El arquitecto incansable
Rafael Manzano
Este gigante de la arquitectura clásica reconocido en el ámbito internacional es un gaditano que lleva más de 50 años en Sevilla. Fue un conservador e innovador en el Real Alcázar. Desprecia el poder y los papeleos
Sevilla/El padre hizo al arquitecto sin saberlo. Quería formar a un cristiano piadoso y llevó al niño por todos los templos del jubileo circular de Cádiz. El hijo se dedicaba a admirar las iglesias como edificios, quizás con la vista perdida en muros, arcos, molduras, retablos, etcétera. Buscando el sentido piadoso para toda una vida por delante apareció la vocación profesional.
Rafael Manzano Martos (Cádiz, 1936) es ese señor que uno se cruza por la Plaza Nueva o por las calles Zaragoza o Carlos Cañal y que como todo buen intelectual tiene cierta apariencia de despistado pero se da cuenta de absolutamente todo. Es uno de nuestros vecinos con mayor proyección internacional, como le pasaba al difunto José Enrique Ayarra, pero aquí no solemos apreciar a aquellos con quienes nos cruzamos día a día. Ocurre con las personas como con los edificios. Los sevillanos no entran en el Museo de Bellas Artes, en el Alcázar o en el Archivo de Indias, pero se tiran a las agencias de viaje digitales para organizar viajes con el único objetivo de hacerse selfies ante monumentos y platos de comida.
Manzano pasea con su abrigo azul en los días de frío, con sus corbatas de nudo ancho y sus rebecas abotonadas con toda la humildad de las personas sabias e importantes, que son siempre precisamente las que no se dan ningún bombo. No tiene que darse aires de divo ni con el vestuario, ni con la mirada por encima del hombro ni con el trato personal distante. A Manzano se le ve cada lunes rodeado de la élite de la Academia de San Fernando de Madrid, como se le ve recibiendo a un señor sencillo en su casa de Sevilla que le pide opinión sobre un cáliz heredado.
Es un arquitecto con criterio firme, estudioso, titular de una cátedra de Historia General del Arte, admirador de sus maestros y marcado en ocasiones por fuertes polémicas como corresponde a su intenso compromiso con su profesión. Lleva a gala que en la arquitectura hay que inventar lo mínimo, pero hay que saber manejar ese mínimo.
Ni sus críticos dudan de su capacidad intelectual y artística. Odia el papeleo, la burocracia, los trámites y las normas absurdas. Dicen que cuando acude a la actual Gerencia de Urbanismo se le viene abajo la vocación. En el fondo es un ácrata y siente cierto desdén por el poder. El papel que más le gusta es el de la servilleta donde pintar a la perfección y a la escala precisa lo que es capaz de explicar al mismo tiempo. Dibujar y enseñar a la vez está al alcance de pocos.
No ha sido conservador de la Alhambra, pero lo fue durante dieciocho años del Alcázar de Sevilla, que conservó y que en algunas partes inventó. Sí, Manzano conoce los lenguajes arquitectónicos clásicos con tal precisión que restaura con fidelidad y crea aquello que ya no existe pero debió existir. Esta última facultad le revela como un gran epigonista.
Su forma de ser chocaba con las clases altas y con los políticos con competencias de gobierno. No sólo aborrece el papeleo, sino que su perfil deriva en una conducta sin horarios, sujeto a pocas disciplinas convencionales. No es un bohemio, pero tiene su particular concepto del orden como todo creativo.
En su vida han sido claves sus maestros (Leopoldo Torres Balbás, Manuel Gómez Moreno, Fernando Chueca y el arqueólogo Manuel Estévez Guerrero) y Florentino Pérez Embid (Aracena, 1918-Madrid, 1974), recordado director general de Bellas Artes, que le encomendó numerosas tareas. Don Florentino se comprometió una vez a un encargo de seis millones de pesetas de las de los años 70 estampando su firma en el brazo de Julia, la esposa de Manzano.
