El marido gobernador

Ignacio López del Hierro

Ignacio López del Hierro
Ignacio López del Hierro / Rosell
Ignacio López del Hierro
Ignacio López del Hierro / Rosell

Aquella noche del pasado abril en la planta alta del restaurante Robles, todos los ilustres asistentes accedieron con parsimonia a la estancia, porque el espacio era tan reservado como reducido. Presidía la velada Rajoy, todavía jefe del Gobierno. Había dos ministros en la mesa: Cospedal y Zoido. Y estaba Arenas con sus Pérez más leales: Beltrán y Virginia. La mayoría acudieron con sus cónyuges. En cuanto el personaje entró se le notaron los nervios, el afán de notoriedad, el anhelo de protagonismo. “¡Javier, Javier! Todos los cuadros están torcidos”. Y Arenas le respondió con humor defensivo: “Tú no pretenderás que te ponga ahora los cuadros derechos…”.

Ese señor que nada más entrar ya estaba ejerciendo de cuñado puntilloso era Ignacio López del Hierro (Sevilla, 1947), el marido de María Dolores de Cospedal, una de las mujeres más influyentes en la política española durante una década. Influyente hasta que el pasado jueves tuvo que entonar el Se acabó a lo María Jiménez, dos minutos antes que Casado le hiciera un ERE.

López del Hierro es un sevillano que se metió demasiado en la parcela de su mujer, en vez de haberse limitado al papel de marido de la Merkel en versión Génova, con sus bermudas de guiri a la búsqueda de sangría y avistando pájaros de Doñana. López del Hierro, ambicioso y fanfarrón, quiso ser el pájaro y en su vuelo sin control se metió hasta la cocina, hasta el despacho de su mujer para intrigar con el comisario que está pidiendo una serie de Netflix: Villarejo. López del Hierro no supo nunca ser el cónyuge discreto. Sabe de política porque fue gobernador civil de Toledo durante dos años y de Sevilla durante un par de meses.

En la mesa siempre presume de que fue el último gobernador civil de Sevilla del período de la UCD, en aquellos años felices sin grabadora de precisión en el teléfono móvil, cuando para grabar había que usar un pesado magnetófono. López del Hierro ha sido demasiado protagonista para ser el marido de Cospedal, la señora que los tuvo a casi todos firmes en el PP como secretaria general, pero que se volvía absolutamente dócil en presencia de su cónyuge.

Este sevillano, experto en hacer dinero como asesor de empresas, no duda en hacer patentes los enfrentamientos personales por medio de bromas, como la queja de los cuadros torcidos lanzada como una puya a Arenas, con ese tono vehemente que en ocasiones adquieren los afincados en Madrid para dirigirse a los residentes en Sevilla. Ni Arenas era el dueño del restaurante, ni a López del Hierro le importaban un pimiento los cuadros. Se trataba de provocar, de quedar por encima, de señalar desde el principio su estatus en una cena compartida nada menos que con el presidente del Gobierno.

El lince de Olvera salió del lance y se la devolvió al maridísimo con una de sus especialidades: hacer patente que él es el más próximo al que manda, que él tiene un trato no fluido, sino familiar, con el personaje principalísimo de la mesa. Llamó el hijo de Rajoy por teléfono y habló con su padre, con su madre y con… Arenas. “Chichichí, hijo, te paso con Javier ahora mismo”. Y ahí se le cayó el equipo a Cospedal y al maridísimo, que tuvieron que presenciar una charla marcada por el afecto y la cercanía. Arenas, compadre de Aznar. Arenas, integrado en la familia de Rajoy. ¡Demasiado para la dama de Albacete y su altivo marido!

Ambos, María Dolores e Ignacio, Ignacio y María Dolores, han tenido dos obsesiones nítidas en los diez años en que ella ha ejercido como secretaría general: Javier Arenas y Soraya Saénz de Santamaría. López del Hierro nunca se ha cortado al referirse a la ex vicepresidenta como “la chiquinina” o “la chiquitita”, ni tampoco en ridiculizar su forma de vestir en alguna de las solemnidades del Vaticano a las que acudió en representación del Gobierno de España. Y ella, la Cospedal, o callaba ante esas mofas o seguía a su marido en el tiroteo a la compañera de partido y de Ejecutivo. “Mirad, mirad la foto. Y con vuestro sueldo le pagamos un asesor de imagen”.

