"Trabajo como un escultor del sonido"
Josep María Guix | Compositor
El sello Neu acaba de publicar un álbum dedicado monográficamente al compositor Josep Maria Guix (Reus, Tarragona, 1967), siete obras camerísticas y para ensemble escritas entre 2007 y 2018
La ficha
Josep María Guix: Images of Broken Light
1. Vent del capvespre, para ensemble (2007) [a]
2. Slowly... in mist, para violín, violonchelo y piano (2012) [b, c, d]
3. Seven Haikus, para violonchelo solo (2016) [c]
4. Llàgrimes de tardor, elegía para violín y piano (2018) [b, d]
5. Stella, para piano solo (2018) [d]
6. Three Haikus, para violonchelo y piano (2009) [c, d]
7. Jardín seco, para ensemble (2014) [a]
London Sinfonietta. Director: Geoffrey Patterson [a]
Abel Tomàs, violín [b]
Arnau Tomàs, violonchelo [c]
Josep Colom, piano [d]
Neu Records
De la música de Josep María Guix (Reus, Tarragona, 1967) suele destacarse su carga poética, su delicadeza, su sensibilidad, su desnudez. Ahora, Neu, la extraordinaria plataforma de producción musical de Santi Barguñó y Hugo Romano, acaba de poner en el mercado un libro-disco con siete de sus obras. El producto está hecho con la exquisitez habitual de la marca y su contenido puede escucharse también, como es norma en sus lanzamientos, en distintos formatos de alta definición digital (5.4.1, 5.1 y 2.0). "Estoy muy contento con el resultado. Es un verdadero placer trabajar con ellos. Para empezar porque les pasas una partitura y la entienden, lo que a veces no es tan corriente en este mundo. A nivel técnico y humano son encantadores".
–¿Y cómo surgió la ocasión de sacar un disco a través de su productora?
–Viene de antiguo. Ramón Humet y yo somos amigos desde hace muchos años. Él sacó un disco con Neu para el que yo escribí las notas. Y Santi Barguñó, que había escuchado algo mío, se mostró muy interesado por hacer también algo con mi música. Así que empezamos a pensar en un álbum; incluso escribí una pieza para el disco, concebida para grabar con este sistema de cinco canales de audio que ellos usan. Es Jardín seco. Estamos hablando de 2014, con lo cual las primeras conversaciones se remontarían a 2012. Había un problema de base, que era la financiación. Cogimos de lleno la época de los recortes, y aunque había alguna subvención, era de 10 mil euros y con eso no teníamos ni para empezar.
–Pues los intérpretes son de primerísimo nivel. ¿Cómo los consiguió?
–A mí me gustaba el sonido de la London Sinfonietta. Me propusieron otros, pero tenía claro que quería ese conjunto. Y quería grabar las obras camerísticas con un pianista que tuviera el mismo gusto por el color. Pensamos en el Trío Ludwig, pero no había forma de cuadrar las agendas. A mí me encantaba Colom. Hay muchos pianistas buenos, pero no tantos que tengan el sentido del color como él y yo lo entendemos. Al final, optamos por él y por los dos instrumentistas de cuerda del Ludwig, los hermanos Abel y Arnau Tomàs. Una vez tuvimos los nombres, el siguiente problema eran las fechas y siempre, claro, el presupuesto. Pude vender por entonces una herencia de mi abuelo. Y era el momento. El caché de la London Sinfonietta y la grabación en Londres los financié yo, y el resto, fue con subvenciones. Se grabó en dos partes con más de un año de diferencia. Porque cuando teníamos la fecha para ir a grabar a Londres (principios de 2018), por motivos de agenda no se podía cuadrar con el trío. Esa parte la grabamos el verano pasado.
–Y de hecho, la publicación digital se ha hecho en dos fases, y el álbum está como dividido en dos.
–Exacto. Nos interesó sacar una primera parte del disco en formato digital, compuesta por las dos obras que toca la London Sinfonietta con el título genérico de Images y luego una segunda parte titulada Broken Light con el trío. Todo reunido se publica ahora en libro-disco con el título de Images of Broken Light. La cosa se fue retrasando y ha aparecido justo después de Navidad.
–Se ha relacionado su música con la de Mompou.
–Sí, pero es algo muy raro, que no sé de dónde ha salido. Alguien en su momento dijo que mi música le recordaba a Mompou, supongo que por el tema de las resonancias, pero no ha surgido de mí. Tampoco es que Mompou esté en mi lista de compositores de cabecera, a pesar de que cuando escuchas Mompou, sobre todo la Música Callada, dices aquí hay algo, algo hecho con una economía de medios alucinante, y que te llega. Esto es serio. Pero a veces encuentro su música un poco hierática. No he sido yo el que ha establecido esa relación.
–Insistía antes respecto a los intérpretes. El color es un elemento fundamental de su música.
