La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Hernán Cortés
El niño estaba sentado de rodillas. Dibujaba sobre la mesa aupado en el asiento. Su madre pintaba también a su lado. Tal vez un día se oyó una frase. “Mamá, quiero ser pintor”. El padre era médico, un reconocido pediatra doctorado en Endocrinología. El hijo tenía todas las papeletas para vestir la bata blanca como su padre, pero Dámaso Alonso, muy amigo del doctor Cortés, intercedió para que el joven Hernán pudiera matricularse en Bellas Artes. El primer año estudió en Sevilla, en aquella escuela de Gonzalo Bilbao, y los siguientes cursos en Madrid. Si don Dámaso fue clave para despejar de obstáculos el camino a la carrera como pintor, la madre de Hernán resultó absolutamente fundamental para su crecimiento profesional. “Si quieres pintar, hazlo. Pero dedícate al retrato. Prométemelo”. Desde muy pequeño dibujaba con mucha precisión los rostros que veía en la televisión. La madre valoró las enormes habilidades del niño para el dibujo. Y un buen dibujo es la base fundamental de toda obra pictórica. “¿Y por qué al retrato, mamá?”, debió preguntar el joven. “Porque la vanidad humana es infinita”. La frase pide mármol. Ahí jamás faltaría trabajo. Así es de hecho. Ahí habría una carrera larga, prolija y de éxito a poco que Hernán tuviera el valor añadido de mostrar unas mínimas habilidades sociales. La madre no se equivocó. Fue la orientación más certera, el consejo más sabio.
El niño Hernán era muy precoz para el Arte. En tiempos se podría decir que era un niño repipi porque a muy corta edad comentaba los cuadros de El Greco con los amigos de sus padres. Fue un niño que se pasaba horas en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, ciudad que visitaba con frecuencia y donde tenía un tío dentista con consulta en la calle Rioja.
Vivir del retrato es un lujo que pocos artistas se pueden permitir. Quienes saben dicen que en Europa hay muy pocos retratistas solventes. Hernán Cortés Moreno (Cádiz, 1953), segundo de tres hermanos, fue el niño que hizo caso de su madre, doña Elisa Moreno Vera, cordobesa de nacimiento. Ser pintor, como ser periodista, es una suerte de sacerdocio. A Hernán se le atribuye una frase recurrente: “Los pintores tenemos que dormir con un ojo abierto porque hay que saber aprovechar todas las oportunidades”. El retratista debe observar, observar y observar... con amor. Analizar al ser humano. En el fondo es lo que su padre hacía con sus pequeños pacientes: mirarles a la cara. Si el rostro era malo había que optar por el ingreso sin dudarlo un instante.
El retrato tiene un poder tremendo, la fuerza de representar la imagen que queda de un personaje para la posteridad. Por sus obras lo conoceréis. Y por el retrato lo recordaréis. El retrato es un desafío, un reto, porque la realidad es aquello que siempre se resiste. La gran clave está en el dibujo, en captar con precisión la estructura ósea del retratado. Un error cambia las facciones e impide captar la verdadera expresión del retratado. Juzgamos los retratos por los cánones que hemos heredado de los clásicos, así como por la idea que tenemos del personaje si lo conocemos personalmente, o si nos hemos hecho una idea preconcebida cuando se trata de un personaje público. ¿Puede el retratista pintar condicionado por prejuicios? Es de suponer que aspira a cierta neutralidad. Pero tan ser humano es el que pinta como el que es retratado. Y, por supuesto, el tercero en el juego que jamás se debe olvidar: el espectador.
Quienes tratan a Hernán dicen que tiene claro que todo cuadro es una obra viva para cualquier pintor que se precie de serlo, pero que lamenta que sean obras “muertas” para los historiadores del Arte. Y eso le provoca cierto pesar.
