El perfil de Alberto Núñez Feijóo
Un adulto para tiempos convulsos
Antonio Hernández Callejas
LOS niños tímidos en el colegio hablan poco, escuchan mucho, observan todavía más y suelen aprender casi todo. Los expertos suelen decir que dan de sí de adultos, cuando ya han forjado un sentimiento de seguridad que los puede volver imparables. Si además se han criado en el núcleo de una familia unida, estructurada y educada en valores, el valor añadido se convierte prácticamente en esencial.
El empresario Antonio Hernández Callejas (Tudela, 1955), el mayor de tres hermanos, es reconocido hasta por algunos de sus críticos como un verdadero emprendedor: tiene ideas, toma decisiones y asume riesgos. Tiene amigos que lo consideran directamente un superhombre. Y hasta hay observadores neutrales de su figura que dicen que Antonio es una persona literalmente consagrada al trabajo. Aseguran que el orden que marca su vida procede del orden originario que preside su cabeza. Orden y estilo, porque no soporta recibir en su teléfono móvil determinados vídeos de evidente mal gusto.
Estudió en las aulas del colegio sevillano de Portaceli, donde es recordado como un alumno listo, rápido en el aprendizaje y bastante aplicado sin encajar nunca en el perfil del clásico empollón. Tardaba poco en comprender y retener las ideas de un texto. Las clases de Educación Física nunca fueron sus preferidas. Suponían un verdadero suplicio para el niño Antonio, sobre todo a la hora de saltar el potro. Desde pequeño estuvo acostumbrado a sufrir porque era seguidor del Zaragoza. El profesor Hernández Lanau siempre tenía preparada los lunes alguna broma sobre el mal resultado del equipo aragonés. En poco tiempo, prueba quizás de su progresivo arraigo en la ciudad, Hernández Callejas abrazó con pasión el sevillismo. Hoy es un abonado y sufridor, como corresponde a los buenos aficionados al fútbol. Tan mal lo pasa que en ocasiones no es capaz de soportar un partido entero. No le tensiona una negociación o un riesgo empresarial, pero sí los minutos finales de un partido trascendental del club de sus amores.
Este señor de apariencia seria, que cuida mucho sus trajes y el calzado, guarda un gran feriante en su interior que se arranca por bulerías a la mínima oportunidad. Tanto en la Feria de Sevilla como en la de Jerez. Cuentan que las baila con más voluntad que técnica. Digamos que le echa valor. Mucha gente dice que Hernández Callejas no es de fiestas, sino reservado e introvertido. No es cierto. Ocurre que mide muy bien, como si se tratara de un cálculo natural, con quiénes, cuándo y cómo disfruta las celebraciones, ya sea en la Feria de Sevilla (¡Qué caseta más cómoda y amplia tiene en la calle Pepe Luis Vázquez!), ya sea en una montería en su finca de El Ronquillo. No es que le apasione precisamente la caza, pero sí a sus hijos. Jamás verán una foto de sus celebraciones, como no la verán de la reciente fiesta familiar que organizó en el viejo castillo de la finca, donde naturalmente se sirvió arroz y hubo cante de bulerías a cargo de un conjunto local, nada de cantaores de postín. Se trata de animar, no de presumir, mucho menos de ostentar. Como tampoco la verán tomando uno de los buenos vinos con los que este empresario disfruta. En los restaurantes pide caldos normales. Es de los que examina siempre con un punto de indignación cómo se disparan los precios de un Rioja en la carta. En su casa, ya con los amigos, ofrece los mejores vinos, carbónicos franceses y destilados. Y muy de vez en cuando se le ve fumar un puro.
Antonio es la tercera generación dedicada al mundo de los negocios. Su abuelo, Antonio Hernández Villar (1894-1970), hizo casi de todo como emprendedor. Hasta que se dedicó al cultivo del arroz en Calahorra. Todos dicen que era eso: un emprendedor puro y duro que no necesitó jamás de cursos especializados en dirección de empresas, ni de un máster en institutos de rótulos impronunciables, ni de acudir a la ayuda de incubadoras de nuevas sociedades. Lo llevaba en la sangre. Y punto. Durante la Guerra Civil, su abuelo tuvo un negocio que abastecía al Ejército, organizó encierros taurinos en Pamplona, promovió la búsqueda de tesoros en el mar y cultivó arroz en Calahorra hasta que descubrió las enormes posibilidades de las marismas del Guadalquivir, un lugar al que envió a dos de sus doce hijos: los hermanos Félix (padre de Antonio) y Elías Hernández Barrera. Ellos debían explotar el que habría de ser un filón que dura ya más de 50 años, un verdadero imperio de ese grano oval rico en almidón que es el arroz, un imperio levantado por un soriano en el Sur de España. En aquellos años, el padre y sus dos hijos se dedicaron a comprar tierras, levantar fábricas, contratar trabajadores y producir. Todo un proceso que consiste en lo que hoy se conoce como crear riqueza.