A Manzano le tocó ser el conservador del Alcázar de 1970 a 1988, en tiempos en que el Ayuntamiento libraba pocos fondos para su mantenimiento. Manzano recurrió no pocas veces a su amigo Florentino o directamente a Patrimonio Nacional. Entonces los directores del monumento también eran administradores de Patrimonio Nacional, una responsabilidad que le provocaba quebraderos de cabeza al tener que administrar también las casas del Patio de Banderas.
Alguna vez ha explicado que su obra en el Alcázar se localiza en diversos “barrios”. Así, en el “barrio occidental” construyó el Patio del Asistente, del que sólo quedaban ruinas y donde hasta se inventó unas barandillas de madera. En el “barrio oriental”, donde su antecesor Joaquín Romero Murube tenía su particular corral y donde se había construido una pista de tenis para Alfonso XIII y Victoria Eugenia, recreó un precioso jardín presidido por la fuente de la casa de los Sánchez Dalp de la Plaza del Duque, derribada para la construcción del Corte Inglés. Lo hizo todo con tanta proporción y criterio que nadie se quejó. Manzano innovó una vez más en nada menos que el Alcázar de Sevilla.
Ha sido siempre un innovador, un usuario valiente de ese “mínimo” que él mismo defiende que hay que emplear en las restauraciones, aunque sus mínimos a veces hayan resultado verdaderos máximos. Como conservador del Alcázar ha reutilizado estructuras de conventos en los diversos palacios que componen el monumento. Hay hasta alguna galería completa de monasterio en el Patio del Príncipe. Le encanta explicar el monumento, aunque hay ex alcaldes como Manuel del Valle, hoy alcaide del Alcázar, que aseguran en privado que nunca le han oído la misma versión. Y eso que Manuel del Valle ha presidido innumerables visitas de ilustres con Manzano como guía de excepcional calidad.
Es un intelectual agradable. Es raro que alguien se aburra con Manzano. Tiene la lengua larga cuando hay que tenerla con indudable gracia gaditana. Sevilla no ha apreciado el privilegio que supone tenerle en la ciudad. Restauraba cuando nadie lo hacía, cuando esta labor no estaba valorada. Y lo hacía con ese epigonismo ilustrado que es marca de su trayectoria, la que le hizo merecedor en 2010 del Premio Driehaus de Arquitectura Clásica. Es el único español que posee este galardón dotado con 200.000 dólares. Obviamente este altísimo grado de reconocimiento generó envidias en algunos arquitectos sevillanos que firmaron artículos de homenaje que difícilmente camuflaban los gatos en la barriga. Ya se sabe que en Sevilla los mejores homenajes son los que te organiza el enemigo.
Manzano lo mismo diseña una portada helénica que un patio renacentista por su vasto conocimiento de la Historia del Arte. Su siglo preferido es el XVIII. Odia los volúmenes sin sentido. Sus marcas son la luz, el color, los volúmenes entrantes y salientes, las escayolas y carpinterías de calidad, los techos bien trabajados... En sus años como miembro de la Comisión de Patrimonio fue una autoridad indiscutida. En el inmueble de la Avenida de la Constitución que acogió la FNAC influyó para que se evitaran los cubos con ventanas tan horripilantes de la arquitectura de hoy. Quizás sea cierto lo que le decía Juan Aizpuru, que los sevillanos tenemos un sexto sentido que es el de la proporcionalidad. Y Manzano lleva ya más de cincuenta años en Sevilla.
Nunca le verán maltratar la luz, ni apostar por el minimalismo caduco o emplear los tonos lúgubres. Su respeto y pasión por el paso del tiempo es tal que él recrea la pátina si es necesario.
Tiene edificios de nueva construcción, como la sede de la Delegación del Gobierno de la Junta en Sevilla, donde se ven con claridad algunos detalles muy característicos de su estilo, caso de las mansardas, esos huecos de ventilación en las cubiertas. Tan suyos que hay quien dice que son manzanardas en clave sevillana con su cuarto y mitad de guasa bien despachada.
La vida es...
