La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El alcalde de Sevilla no tiene una varita mágica
Cuando llegamos a la edad adulta, los seres humanos hemos tenido tiempo de aprender que no vivimos en un mundo de buenos y malos. Sin embargo, solemos tomar partido –está en nuestra naturaleza, como atestigua el Apocalipsis: “Así, porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”– y, una vez abrazada una causa concreta, casi todos cerramos los ojos a la parte de la realidad que no encaja con nuestras convicciones.
En el escenario internacional, pocos ejemplos ilustran mejor esa ceguera parcial que el conflicto entre Israel y Palestina. Ambos pueblos sienten mucho odio y mucho miedo recíproco, y lo cierto es que, a poco que intentemos ponernos en su lugar, no les faltan motivos. Desde esa realidad es lógico esperar que confíen en líderes que quieran perpetuar el conflicto en lugar de resolverlo. Lo que no es tan comprensible es que, desde la distancia que debería favorecer la objetividad, haya tantos españoles que se decanten por justificar la violencia de unos y condenar la de otros –si unos olvidan la injusta ocupación de Jerusalén Este y los asentamientos ilegales en Cisjordania, los otros pasan por alto que el objetivo declarado del Eje de la Resistencia liderado por Irán no es la creación de un Estado palestino, sino la destrucción de Israel– como si se enfrentara el bien contra el mal.
Después de casi un año de guerra en la Franja de Gaza, en los titulares de la mayoría de los periódicos de Occidente se culpa a Israel de la reciente escalada de la tensión en la frontera con el Líbano. Se olvida, sin embargo, que desde el 8 de octubre del año pasado –el día después, para el traumatizado pueblo israelí– Hezbolá ha estado lanzando cohetes sobre el norte de Israel, con la intención explícita de abrir un segundo frente para reducir la presión sobre Hamas. Un objetivo que sería legítimo en una guerra –el derecho internacional ampara la resistencia de la Palestina ocupada siempre que se limite a combatir al Ejército israelí, sin asesinar a civiles ni tomarlos como rehenes– pero que no lo es en el caso de Hezbolá, el títere iraní en un Estado que no está en guerra con Israel.
Por desgracia para Hezbolá, a lo largo de su atribulada historia militar, Israel ha aprendido a su costa la necesidad de evitar la guerra en dos frentes. No por generosidad, sino por conveniencia, su reacción a los cohetes de la milicia chií ha sido contenida y hasta prudente hasta el pasado verano, lo que se ha traducido en la humillante necesidad de evacuar unos sesenta mil civiles del norte de Israel. También fue prudente la respuesta al ataque masivo de Irán en el mes de abril. Sin embargo, Hezbolá –y sus maestros iraníes– parecen haber cometido un error estratégico al no darse cuenta de que las cosas estaban cambiando al ritmo del avance del Ejército israelí en Gaza.
Durante el último año –por si sirve de referencia, la coalición internacional contra el ISIS había tardado nueve meses en ocupar Mosul– Israel se ha enfrentado en las calles y los túneles de Gaza a Hamas, un enemigo difícil porque tiene una triple naturaleza: militar, política y terrorista. Hoy, la Hamas militar está prácticamente derrotada y la Hamas política ya no puede gobernar un territorio arrasado donde las tropas de Israel tienen relativa libertad de movimientos. Pero todavía queda la Hamas terrorista, a la que no se puede derrotar con la fuerza militar y que está dispuesta a asesinar a los rehenes para evitar su liberación.
Desde la perspectiva de Israel, los éxitos de sus tropas, conseguidos a costa de un elevadísimo número de víctimas civiles, no se han traducido en el logro de ninguno de los dos objetivos de guerra que Tel Aviv había declarado: la destrucción de Hamas y el regreso de los rehenes. Y Netanyahu, un líder discutido en Israel, sabe que poco más puede conseguir con la continuidad de las operaciones en la Franja de Gaza.
La necesidad de éxitos políticos en una guerra que ya se le hace larga a la sociedad israelí y la mejora de la situación militar en Gaza se han combinado para propiciar que, hace unos pocos días, Netanyahu estableciera formalmente un nuevo objetivo de guerra, que viene a unirse a los dos que ya hemos mencionado. Un objetivo difícil, pero no imposible de alcanzar: la vuelta de los refugiados civiles a sus hogares en el norte de Israel. Un objetivo, desde luego, justo –si exceptuamos los Altos del Golán, no se discute la soberanía de ese territorio– pero que ahora, además, se vuelve oportuno.
Así pues, Hezbolá ha conseguido al final abrir el deseado segundo frente en el norte de Israel; pero lo ha hecho tarde, cuando Hamas ya no puede beneficiarse de ello y cuando más conviene a su enemigo. La escalada, que ha sido progresiva, comenzó en el mes de julio, cuando, en respuesta al bombardeo de un campo de fútbol en los Altos del Golán en el que murieron doce adolescentes, Israel ordenó el ataque en el que murió Fuad Shukr, considerado el número uno en la pirámide militar de Hezbolá. Desde entonces, la situación se ha ido deteriorando poco a poco hasta que, el pasado día 17, Israel dio la señal para la explosión simultánea de los buscas de Hezbolá, previamente saboteados en una operación del Mosad que pasará a la historia.
En los últimos días, Israel parece haber sabido pescar en río revuelto –a costa, es verdad, del sufrimiento de los civiles entre los que Hezbolá busca protegerse de los misiles de su enemigo, como Hamas hizo en Gaza– mientras que la respuesta de Irán y su vanguardia libanesa no ha conseguido disuadir a un Netanyahu crecido, a quien no parece preocuparle que, por primera vez, la milicia chií haya apuntado con un misil a la propia Tel Aviv.
¿Qué va a pasar ahora? El mundo se pregunta si se va a repetir una invasión del Líbano, como la de 2006. Las fuerzas terrestres israelíes se concentran en la frontera norte, pero no se ve en qué puede favorecerles dar ese paso. La escalada de los últimos días les está dando ciertos resultados –los golpes mediáticos han sido espectaculares, aunque en la práctica su repercusión sea más limitada– pero saben por experiencia que, en su terreno, Hezbolá es un enemigo formidable. También lo es Israel para la milicia chií. Ambos contendientes tienen sobrados alicientes para ceder a la presión internacional que pide una tregua y, de hecho, ninguno ha pedido la retirada de las fuerzas de la FINUL, que, aunque ahora no puedan patrullar la línea azul, siguen siendo una importante pieza en el tablero de la zona.
Esperemos, pues, que entre todos consigan evitar una guerra que a nadie beneficia, y que la situación vuelva poco a poco a la normalidad. Una normalidad en verdad terrible –como lo es el que sólo el miedo pueda salvaguardar la paz entre pueblos vecinos– pero sin víctimas a uno y otro lado de una frontera que ni siquiera está en disputa. Una normalidad a la que la opinión pública mundial, de la que los españoles formamos parte, contribuirá mejor si abre los dos ojos, y no uno solo, a la realidad del conflicto.
Da pena el sufrido pueblo libanés, pero no merece la misma comprensión el primer ministro interino del Líbano, Nayib Mikati, que ha denunciado recientemente “un plan de destrucción” de Israel contra su país, y ha añadido que los ataques de estos días “son parte de una guerra de exterminio”. Sus acusaciones han encontrado eco en muchos medios occidentales, pero nadie parece haberle hecho la pregunta que, por obvia que sea, no debería quedarse en el tintero: ¿ha considerado la posibilidad de pedir a Hezbolá que deje de una vez de disparar contra Israel los cohetes que le entrega el padrino iraní?
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