hasta Putin aseguró hace tres años que invadía Ucrania en defensa propia y que no tenía ambiciones territoriales— y que limitaban en cierta medida la libertad de acción de los líderes atolondrados y agresivos que, por razones que se me escapan, tantas veces encumbramos para que rijan nuestros destinos.
El peor de los efectos de la invasión de Ucrania es que hoy la Carta de la ONU no valga el papel en el que está escrita. Son muchos los que defienden que Kiev debe entregar territorio a su agresor a cambio de la paz. Nada más contrario a los principios de Naciones Unidas, y nada más peligroso para la convivencia de las naciones. Imaginamos que va de farol, pero ¿no acabamos de oír a Donald Trump declarar que no renuncia al uso de la fuerza para apoderarse de Groenlandia o el Canal de Panamá?
El problema de la derogación de la Carta de la ONU es que la única alternativa que nos deja a los seres humanos es la ley del más fuerte. Esa es la que Putin quiere aplicar en Ucrania y la que Trump insinúa que está dispuesto a imponer donde le parezca oportuno. Y, si esa es la ley que va a regir la vida de nuestros hijos, más vale que los españoles nos pongamos las pilas. El que nuestro gasto en defensa sea ya el último de la fila en la OTAN puede parecer a algunos inteligente y hasta económico, siempre que nuestros aliados nos lo permitan. Pero no son solo nuestros aliados los que se rearman. También lo hacen algunos de nuestros vecinos, que tienen intereses estratégicos opuestos a los nuestros. Bien es cierto que, por el momento, se limitan a hacernos bullying con las aduanas o la inmigración. Pero hasta eso podría terminarse si España fuera capaz de rearmarse militarmente y, sobre todo, en el orden moral. ¿O es que alguien se atrevería a hacerle bullying a Donald Trump?
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