La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Más allá de la voz de la Laura Gallego
Patrimonio Histórico
Sevilla/Sin duda tienen razón quienes plantean que hay que mirar al futuro, defender las Setas porque ya son visitadas por miles de turistas, considerar que tantos viajeros son una fuente de alegría y de riqueza, celebrar que haya más y más hoteles y, en caso de que haya algunos rancios que se lamenten del cierre de negocios centenarios y tradicionales, recordar que si tanto los apreciaban deberían haber comprado más en ellos. ¡Así se vive mejor y más y tranquilos! Tenemos que mirar siempre de frente como disciplinados nazarenos de ruan. Para atrás nunca, que sólo hay miseria. Pasear hoy por el centro de la ciudad es sencillamente sufrir a poco que se recuerde qué había antes. No, no es que el pasado siempre sea mejor, ni mucho menos, pero hay señales evidentes de la ola de feísmo que nos invade. Quienes promueven estos horrores no los han perpetrado con maldad, argumentará el buenista de guardia. Claro que no. Los han cometido con ignorancia y osadía. ¿Cómo se entiende que haya tamañas agresiones al paisaje urbano en el entorno de la Catedral o en la Plaza del Salvador?
La verdadera pena es que una ciudad que basa su atractivo en el patrimonio histórico-artístico no haya desarrollado una conciencia ciudadana tendente a su conservación, una corriente de opinión que, al margen de leyes y ordenanzas, impida los ataques continuos y descarados que sufren nuestros monumentos, las calles que forman parte del conjunto histórico declarado, el caserío... Hemos tenido que hacer algo rematadamente mal para que no exista esa conciencia más allá de la labor de alguna entidad defensora del patrimonio y cuatro predicadores en el desierto.
No somos ninguna ciudad especial, por mucho que nos sobren pregoneros y poetas, cuando caemos en los mismos errores que una Benidorm que carece de patrimonio de la humanidad y de siglos de historia. No nos debe consolar el ejemplo de Venecia salvo para alertarnos de cuál será el siguiente paso: la entrega definitiva de las llaves de la ciudad a un turismo invasivo, depredador, consumista y que condena a la ciudad a una despersonalización que provoca una suerte de muerte por medio de la vulgarización de sus calles y negocios y de un maltrato de sus monumentos consentido y avalado.
Es un sin sentido que la Avenida de la Constitución, Alemanes y el Salvador no estén directamente blindados. No se trata de ser más o menos rancios, sino de cuidar lo que nos ha sido legado, lo que nos hace diferentes y, por lo tanto, atractivos. Nada más progresista que mimar los monumentos, evitar la chabacanización de los espacios urbanos donde se encuentran, incentivar a los establecimientos tradicionales que sólo se pueden encontrar en Sevilla porque son únicos. La ciudad es grande, enorme e inabarcable. Hay sitio para todos, pero cuidemos el casco histórico que nos distingue. El centro no puede ser una selva de pintadas asquerosas, pavimento churretoso, comercios a la vera de bienes de interés cultural que son más propios del Bronx por su estética y por la exposición desordenada de los artículos a la venta. Ni ranciedumbre, ni elitismo, ni clasismo, ni otras sandeces que se oyen para justificar un proceso de degradación evidente. Una ola de feísmo afecta al salón de la ciudad, una falta de concienciación ciudadana libra a los dirigentes públicos de tener que dar cuentas de hechos lamentables. Las autoridades llevan años beneficiándose de la indolencia de unos ciudadanos que no se lamentan de cuanto pierden porque sencillamente no se puede amar aquello que no se conoce.
No es una perspectiva nostálgica, pues el cuidado del patrimonio garantiza en buena medida el futuro, que Sevilla siga conservando sus señas de identidad, la belleza, el sello, todo aquello que la convierte en singular. Cuidar el patrimonio es cuidar el turismo de calidad y cuidarnos a nosotros mismos. Maltratar la Plaza de España, ocultando con frecuencia su arquitectura, es prostituir un espacio. Suprimir la azulejería con sabor de muchos comercios por rótulos vulgares es un despropósito. Embestir fachadas de monumentos con veladores es agredir un edificio. Presentar proyectos de rehabilitación que en realidad son de transformación es una burda maniobra para abaratar costes y que supone un desprecio a la ciudad. Poco a poco vamos perdiendo, sacrificando nuestros valores en el altar de una economía que garantiza el corto plazo, nos convierte en ordinarios en el medio y nos debilita como destino en el largo.
Tal vez un día vendamos como producto (porque se trata de vender, ¿no?) la presencia de sevillanos en un bar o en una calle en franjas horarias concretas. O mostremos cómo era, por ejemplo, la Casa de los Perfumes en la unión del Salvador con la calle Cuna para que se admire la belleza y elegancia perdidas de su fachada. O la azulejería de la juguetería Cuevas, hoy bar de copas. No se trata de ensalzar una Sevilla en blanco y negro, que tenía sus cochambres, sino simplemente de no destruir, no demoler, no usar la piqueta allí donde no se debe, valorar tantos detalles que atesora todavía una ciudad única. ¿De qué sirve tanto viajar, actividad sobrevalorada, si no nos sirve para cuidar lo que tenemos aquí? Tal vez habría que leer más. El día que se retiró la sillería de caoba del Salón Colón del Ayuntamiento para colocar unos pupitres de Ikea firmamos nuestra particular condena. Pero la nueva es más “cómoda”. Hombre, por Dios. Está tardado el Cabildo Catedral en colocar un ascensor panorámico en la Giralda. ¿No puso Hernán Ruiz un campanario? Las fotos tan chulas que se harían.
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