La vida es haber sido director de la Escuela de Arquitectura en el final del franquismo y el inicio de la democracia, lo que le permitió ser un sufridor de asambleas. La vida es no renunciar a una forma de ser que tal vez le dificultó entrar en los ámbitos profesionales cuando llegó a Sevilla a los 30 años de edad, cuando en la ciudad controlaban la arquitectura dos o tres nombres muy conocidos. La vida es ser viajero, lector, afectuoso y con un alto grado de inquietud por todo, un curioso ilustrado.
La vida es impulsar la caseta de Feria titulada Los alarifes, donde el arquitecto se reúne con los contratistas y con todos aquellos con los que habitualmente trabaja. La vida es asistir a la misa vespertina del convento de San Buenaventura, donde hasta no hace mucho tiempo concelebraba el singular padre Patero, que al término de la ceremonia pedía ayuda para bajar del altar. Manzano acudía con rapidez en su auxilio, pero el fraile nonagenario zanjaba: “Rafael, tú no que nos caemos los dos”.
La vida es recibir una sonada ovación en su última conferencia en la facultad. Sufrir conflictos sonados con el alcalde Juan Fernández a cuenta de la reordenación de la calle San Fernando, que hubiera suprimido el carácter intimista de los jardines del Alcázar, o con su salida del cargo de conservador del monumento, que se produjo repentinamente y que le sorprendió sin tener su casa terminada. Manzano siguió viviendo unos meses en el Alcázar, donde hasta tenía su estudio particular, cuando ya ejercía Consuelo Varela como conservadora. Manzano cesó en el cargo siendo alcalde Manuel del Valle. No sólo no le ha guardado rencor al político socialista, sino que se tratan con cordialidad y el otro día hasta pasearon juntos por el monumento. Esto suele ocurrir únicamente cuando se trata de señores. La vida es cruzarse en una calle de Madrid con Moneo, tan distintos el uno del otro como arquitectos, y tratarse con respeto y cordialidad. La vida es cultivar la amistad con León Krier, el arquitecto luxemburgués que asesora al Príncipe Carlos de Inglaterra.
Nunca le ha gustado la firma de la actas de los finales de obra. Dicen que porque en el fondo siempre hacía genialidades que no estaban en el proyecto inicial. “El edificio me lo pide”, se justificaba en privado ante los suyos. Pero no por no firmar dejaba sin cobrar a los constructores. Eran otros tiempos, quizás con menos crispación, menos controles, menos papeleos y menos denuncias. Hoy sigue trabajando e intentando liderar proyectos hasta en Arabia. En Cádiz está afanado con un proyecto en la Alameda Apodaca, donde el promotor le ha dado toda la libertad para trabajar.
Una vez le dijeron al término de una obra: “¡Qué restauración más bonita, don Rafael!”. Y lo que había antes era un solar vacío, pero el comentario probaba, una vez más, que Manzano había incluido hasta el efecto del paso del tiempo.
Se crió como el mayor de una familia numerosa. Unos hijos fueron educados en Cádiz y otros en Jerez. Su padre era un empresario muy bien relacionado. Su madre no le vio recibir el título de Hijo Predilecto de Cádiz. Su mujer no pudo verle recibir el mayor premio internacional a la arquitectura clásica. Muchas veces lo han tildado de derechas. “¿Yo de derechas? Si me bautizaron en la pila de San Felipe Neri, donde La Pepa. Soy un liberal”. Su padre lo llevó a las iglesias para forjar un hombre piadoso. “Y salió un relativo buen arquitecto”.
Cuentan que su casa, que en la práctica es un museo, se encuentra el mejor comedor de la ciudad. Manzano es un arquitecto del Renacimiento con capacidad para tener una visión global de un edificio, desde los techos al suelo, desde la decoración hasta los jardines. Un fin de raza que en Sevilla se pasea con una bolsa de plástico mientras en su casa le espera la llamada de cualquier grande de la arquitectura mundial, con el abrigo azul con el que pertrecharse cualquier tarde de domingo para acudir a San Buenaventura, donde los frailes nunca se tropiezan al descender del presbiterio.
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