–Para mí es importantísimo. Y esto que voy a decir a lo mejor alguno no lo entiende, pero desde que era adolescente me sentí muy atraído por la electrónica, los sintetizadores, etc. Yo estuve con Gabriel Brncic en el Laboratorio Phonos. Me ha interesado mucho el mundo del espectralismo, compositores como Jonathan Harvey. Está en mi música esa idea del crossfading constante, esas irisaciones de color, o procesos como el de filtrado… Yo pienso muchas veces en términos electroacústicos. He ido usando el delay como elemento compositivo, aunque muy procesado siempre. En algunas obras de este álbum, como Stella, es muy evidente. La influencia de la electroacústica está ahí.
–Y ya lo ha dicho usted mismo, el espectralismo también.
–Sí, pero me interesa más la trayectoria de los ingleses que de los mismos franceses, que me parece demasiado académica. Cuando escuchas a Grisey o Murail, que me interesa más, siempre tienes la sensación de que lo que hacen lo hacen para demostrar su propuesta teórica. Vale, pero pasan diez minutos y me estoy aburriendo, deme algo más práctico; en ese sentido creo que los ingleses son mucho más empíricos. Me atraen. Me gustan mucho George Benjamin u Oliver Knussen. Hay música inglesa de finales del XX que me resulta muy atractiva. Tanto a mí como a Ramón Humet nos impactó un encuentro que se organizó en Barcelona con la OBC en torno al año 2000 para el que invitaron a Joan Guinjoan y a Jonathan Harvey. A Guinjoan ya lo conocía pero entrar en contacto con Harvey fue como abrirme a un nuevo mundo. Esa forma de fusionar la música coral con la sinfónica y con la electrónica de manera tan natural nos abrió la mente a muchos.
–¿Hay también algo en su música de Morton Feldman?
–Espero que no. Recuerdo haber estado en un concierto de Feldman. Te acercas con cierto interés, al cabo de veinte minutos dices, bueno, y cuando llevas cincuenta o cincuenta y cinco lo aceptas con resignación. Hay obras de Feldman, más cortas, que me resultan atractivas. Recuerdo un intérprete americano que me dijo una vez que estábamos locos, que nadie escucha a Feldman en una sala de conciertos como nosotros, uno entra, se tumba en el suelo, lo escucha un rato, se vuelve a ir... De todos modos, en la música de Feldman hay como un ensimismamiento, un no tener prisa, que sí me resulta atractivo, eso sí. Pero hay otros compositores en los que también encuentras eso y que siento más cercanos, por ejemplo Toru Takemitsu, al que tengo mucha estima. Esa especie de fluir, de ir desplegando el rollo y que parece que no se acaba nunca, ahora detrás de este paisaje viene otro, ahora un mar y aparece un barco... Cuándo se acaba la forma, cuando se me acaba el rollo de papel, pero no porque tenga que estar determinado desde el principio que el libro tenga tantas páginas.
–¿La música es sólo forma?
–Uf. Esa pregunta es muy difícil de responder. Hay tantas concepciones de la música como compositores. Tengo muchos amigos con estéticas diferentes. Un día hablo con Héctor Parra, por ejemplo, y él tiene un concepto dramático que yo no tengo en mi música o al menos lo tengo de otra forma. Siempre ha existido el problema de la tensión entre forma, materiales, contenidos e intenciones. Cuando en su momento leí el Tratado de armonía de Schoenberg me quedé muy sorprendido por esa idea de la música perfectamente acabada en la cabeza. Yo nunca he tenido esa concepción. A mí me atrae más la idea de Alberto Giacometti, que te levantas un día, vas añadiendo barro y dices, mira, no está mal, al día siguiente no te gusta lo que has dejado, empiezas a quitar cosas, y así un día y otro, hasta que llega alguien y te lo quita, porque llevas ya un año trabajando en el mismo retrato. Me siento más cercano a esa segunda forma. Siempre hay una tensión muy compleja entre las estructuras que manejas a nivel formal y los materiales que usas. He hablado mucho de esto con José Manuel López López. Los materiales te conducen a sitios a los que tú no habías llegado antes. Esa tensión entre el detalle y el conjunto es la que acaba determinando cómo queda la obra. Por ejemplo, tengo la sensación de que dentro del espectralismo se hacen cosas que a veces parecen tratados, pero a mí no me dicen nada. Yo no quiero demostrar ninguna fórmula con mi música. Trato de hacer algo que conmueva. Hay obras que llegan y otras que no. De qué depende. No lo sé. Cada uno tiene su verdad.
–¿Y cómo llega usted a su verdad?
–Para mí es importante que exista un desencadenante. El desencadenante es lo que te mueve a decir algo con tus herramientas y tu idioma. Algo que puede ser poético, una imagen, un pequeño texto, un haiku; necesito creerme a mí mismo haciéndolo, vivir ese estímulo. Si no lo siento, puedo recurrir al oficio, pero no me voy a creer lo que salga, y entonces prefiero no hacerlo. Ya que hablo del haiku, yo no tengo nada que ver con un japonés del siglo XVIII, entre otras cosas, porque no he estado nunca en Japón ni vivo en el siglo XVIII, pero esa emoción, la ambigüedad de un pétalo que cae de un cerezo en flor que puede ser también un copo de nieve me despierta algo. Necesito ese punto de partida.
