Ucrania, carrera de fondo
El arma que Putin utiliza contra nosotros es la desinformación
En estos días navideños, diversos medios occidentales se han hecho eco del deseo del presidente ruso de que la guerra termine lo antes posible. Un deseo propio de las fechas que vivimos pero engañoso, porque nadie ha atacado Rusia y todos sabemos que los combates terminarán el mismo día que él ordene la retirada de sus tropas de suelo ucraniano.
Es obvio que no es Putin el primer líder que, en tiempos difíciles, miente a su pueblo y al mundo. Nada tendrían de particular sus palabras si no fuera porque, por error o intencionadamente, es la primera vez que el controvertido gobernante emplea la palabra "guerra". Desde que comenzó la invasión, decenas de medios de comunicación han sido cerrados y centenares de ciudadanos rusos han sido procesados y se encuentran en la cárcel o en el exilio por usar ese término, bajo el ambiguo cargo de difundir información falsa sobre la operación especial o el ejército ruso. Se trata de un delito grave, recién introducido en el código penal y castigado con diez años de prisión. ¿Procesarán ahora a Putin los fiscales rusos? Esa es la irónica pregunta que se hacen algunos exiliados, desde la seguridad que les da la distancia a su patria.
Es posible que Putin, que cuando está solo con sus generales seguramente discute la marcha de la guerra con ese proscrito nombre, haya cometido un simple error. Es posible que solo haya sido producto del despiste el pronunciar la palabra prohibida. Pero también es posible que, poco a poco, esté intentando trasladar a su pueblo una narrativa que se acomoda mejor a la realidad sobre el terreno.
¿Cuál es esa realidad? Han transcurrido ya diez meses desde que comenzó la invasión y, lejos de progresar, Rusia retrocede. Desde la precipitada retirada de Jarkov, hemos dejado de escuchar a Putin asegurando que "la operación especial va de acuerdo con lo planeado". De la pérdida de Jersón ha preferido no hablar. El criminal bombardeo de las ciudades ucranianas para dejarlas sin luz, calefacción o agua corriente solo sirve para dar ánimos a los nacionalistas rusos. No ha tenido ni tendrá efecto alguno sobre la voluntad de resistir de un pueblo, el ucraniano, en el que hace ya tiempo que el odio ha reemplazado al miedo.
Con todo, la guerra no está acabada. Putin ha fracasado en el esprint, pero aún mantiene la esperanza de vencer en la carrera de fondo. ¿Por qué no iba a hacerlo? Es verdad que ha reducido el tamaño del bocado que pensaba darle al territorio de su vecino, pero ahora puede morderlo mejor. Los frentes son más pequeños y, con ayuda de los reclutas recientemente movilizados -una más de sus promesas incumplidas- le parece posible defenderlos de tal forma que cada nuevo contraataque le cueste a Ucrania un precio que Zelenski no esté dispuesto a pagar.
Es obvio que nada tiene esto que ver con la operación relámpago de los primeros días. Pero Putin nunca va a reconocer que algo ha salido mal. Como el Gran Hermano de 1984, el líder ruso prefiere reescribir el pasado. Ya no se trata -nunca se ha tratado, dirá él- de una operación militar especial planeada por él mismo para liberar el Donbás y "desnazificar" Ucrania, sino de una guerra que, contra toda evidencia, le viene impuesta por la agresión de un occidente envilecido que quiere destruir la amada patria rusa. Solo así puede justificar ante su pueblo los sacrificios de una guerra larga.
Putin desde luego sabe que Rusia tendrá que pagar un altísimo precio por continuar las hostilidades. Pero a él no parece importarle poner más carne en el asador, perder más vidas, gastar más recursos, porque cree que sus enemigos -tanto el pueblo ucraniano como, sobre todo, las sociedades democráticas occidentales- se van a cansar antes que los sufridos rusos, ya acostumbrados a los sacrificios que les impone el afán de gloria de su presidente.
Las armas que de verdad necesita Putin para vencer en esta guerra prolongada no son las específicamente militares. Hacia dentro, necesita herramientas para favorecer la cohesión. Con ese objetivo, y en ausencia de victorias sobre el terreno de las que pueda presumir, el Kremlin ha promulgado nuevas leyes que intensifican la censura de cualquier información veraz sobre lo que realmente ocurre en Ucrania y facilitan la represión de toda disidencia. ¿Será suficiente para mantener en pie de guerra al pueblo ruso? Cuando menos, Putin cree que sí.
Hacia fuera, el arma que Putin utiliza contra nosotros es la desinformación. Justo es decir que, aunque no ha conseguido ganar la batalla por el relato, sí puede presumir de éxitos parciales. Ocultar el hecho de que es Rusia quien ha invadido Ucrania es imposible, pero el Kremlin y sus portavoces en nuestra sociedad sí han logrado distraer a la opinión pública con debates que tratan de poner el foco en otras realidades, más favorables a sus propósitos.