Hernán es taurino. Tuvo la experiencia de ver toros junto a Antonio Ordóñez. Disfruta de la Tauromaquia sin perder el sentido crítico propio del buen observador. Nunca olvida la experiencia de contemplar los toros en la dehesa, cuando en una ocasión se miraron frente a frente el toro y el pintor, el pintor y el toro. Por fortuna el artista estaba dentro de un vehículo con la ventanilla bien cerrada. Cuentan que recela de esos gestos triunfales de los toreros cuando alzan un brazo tras dejar una estocada certera, el morlaco dobla y el diestro se sabe con las dos orejas cortadas. Al artista, sensible a todas las muestras de expresión, le chocan esas celebraciones, considera que sobran, que se prestan a una interpretación nada beneficiosa para el torero. Hay, en cambio, quienes las explican como el desahogo natural del matador tras haberse jugado la vida en su enfrentamiento con el toro, pero el artista los ve como gestos gratuitos, tal vez por ese sentido sereno de su existencia, sin ruido, elegante, sereno y medido en el fondo y en las formas. Si se es torero las veinticuatro horas del día, no digamos cuando se trata de un pintor. Prefiere, por eso, toreros como Morante, que suelen prescindir de esas expresiones de rabia, triunfo y superioridad. Tampoco muestra José Tomás esa altivez o chulería. Un día, de hecho, se fijó en que Morante hacía el paseíllo acompasando su andar a la música del pasodoble.
Hernán es más de Rubens y Tiziano que de Velázquez, aunque, por supuesto, admire al genio sevillano. “A pintar se aprende mirando pintar”. Dicen que Cortés tendría que exiliarse si escribiera un libro con todo lo que ha oído durante los posados de esos grandes personajes que ha retratado: de reyes a jefes de Gobierno, de presidentes de cámaras parlamentarias a toreros, de nobles a profesionales liberales.
Tiene admiración especial por uno de los siete padres de la Constitución, el gaditano José Pedro Pérez Llorca (1940-2019). Un día hablaron precisamente sobre la vanidad humana, pecado del que Pérez Llorca estaba algo hastiado en esos momentos por alguna mala experiencia reciente. Hernán le confesó, en cambio, que era muy tolerante con los vanidosos, a lo que el eminente jurista le contestó con gracia: “¡Claro, es que tú comes de la vanidad humana, por eso eres más tolerante!”. Precisamente con Pérez Llorca al frente del Museo del Prado, este pintor fue miembro del Patronato que dirige la pinacoteca. Hernán ejerció aquellos años una verdadera docencia al enseñar el museo a público muy diverso, un guía de auténtico lujo. Y también fueron años en los que aprendió, vivió y sufrió la política, pues fue testigo de las aviesas intenciones de muchos separatistas por desmembrar la pinacoteca, uno de los grandes símbolos de España.
Hernán es un enamorado de la belleza, un convencido de la proclama de Dostoyevski: “El mundo solo puede ser salvado por la belleza”. Cuentan que un día sufría una de esas sesiones plomizas en la Real Academia de San Fernando cuando se acercó una señora a darle una razón. El pintor exclamó con toda elegancia y exquisitez: “Ha sido usted como una aparición”. Y la señora exhibió un repentino enrojecimiento de mejillas. La verdad es que Cortés nunca ha perdido el gracejo andaluz, la capacidad gaditana de extraer gracia del pozo de la rutina, de hacer fintas con el lenguaje hasta en las situaciones más delicadas para que se entienda todo sin herir a nadie. Si en algún relato alude a algún personaje que era homosexual en los años del Cádiz de su juventud, que eran los años del franquismo, usa la expresión de entonces: “Era de la cáscara amarga”. Cuida mucho el uso del lenguaje, sus amigos dicen que es un placer oírle hablar de los colores, cómo se refiere por ejemplo al amarillo Nápoles, que es un tono de amarillo desvaído.
No le importa que los retratados hablen mientras posan. Parlan más los más nerviosos. A veces recuerda quién fue su primera retratada: su madre, su única maestra en la disciplina. Conserva la obra en casa. A su padre también lo pintó, pero de ese retrato está menos orgulloso.