López del Hierro nunca ha ocultado su forma de ser. Su locuacidad ante Villarejo no ha sorprendido a quienes lo han tratado durante una década en lugares y situaciones muy distintos. El maridísimo era el único que osaba charlar de forma ostensible durante un discurso de la presidenta de Castilla La Mancha como remate a una cena formal en un cigarral de Toledo. Siempre ha ido de sobrado. Siempre ha querido llevar las riendas de la conversación, quedar por encima del interlocutor y sentar cátedra sobre cualquier asunto. En el PP reconocen que llevarle la contraria era meterse en un fregado, cuando menos, dialéctico.

La Cospedal no desaprovechaba la oportunidad de echarle el ojo al teléfono de Arenas cuando éste tecleaba mensajes sin guardarse las espaldas. La verdad es que la manía de Javié de usar la letra gorda facilitaba el fisgoneo…

Aficionado a los trajes de chaqueta cruzada, al pañuelo en el bolsillo del pecho a lo Arturo Fernández, a la botonadura dorada, a ser estéticamente un hombre importante. López del Hierro se se siente un hombre atractivo, seguro de sí mismo y resolutivo. Le gusta ir al grano. Usa mucho una frase que refleja bien este perfil: “No mareemos la perdiz”. Y la ha usado muchas veces cuando, ay, ha ejercido en la sombra de secretario general del PP. López del Hierro siempre quiso que el sustituto de Zoido en ela presidencia del PP andaluz fuera José Luis Sanz y no Juan Manuel Moreno Bonilla, impuesto por Soraya Sáenz de Santamaría. “Esto hay que resolverlo ya, pero ya”. Y se resolvió, claro que se resolvió, pero tal como quería “la chiquitina”.

En Sevilla se aloja en el Hotel Doña María, frente a la Catedral, desde donde Cospedal ha salido perfectamente ataviada los Jueves Santos, cuando el alcalde Zoido tenía preparado para ella (y para él) el palco principal de la Plaza de San Francisco y el balcón del atrio macareno para contemplar con comodidad la salida de la cofradía. Ese balcón donde, oh sorpresa, solía aparecer Javié… para horror de la dama de Albacete y su marido.

A López del Hierro le encantaba quedarse en Sevilla hasta el Domingo de Resurrección, para asistir por la mañana al pregón taurino y por la tarde a la primera corrida de la temporada en la plaza de la Real Maestranza. Dicen que de toros entiende bastante.

En la España del yo ya lo decía y del yo ya lo avisé, a nadie le ha sorprendido que el sevillano López del Hierro haya estado metido hasta las trancas en los asuntos de la Secretaría General de uno de los dos principales partidos políticos de España. “No es que mande en su casa, es que es el emperador”. La noche en que un camarero le derramó sobre el hombro una bebida, a todos se les quedó grabada la rapidez con la que ella se levantó a secarle la mancha.

"Al final ha sido víctima del amor”, dice alguien que la ha tratado. Se acabó la carrera política de ella. Y la de él. Ahora tendrá más tiempo para los negocios propios, incluidos los de ultramar. Como se acabó aquella etapa de tener un piso tan cerca del Congreso de los Diputados, justo encima del bar Manolo, que es la versión madrileña de Trifón.

“No os pongáis nerviosos porque estén aquí Mariano y Viri”, dijo el sonriente Arenas en un momento de aquella cena para evidenciar que él ya estaba acostumbrado a cenar con el gran jefe y su señora. Los cuadros siguieron torcidos. Arenas no los clavó de nuevo. Por la noche no se debe usar el taladro porque molestaría a los vecinos. Y los vecinos del restaurante Robles son los vencejos de la Catedral. Esos pájaros…

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