Permita el lector que, con el único propósito de advertirle de lo que está en juego, le dé algunos ejemplos de esos pequeños éxitos del Kremlin y de quienes le apoyan. Probablemente, todos los españoles, incluso aquellos a quienes nada importa nuestra historia, han oído hablar ya del Rus de Kiev. A muchos hasta les parece comprensible que el pueblo ruso intente recuperar la tierra de sus antepasados. Pero casi ninguno pensaría lo mismo del deseo del ISIS de restaurar el Califato de Córdoba, cuya historia ha sido incomparablemente más brillante que la del Rus.
Un segundo botón de muestra: gracias al esfuerzo del Kremlin, la mayoría de los españoles sabe que la península de Crimea fue integrada en la República Soviética de Ucrania por una decisión arbitraria de Kruschev. Ante tal injusticia, hasta se comprende lo hecho por Putin. Pero, aunque nos afecte más directamente, a nadie se le ocurriría cuestionar la independencia de Portugal, cuya primera piedra se debe a la igualmente arbitraria mano de Teresa de León, hermanastra de la reina Urraca, condesa de Portugal y madre de quien sería Alfonso I. Es cierto que los límites entre las naciones son siempre producto de decisiones arbitrarias, cuando no declaradamente injustas o ilegales. Pero lo que da legitimidad a las fronteras internaciones no es su discutible origen, sino los acuerdos suscritos por los gobiernos en representación de los pueblos. No es la publicitada decisión de Kruschev, sino el memorándum de Budapest, firmado por Rusia y Ucrania en 1994 y por desgracia ignorado por la mayoría, lo que hace que Crimea sea, a los ojos de la práctica totalidad de la comunidad internacional -China y la India incluidas- parte de Ucrania.
En cierto modo, también resulta sorprendente que la voz de los críticos de la Alianza Atlántica haya conseguido que se debata más sobre un hipotético acuerdo verbal al que se habría llegado en 1990 para poner fin a la admisión de nuevos miembros en la OTAN, que sobre el acuerdo que de verdad existe, firmado por la Alianza y Rusia en 1997, sobre cómo afrontar el futuro juntos "sin líneas divisorias ni esferas de influencia que limiten la soberanía de un Estado, sea cual fuere". Y sí, la solicitud de ingreso en la OTAN es una decisión soberana de un estado, y la de ratificarla o no es prerrogativa de todos los parlamentos de la Alianza, de forma unánime y no mediatizada por el líder de otra nación, por muchas armas nucleares que tenga.
Es cierto que algunas de las campañas del Kremlin han fracasado estrepitosamente. Las palabras son importantes, y casi nadie habla en España de la operación militar especial sino de la invasión de Ucrania. Nadie cree en los referéndums de independencia de los territorios medio ocupados por el ejército ruso, ni nadie se refiere a las regiones conquistadas como "nuevas realidades sobre el terreno", como le gusta decir al Kremlin. Pero hay debates que aún hay que ganar, y uno de los más importantes es el de la campaña de bombardeos sobre las ciudades ucranianas.
La energía y el agua de las ciudades que están lejos del frente no es un objetivo militar, aunque pueda beneficiarse de ellas alguna unidad de retaguardia del ejército enemigo. Llevando las cosas al extremo, también contribuyen al esfuerzo de guerra las clínicas de maternidad porque allí nacen los futuros soldados ucranianos. En ambos casos, se trata de blancos prohibidos por el artículo 51.5 del Protocolo I adicional a los convenios de Ginebra de 1949, en vigor desde 1977, que prohíbe "los ataques, cuando sea de prever que causarán incidentalmente muertos y heridos entre la población civil, o daños a bienes de carácter civil, o ambas cosas, que serían excesivos en relación con la ventaja militar concreta y directa prevista."
Miente pues el Kremlin cuando sus diplomáticos aseguran en la ONU que ellos no atacan blancos civiles. Miente y, además, contradice al propio Putin que, en la prensa doméstica, no oculta que el bombardeo de las ciudades es un castigo al pueblo ucraniano por el ataque al puente de Crimea. Contradice también la versión edulcorada del ministro Lavrov a lo que aseguran los más cercanos colaboradores del presidente, que no esconden su convicción de que el sufrimiento de los civiles privados de agua y calefacción es la mejor baza para conseguir la victoria en esta guerra. Miente, por último, el líder ruso cuando asegura que la entrega de misiles Patriot al ejército ucraniano, que no tiene otro papel que hacer más difícil el impacto de los misiles rusos sobre las mal defendidas ciudades de Ucrania, es una provocación.
En la carrera de fondo en la que Putin quiere convertir esta guerra injusta, es bueno que los españoles, como el resto de los ciudadanos de los países que apoyan a Ucrania, decidamos cuál es nuestra postura basados en lo que vemos, sin dejar que las voces de unos y otros distraigan nuestra atención. Todos, estoy seguro, preferimos la paz. Pero entre los misiles rusos y sus indefensos blancos en las ciudades ucranianas, la mayoría de los españoles tenemos muy claro donde debemos estar.
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