Hernández Callejas es un gran beneficiado de la visión vanguardista de su padre, que ya en los años 60 consideró que era fundamental saber, al menos, un segundo idioma para moverse en el mundo de los negocios. Desde muy pequeño, el niño Antonio se acostumbró a viajar a Irlanda cuando el destino británico no estaba ni mucho menos de moda para fines académicos, ni había empresas destinadas a hacer negocios con los intercambios y otras fórmulas de fomento del bilingüismo. Es más, a su casa de Sevilla solía acudir una señorita inglesa para que Antonio y sus hermanos se acostumbraran a oír y a hablar en un segundo idioma, una práctica que en la España en blanco y negro de entonces sólo se podían permitir ciertas élites o profesionales como su padre, que apostó por la formación.
La clave de Hernández Callejas como empresario es su capacidad de anticiparse al futuro, asumir cierto riesgo inherente a la condición de emprendedor y tomar las decisiones acertadas en la compra y en la venta. Sin miedo a la caída. De arrocería Herba creció a Ebro, donde fue consejero delegado y después el presidente del grupo empresarial Ebro Foods, que factura más de 2.500 millones de euros y es la primera empresa alimentaria española. El grupo tenía en su día una división de azúcar (Ebro), una de leche (Puleva) y una de arroz. Hernández Callejas supo vender en el mejor momento la división de azúcar, un producto que dejó de ser un monopolio a raíz de la entrada en vigor de la normativa europea. “No quiero ser una empresa pequeña de azúcar porque al final desaparecería”, dicen que confesó en una ocasión.
Supo además intuir los efectos de las campañas contra el azúcar, considerada hoy por muchos como un veneno, así como la eclosión de los productos light o bajos en calorías que iban a suponer un bajonazo en el consumo. También apostó por la venta de la división dedicada a la leche y por dedicarse por completo al arroz y a la pasta. ¿En qué casa no se come arroz o pasta un día sí y el otro también?, cuentan que se preguntó. Nunca ha pensado en clave nacional, sino mundial a la hora de afrontar los negocios. Aprendió pronto que el aceite de oliva no generaba tanta cifra de negocio como algunos consideran. Se atrevió a la compra una empresa norteamericana de alimentación que cotizaba en bolsa.
Y ha aplicado su particular concepto de innovación, por el cual se debe crecer mediante la compra de más empresas que ofrezcan un valor añadido, como aquellas de productos saludables y de fácil preparación que no restan tiempo a las generaciones actuales que no dedican tiempo a la cocina. Por ejemplo: los vasitos de arroz que están listos para ser consumidos con menos de un minuto de calentamiento suave con la tapa abierta en el microondas.
La vida son los recuerdos de su tía Carmen (1930-2016) que fue la cofundadora de las comunidades neocatecumenales y una gran amiga de Juan Pablo II. La vida son recuerdos de una infancia vivida en la planta alta de la fábrica de arrocería Herba en San Juan de Aznalfarache, entonces muy lejos de la capital, pues los medios de transporte no eran los de hoy. Tal vez la timidez de la infancia estuviera causada por ser un crío nacido en Navarra que se vino muy pronto a la capital de Andalucía y que, además, residía lejos del colegio. Se tuvo que adaptar poco a poco. La vida son estudios en la Universidad de Sevilla, donde se licenció en Económicas e hizo varios años de Derecho. La vida es comenzar a trabajar muy joven. Con menos de veinte años ya acudía, por ejemplo, a Don Benito (Badajoz) a dirigir las operaciones de compra de arroz. La vida son ratos con íntimos amigos como José Manuel León Molinari, Salvador Loring, Pedro Parias y Gonzalo Mora-Figueroa. La vida es una caseta de Feria donde, naturalmente, se cocina arroz y se sirven tapas de lubina y doradas fritas procedentes de la piscifactoría familiar. La vida es una casa en Madrid, otra en el barrio de Los Remedios de Sevilla y un refugio estival con vistas al club de golf de Vistahermosa en el Puerto de Santa María.
Este empresario es un punto despistado, habitualmente cariñoso, casi siempre de buen humor y que cultiva siempre que puede el recurso de la ironía. Es difícil conocerlo porque se expone poco. Es uno de los grandes empresarios españoles que se protege en el burladero de la discreción de las pitones de la envidia. Se mueve siempre mejor en la sombra. Alguno hay que lo conoce por “petrolito” para reconocer su éxito con la guasa propia del que siente pelusilla. Hernández Callejas juega como empresario en una liga muy selecta, donde acaso también compiten en clave andaluza el almeriense Francisco Cosentino y pocos más.
Muy de Feria, pero sin ostentaciones de enganches; nada de la Semana Santa y cada vez menos de los toros. Habla inglés, francés e italiano. Se pasa la vida de viaje por todo el mundo. Pero siempre vuelve al sonido de una bulería. El pasado sábado de preferia disfrutó de un arroz de mediodía en su caseta, el domingo tomó un vuelo hacia los Estados Unidos y el miércoles estaba otra vez en la Feria. Sin cronistas ni cantores de sus hazañas. Será que el arroz no admite distracciones, ni le va bien el calor de los focos, sino el fuego lento y siempre bajo vigilancia.
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