Gentilhombre de la Catedral
Joaquín de la Peña
El historiador Joaquín de la Peña se mueve con gran habilidad en la frontera entre la curia y la Sevilla cofradiera. Sabe de latines y liturgia más que muchos sacerdotes. Con 11 años vivió las sesiones del Sínodo Diocesano en el templo metropolitano.
Sevilla/EN las fronteras no se vive mal, pero se paga el precio de ser independiente. Basta con mantener siempre la calma. Tener bien claro quiénes son los inteligentes, que son siempre aquellos con los que se puede dialogar sin prejuicios y con algo de tiempo por delante. A los cofrades que en Sevilla se llevan bien con el clero se les denomina “hombres de Iglesia”, no sin cierto desdén en la pronunciación. Estos hombres de Iglesia, cuando lo son de verdad, suelen tener criterio, más allá de ejercer de aficionados a la ingeniería de horarios e itinerarios. Hay cofrades que se saben las partes de la misa, el significado de la liturgia, los latines, los cantos, etcétera. Y hay algún cofrade que vivió directamente, aunque fuera de jovencito de la mano de su padre, la gran transformación que supuso el Concilio Vaticano II en la diócesis de Sevilla, donde tuvimos nuestro propio Sínodo para aplicar en clave local las nuevas normas de la Iglesia universal.
Joaquín de la Peña Fernández (Sevilla, 1962) anduvo a sus once años por las naves de la Catedral cuando en 1973 se debatía en diferentes equipos e innumerables sesiones cómo debía ser la Iglesia de Sevilla que ha llegado a nuestros días. Le tocó vivir unos años de mucha actividad juvenil en las parroquias a falta, todavía, de grupos jóvenes en las hermandades. El niño Joaquín se empapó para siempre del Concilio Vaticano II hasta que se convirtió en el experto en liturgia que es hoy. Pocos saben el significado de los gestos, signos y palabras que conducen a Dios, esa suerte de coreografía sacra que se desarrolla en el altar y fuera del altar: cómo se mueve el cura, dónde tienen que estar colocados los acólitos, qué hay que decir y cuándo hay que decirlo, qué significado tiene el color de la ropa del oficiante, por qué se inciensa la mesa de celebración, etcétera. De lo visible, la liturgia, a lo invisible, que es Dios.
Se ha entendido siempre tan fluidamente con los curas, incluso con los más complicados, que los cofrades le han considerado más de la curia que del Consejo de Cofradías, del que llegó a ser secretario. No fue presidente porque quizás le faltó ese pedigrí que en Sevilla otorgan los títulos de médico o abogado.
Fue gran colaborador del Cabildo Catedral para asuntos muy variados: desde la organización de las procesiones del Corpus y la Virgen de los Reyes hasta las exposiciones de alto nivel que cada vez se organizan con más frecuencia en el trascoro, desde arrimar el hombro en la organización de las visitas del Papa (1982 y 1993) hasta la del Congreso Internacional de Hermandades (1999), desde echar un cable en el Pabellón de la Santa Sede en el 92, cuando había que seleccionar con cuidado a los sacerdotes oficiantes de cada domingo, hasta hacerse cargo de los cursillos prematrimoniales de su parroquia de Omnium Sanctorum, pasando por la ayuda fundamental para controlar los enseres de la Catedral que se trasladaron al estadio olímpico en la beatificación de Madre María de la Purísima.
Siempre ha tenido predilección por los cofrades mayores de los que podía aprender. Dos buenos ejemplos fueron Juan Castro y José Sánchez Dubé. Y también hay que decirlo, eran señores que le dejaban hacer, que le permitían desarrollar toda su iniciativa. Fue hombre de confianza del vicario Domínguez Valverde, que le consultaba asuntos delicados antes de recibir ciertas audiencias: “Niño, ponme al día. ¿Qué está pasando en esa cofradía?”.
