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HA sido París, como antes lo fueron Madrid o Londres, la ciudad elegida por la furia asesina del integrismo islamista para descargar su venganza indiscriminada contra el sistema que consagra la libertad como la primera de sus prioridades. Fue cerca de la emblemática plaza de la Bastilla, en la sede del semanario satírico Charlie Hebdo, donde tres individuos armados y encapuchados perpetraron una acción de barbarie con pretexto religioso. Entraron a tiro limpio en la revista y mataron a su director, a varios periodistas y empleados y a dos policías que vigilaban la zona. Doce muertos. Doce víctimas más del fanatismo que se ha convertido por derecho propio en la principal amenaza que hoy se cierne sobre el mundo libre. Se trata de un terrorismo indiscriminado, aunque en esta ocasión los inmolados eran personas de una significación especial: profesionales de un periodismo que desarrolla su trabajo aplicando a la realidad un humor inteligente e irreverente. La redifusión de las caricaturas sobre el profeta Mahoma publicadas, en 2006, por una revista danesa, ha sido motivo suficiente para la venganza a dosis del yihadismo: en 2012 les pusieron varios cócteles molotov en la sede y ayer, en los albores de 2015, atentaron brutalmente contra los trabajadores del semanario, ensangrentando la capital de Francia y llenando de miedo y zozobra al resto de Europa. Contra los trabajadores y contra lo que representan: el ejercicio de la libertad de expresión en su versión satírica, tan legítima como cualquier otra y sometida, como todas, a la legalidad vigente y, en su caso, a los tribunales encargados de velar contra sus posibles excesos (la demanda contra Charlie Hebdo interpuesta por colectivos musulmanes franceses fue desestimada). Los asesinos que ayer actuaron en París no eran iluminados movidos por un impulso momentáneo, sino militantes activos, organizados y planificados de una guerra declarada unilateralmente, que matan proclamando la fe en su dios y en venganza por las presuntas injurias proferidas contra su profeta. Constituyen, hoy más que ayer, un serio peligro para la seguridad y la libertad de todos los que vivimos en el continente europeo y en otros territorios designados como enemigos. Junto al objetivo inmediato de la persecución implacable de los autores, todas las autoridades europeas, también las españolas, han activado los niveles de alerta de sus fuerzas de seguridad para hacer frente a la amenaza. Con un mensaje unánime: probablemente seguirán golpeando donde y cuando pueda, pero perderán esta guerra y no lograrán acabar con la libertad. Ha costado demasiado conquistarla como para dejar su futuro en esas manos tenebrosas y retrógradas.
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