El palo de la belleza
El mal querer | Crítica
Cinco meses después de su primer avance, 'Malamente', ya está aquí el segundo y esperado álbum de Rosalía
La ficha
***** 'El mal querer'. Rosalía. Pop. Sony Music. Vinilo, CD, DD y streaming.
Tras la campaña de promoción más larga con la que haya contado jamás un disco español -algo más de cinco meses desde el estreno del primer avance, el ya célebre Malamente- y con una creciente e imparable proyección nacional e internacional, rozando en las últimas semanas el límite del atosigamiento, El mal querer, segundo álbum de Rosalía (Sant Esteve Sesrovires, Barcelona, 1993), se nos revela por fin íntegro.
Durante tan dilatada espera se han sucedido estériles polémicas sobre cuestiones tan absurdas como el presunto delito de apropiacionismo cultural que supondría acercarse al flamenco o utilizar expresiones en calé siendo paya y catalana -sí, ofendidos e indignados profesionales hacen su agosto en las redes sociales con chorradas como ésta- o la idoneidad de figurar en el cartel de la Bienal, donde al final hasta los más recalcitrantes (o recarcacitrantes) defensores de no se sabe bien qué esencias tuvieron que reconocerle, al menos, el respeto que le muestra al género. No es poco.
Mientras tan entretenidos andábamos con estos asuntos, salpicados y hasta avivados con dos nuevos adelantos, Pienso en tu mirá y Di mi nombre, la figura de Rosalía se agigantaba en medios españoles y extranjeros en paralelo a la curiosidad por comprobar qué escondía finalmente El mal querer. Bueno, creo que se puede decir ya que lo que oculta es una de las obras más hermosas, arriesgadas y emocionantes que ha dado el pop nacional durante las últimas décadas.
El debut de la catalana, Los ángeles (2017), se vio en cierto modo lastrado, seamos serios, por la evidente impericia del ubicuo productor Raül Fernández Refree como guitarrista flamenco. Pero El mal querer, aun resultando más flamenco de lo que en principio podíamos sospechar, es definitivamente otra cosa.
Entre los muchos aciertos de Rosalía -contar con la productora Canadá para los vídeos de Malamante y Pienso en tu mirá fue, a la vista está, uno de ellos- habría que apuntar, quizás en primer lugar, la asociación con Pablo Díaz Reixa, El Guincho, ese tipo que ya sacudió la escena electrónica underground internacional con Alegranza (2007), que aquí proporciona el delicioso colchón musical a su ambiciosa aventura, doblemente conceptual: narrar la historia de un doloroso (y peligroso) desamor y hacerlo creando canciones de pop contemporáneo a partir de palos flamencos más o menos reconocibles.
Cuando lo son de pleno, como en las bulerías Que no salga la luna o en el martinete De aquí no sales, la atención se embelesa hasta la conmoción con los sutiles detalles que adornan la cristalina voz de la cantante: filtros aplicados a guitarras de palo, percusiones -¿orgánicas o electrónicas?- marcando el compás en la primera; doblando voces a capela y retorciendo el espacio sonoro con ruido de motores y sirenas en la segunda, con final vocoderizado sobre las palmas de Los Mellis (otro acierto en el haber de El mal querer: contar, esta vez sí, con músicos flamencos de verdad como ellos, Las Negras y Nani y Lin Cortés).
En cortes orquestales -Reniego, con arreglos del sevillano Jesús Bola-; en escenarios post-dubstep -Bagdag, una de las cimas del álbum, aplicando pátina aflamencada a los hallazgos de un, digamos, James Blake-; enfrentando la desolación y la esperanza desde el palo de la belleza -Nana- o bordando unos fandangos desde bases electrónicas -Maldición-, El mal querer despliega un apabullante abanico de impresiones que capturan la escucha hasta rendir al oyente, exhausto ante semejante tour de force al alcanzar el capítulo final, A ningún hombre.
Ahora se revitalizará el debate en torno a si el nuevo trabajo de Rosalía es un disco de flamenco o un disco a partir del flamenco, pero su mayor valor, amén de la demostrada capacidad para emocionarnos, no reside en tan cansina discusión, sino en el hecho de reintroducir en el pop mainstream español conceptos largamente olvidados, como vanguardia y experimentación. Y, oiga, sí, eso da mucho gusto.
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