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Londres y la 'estrategia Thatcher'

el futuro de Europa Los aliados europeos esperaban que Cameron "arrimara el hombro", pero se han quedado con las ganas

El portazo del Reino Unido a los acuerdos para modificar el Tratado europeo retrotrae a los conservadores británicos a los tiempos del miedo atávico a Berlín y al famoso "no, no, no" de la Dama de Hierro

El primer ministro, David Cameron, durante su intervención en el último congreso de los conservadores.
A. Navarro Amuedo / Londres

11 de diciembre 2011 - 05:03

Orgullosamente distintos. Más allá del acierto de los argumentos del Gobierno liderado por David Cameron para desmarcarse del nuevo Tratado con el que la Unión Europea tratará de salvar la moneda común y su futuro, una metáfora recorre los papeles, las televisiones y los tuits del viejo continente: Europa avanza en su aún incierto porvenir colectivo y Gran Bretaña se aísla. Aún más. La razón principal esgrimida por el líder tory: el futuro de Londres como centro financiero -el 10% de su PIB, la mitad de la industria del sector en toda Europa- queda seriamente comprometido por los planes franco-alemanes. ¿Tan sencillo como eso?

La negativa británica a secundar los planes para establecer una mayor disciplina fiscal y presupuestaria acordados en la última cumbre comunitaria era un hecho hasta cierto punto previsible. La historia del euroescepticismo británico, una suerte de relación ambivalente de amor-odio con el resto del viejo continente, es tan antigua casi como el albedrío del observador: podría remontarse a la Segunda Guerra Mundial y al miedo atávico hacia Berlín; al "no, no, y no" de Margaret Thatcher -que logró de Bruselas el conocido como cheque británico, una compensación económica a Londres procedente de Bruselas-; pero por qué no, también, al siglo XVIII, o al XIX, en pleno esplendor ultramarino victoriano.

Pero el euroescepticismo no es exclusivo de las élites burguesas y del alto funcionariado de Whitehall. Es compartido por amplias capas de la clase trabajadora. No en vano, los minoritarios pero fervientes nacionalistas y euroescépticos -con tintes racistas y xenófobos- del UKIP (Partido por la Independencia del Reino Unido) y el BNP (Partido Nacionalista Británico) se alimentan de votantes blancos, desempleados, de las áreas posindustriales.

Con independencia de la persistencia del atavismo británico, lo cierto es que Cameron ha sido víctima de la presión, especialmente intensa en los últimos meses, del sector más a la derecha del Partido Conservador, que le demanda una revisión global de las relaciones con la UE. No en vano, Cameron sufrió en octubre en los Comunes la rebelión de 81 diputados que le exigían la celebración de un referéndum sobre la continuidad en el club.

La posición británica respecto al proyecto comunitario es un secreto a voces: influir lo máximo posible pero desde la distancia. Bruselas no puede llevarse la independencia que Westminster guarda celosa desde hace siglos. Sus líderes, conservadores o laboristas, evitan siempre referirse colectivamente como parte orgullosa del demos europeo: el conjunto importa siempre que beneficie a las partes individuales. La defensa, ante todo, de los intereses británicos. Europa no es un fin en sí mismo, sino una asociación que debe impulsar aún más la prosperidad del Reino Unido.

Las élites dirigentes lo tuvieron siempre claro: Europa era una más de las tres grandes áreas de influencia del Reino Unido, junto con EEUU y la Commonwealth. No hay motivos por los que inclinarse especialmente por una de las tres patas de la mesa, se siguen diciendo. Londres, como adalid del libre mercado en el mundo, se desgaja así de una Europa que ha condenado -el presidente francés Sarkozy se encarga de repetirlo- precisamente al capitalismo anglosajón como uno de los principales responsables del marasmo económico actual. Una Europa que ya no oculta la antipatía hacia un país del que, por su peso, aguardaban que arrimara el hombro como el que más en esta hora clave para el futuro continental.

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