–Y supongo que Fernando Zóbel ha funcionado como punto de partida más de una vez...
–Fíjese que yo estudié Historia del arte, pero nadie en la universidad me habló nunca de Zóbel (bueno, y tampoco de Picasso o de Kandinsky, misterios…). Cuando descubrí la pintura de Zóbel tuve la sensación de encontrar una imagen gemela de mí mismo. Me habría encantado conversar con él. Esa idea de ambigüedad, de difuminar los contornos, que era una expresión que utilizaba Jonathan Harvey entre la electroacústica y los instrumentos convencionales, me resulta muy atractiva. Y en Zóbel hay algo de esto. Sus óleos no parecen óleos, hay además una sensibilidad especial en el decir mucho con medios muy escasos. Esa idea de no imponerte con un grito. Estar delante de un Zóbel no es como estar delante de una pintura de Antonio Saura. ¿Eso significa que está mal Saura? No. Funciona muy bien, por supuesto, pero a nivel de sensibilidad me siento mucho más cercano a lo otro, a lo de Zóbel. Cuando miras Jardín seco, sientes que ahí hay algo. Esa idea de la línea que estalla en una especie de bloque de luz me resultaba muy atractiva a nivel musical, así que para mi Jardín seco partí de ahí, sí, fue mi desencadenante, de ahí y también de la poesía japonesa, que no queda muy lejos del universo de Zóbel, pues sus primeras pinturas son esas caligrafías orientales. Siento muchas afinidades con su pintura. Al final surgen afinidades sin darte cuenta. Por ejemplo, en mí música también hay resonancias de los Beatles, otra cosa que extrañará a muchos. Yo de joven escuchaba a los Beatles, aunque ya no fueran exactamente de mi época. Y cuando estudié música en serio empecé a darme cuenta de que lo que yo hacía también tenía afinidades con los Beatles. De hecho, el título de este disco proviene de la letra de Across the Universe, que tiene muchas resonancias orientales o japonesas o zen, o como prefiera.
–¿Qué papel juega el silencio en su música?
–Es un silencio que en realidad no es silencio, es resonancia. Y para mí es fundamental. A veces digo que me gustaría tocar el piano sin los ataques. Con la electrónica se puede hacer, claro, pero no es tan creíble como sería hacerlo de forma natural. Ese mundo de los sonidos que resuenan, se expanden y se mezclan entre ellos es algo que me interesa mucho, y algo que complica mucho la grabación de mi música. Casi siempre trabajo con las resonancias abiertas, sin apagar, con el pedal del piano abierto, así que si vas pidiendo un diminuendo progresivo y pedal abierto, controlar el sonido y la grabación es difícil. En estas grabaciones las resonancias se han cuidado muchísimo.
–Hay más de una década de distancia entre la obra más antigua y las más moderna del álbum, ¿cómo ha evolucionado en ese tiempo?
–Todas las obras forman parte del mismo universo, pero es verdad que con los años he ido eliminando más cosas del discurso musical. Espero que al final no me quede como en el cuento del traje del emperador. Pero creo que puedo ir perfilando aún más y no poner tantas notas. Pienso que si escribiera ahora Jardín seco, que es de 2014, todavía le quitaría algo. Hay un trasfondo común en torno al color, al mundo oriental, las difuminaciones... pero últimamente estoy empezando a preocuparme por la idea de ritmos más o menos constantes. Y creo que eso se nota en Stella, en la que, aunque hay elementos de las obras anteriores, intento inaugurar otro camino, que ya veré hacia dónde me conduce. Lo cierto es que me interesa cada vez más esa idea de ritmos regulares en superficie, algo con influencia del minimalismo, aunque sin caer en lo repetitivo.
–¿Cómo es su forma de trabajar?
–Trabajo como un compositor actual de bandas sonoras. Tengo un secuenciador con muestras que he ido grabando, de cosas raras. Me gusta mucho trabajar directamente con el sonido. Necesito tener el timbre. Como Santo Tomás, tengo que poner el dedo en la llaga. Si escribo para clarinete necesito tener el timbre del clarinete.
–Esa vieja imagen del compositor componiendo de cabeza o en el piano ya no existe.
–No, no. De cabeza, no; y en el piano, tampoco. Tengo un teclado midi conectado al ordenador y trabajo así. La armonía nace del timbre. Obviamente con el tiempo yo ya sé lo que funciona y lo que no. Pero necesito tener el sonido. Me gusta mucho esa idea de la escultura, de ir modelando directamente sobre la materia. En mi caso la materia es el sonido. Y yo trabajo como un escultor del sonido. Me gusta por ejemplo calcular los tiempos de resonancia, de manera aproximada, lógicamente, porque el espacio acústico donde se haga la obra va a cambiar el resultado. Pero necesito tenerlo ahí, experimentarlo. Así trabajo.
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