Cuando le encargaron los retratos de los siete padres de la Constitución, la serie que todos vemos cuando hay comparecencias en el Congreso de los Diputados, tuvo una idea muy clara: serían individuales, nada de una obra de conjunto, pues España tiene en su imaginario colectivo Las Meninas y se trata de un efecto que, en este caso, había que evitar. ¿Quién aparecería sentado, quién de pie, quién en las esquinas? El retrato colectivo tenía peligro de gato enojado. ¡Zape, zape! Había que evitar las discusiones basadas perspectivas políticas y, por supuesto, en esa vanidad de la que su madre, ay, siempre le advirtió. ¡Es infinita, infinita! De hecho, sólo está firmado uno de los siete retratos para garantizar su unión. La rúbrica aparece únicamente en el del centro, Miguel Roca, que ocupa ese lugar por ser el más alto.
El entonces presidente del Congreso de los Diputados, Manuel Marín (1949-2017), le enseñó la galería de óleos de los anteriores presidentes de la Cámara. Marín quería simplificar los tratamientos de sus señorías y tomar otras decisiones para reducir pomposidad, pero, eso sí, sin tocar el excelentísimo de los presidentes del Congreso. Recorrían la galería que está considerada un perfecto exponente de la altísima calidad del retrato en España durante los siglos XIX, XX y XXI, cuando se pararon ante el de Gregorio Peces-Barba, realizado por Rafael Canogar, quien también tiene el tratamiento de excelentísimo, pero eso no constaba en su firma. Marín se quedó callado.
Hay galerías de retratos de señores rancios en los que de pronto aparece un óleo que se distingue con claridad de los demás. “Este debe ser de Hernán Cortés”. Ocurre en la serie de los rectores de la Universidad de Sevilla, cuando Pérez Royo apostó por un óleo en el que aparece sin toga, con una estética fuera de la ortodoxia académica. Estilo propio del autor... y del retratado. Allí está la obra de Cortés entre las de Grosso, Bacarisas y otros insignes del pincel.
Hay quien expone que sólo un rico se puede permitir el lujo de tener un retrato de este andaluz de proyección universal. Tal vez habría que añadir que para tenerlo hay que tener no sólo dinero, sino criterio para invertirlo en un óleo y no en otro tipo de gastos y que el autor quiera asumir el encargo... Una vez un caballero maestrante le hizo un ruego muy especial: el retrato debía expresar ante todo el orgullo del retratado por lucir el uniforme de gala de la institución nobiliaria. ¡Casi nada! Y así fue.
La vida son recuerdos de despertares al alba en el Cádiz de los años 60, cuando el joven Hernán pintaba el mar y era testigo del retorno de quienes habían vivaqueado toda la noche en antros y tugurios. La vida es haberse criado en una casa donde jamás le inocularon el odio por mucho que la familia viniera de ser muy castigada en la Guerra Civil. La vida es saborear del agosto en Madrid aunque se tengan casas en Málaga y Galicia. La vida es la ilusión por un hijo con vocación de músico, almorzar en el Nuevo Club con el rey don Juan Carlos, nombrar a su mujer, Malla, en todas las conversaciones, dejar lo que se esté haciendo si se trata de pasar un rato con gente interesante y divertida, como el abogado Moeckel. Porque a ciertas edades el mundo de las personas se divide entre las que aportan y las que no aportan, entre las que captan tu atención y hasta te hacen reír y los directamente tóxicos. La vida son recuerdos del cigarral toledano de don Gregorio Marañón, maestro y amigo de su padre. Si la célebre biografía de Belmonte tiene un remate de lujo , “la verdad... la verdad es que yo he nacido esta mañana”, Hernán Cortes forma parte de esos hijos que un día perdieron a su padre y, desde entonces, cada año que pasa se acrecienta para ellos la figura del progenitor. Aunque la primera paleta fue un regaló de su madre, una paleta que conserva. Las promesas se cumplen, la paleta se conserva.
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