Estuvo junto a Jesús Pérez Saturnino –el laico más influyente en los 28 años de pontificado del cardenal Amigo– en la compleja celebración posterior a la canonización de Santa Ángela. A Joaquín de la Peña le tocó ir muy cerca de las andas que trasladaron a la Catedral el cuerpo incorrupto de la religiosa. Y no se arrugó ante los agentes de la Policía Nacional que –muy nerviosos por la masa humana– quisieron cambiar algunos criterios sobre la marcha. Siempre tiene mano izquierda. Si a los cofrades se les conoce de verdad el día de salida de la hermandad, este Joaquín muestra siempre temple y serenidad en los momentos de mayor tensión.
Pocos se preocupan de los curas como este cofrade del Amor, la Carretería, Todos los Santos y la Sacramental del Sagrario. Sabe cuándo un sacerdote necesita compañía, cuándo una corrección fraterna, cuándo un quite en un asunto en el que puede resbalar y, por lo mismo, resbalar toda la Iglesia. El problema es cuando algunos sacerdotes se dan cuenta de que Joaquín sabe más de la curia o de liturgia que ellos mismos.
Sevillano culto al que muchos han recurrido para sus discursos, pregones o presentaciones, cosa que jamás revelará. Cliente de Casa Morales o el Bar Gonzalo, ese entorno de la Catedral donde se le puede ver entre turistas con Ángel Gómez Guillén, Luis Rueda, Jesús Pérez Saturnino o Francisco Cuéllar. Pocos han tenido una relación tan fluida y amistosa con Alfonso Jiménez, el arquitecto que ha ejercido de maestro mayor de la Catedral durante décadas. Jiménez, no sin razones, no reconocía capacidad de interlocución a casi ningún cofrade. Sólo se entendía con Joaquín. Una vez más, este De la Peña no parecía un cofrade al uso. Ni era visto como uno más. Siempre estaba en esa frontera.
La vida es...
La vida es ser feligrés entregado a la vida de su parroquia de la calle Feria, mostrar siempre lealtad y servicio al párroco Pedro Juan. La vida es preocuparse de verdad por la formación, por la adquisición de una cultura religiosa muy por encima del nivel medio de los cofrades. Es formar parte del paisaje urbano desde la calle Feria a la Catedral, y desde la Catedral a la calle Feria. Es mirar siempre de reojo hacia todos lados, como si tuviera un retrovisor mientras habla con alguien, como si no se fiara nunca de esa Sevilla profunda que conoce demasiado. La vida es no cerrarse nunca a los cambios: ayer colaboraba con Teresa Laguna en las exposiciones de la Catedral y hoy lo hace con Ana Isabel Gamero. La clave es darle uso a ese trascoro del templo metropolitano tal como siempre quiso el recordado canónigo Francisco Navarro.
Cuando ha querido saber algo de Roma, el quién es quién de la curia vaticana, siempre ha recurrido a Saturnino. Cuando el cofraderío veía a Saturnino como un personaje inaccesible, Joaquín de la Peña se entendía con él la mar de bien. Quizás haber estado en aquel Sínodo –casi con pantalón corto– fue clave para este sevillano convertido en gentilhombre de la Catedral. ¿No tienen los Papas sus gentileshombres? Esos laicos que acompañan a los visitantes ilustres, jefes de Estado y autoridades extranjeras o diplomáticos acreditados ante la Santa Sede, a los que acompañan y asisten en sus visitas al Santo Padre, cuidan de que ninguno se equivoque en el tratamiento al Papa y en otros detalles. Pues eso. Joaquín de la Peña se pasa la vida haciendo de puente, ora entre el Consejo y el Arzobispado, ora entre el párroco y los feligreses, ora entre el Cabildo y una hermandad que prepara una coronación, ora entre el Arzobispado y la Delegación del Gobierno para los preparativos de una beatificación.
Y en ocasiones se toma una cerveza en Morales e invita a otra a Paco Cuéllar. Ha pasado sus achaques de salud, pero ya se sabe que los gentileshombres son como el Hermano Pablo: nunca, nunca se ponen malos. O no lo cuentan . Como los autónomos en España. Vivir en la frontera puede tener algo de soledad, pero mucho de independencia.
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