¡Y queríamos una Sevilla olímpica!
El tenor Josep Carreras no tenía donde cenar en Sevilla tras cantar en la Plaza de España y estar en una ciudad con una fortísima y tradicional dependencia del sector servicios
Sevilla/Cuando Sevilla aspiraba a ser sede de unos Juegos Olímpicos (ay, qué risa María Luisa), recuerdo que la ciudad recibía las visitas de los señores del Comité Olímpico Internacional (COI) que debían establecer eso que tan popular se hizo en nuestras vidas: el corte. Nunca pasamos el corte, por cierto. Nos quedamos con el corte de la barra del helado de postres en los días de fiesta. Y, por supuesto, con el Corte Inglés. Que no es poco. Pues uno de esos señores preguntó no sólo por los hoteles y el transporte, sino por los horarios de la hostelería, puesto que unos Juegos atraen a miles de personas, cada una de ellas procedentes de una latitud del mundo. “Já, ¿le decimos la verdad?”, pensó un baranda del Ayuntamiento de los que trabajaba a las órdenes de Rojas-Marcos, el alcalde que tenía claro que con sólo aspirar a ser ciudad olímpica, Sevilla ya salía ganando. A veces los examinadores venían con discreción, sin avisar, como esos inspectores de las cadenas lujosas de hoteles que juegan a poner a prueba el servicio y, por ejemplo, piden un solomillo de cerdo con brócoli a las cuatro de la madrugada.
Qué miedo que un inspector de esos del COI nos hubiera puesto a prueba entonces, o que cualquier visitante de esos que acude a hoteles de cinco estrellas trate ahora de cenar en Sevilla a las once de la noche. Porque a esa hora puede quedarse una mesa libre por casualidad, pero le exigen que pida ya los platos porque “el cocinero apaga el fuego en quince minutos”. Si usted llega, un poner, a las once y cuarto de la noche a un restaurante y le atienden, le harán un favor en el mejor de los casos. La cocina llevará chapada un rato, le estarán pasando el Fairy a la hornilla, y el camarero se encogerá de hombros para ofrecerle con desgana “algo de chacina”.
Usted recordará todas esas pamplinas de cuarta ciudad de España, lo de los casi 700.000 habitantes, lo de la sede de una Exposición Universal, la teoría de la una economía hiperdependiente del sector servicios... Y blablablá. Pues ni siquiera tenemos una oferta hostelera de gran potencia en cuanto a horarios, más allá de los cuatro establecimientos que cuelgan el cartelito milagroso:“Cocina abierta todo el día”. Aquí quiere usted comer a las cuatro de la tarde porque ha tenido que trabajar, o desea cenar a medianoche porque el bar del último AVE venía atestado, y casi te soplan al oído la dirección del sitio abierto como si fuera un secreto de Estado o un tugurio de mala muerte.
Recordaba todo esto porque el otro día actuaron en la Plaza de España nada menos que el tenor Josep Carreras y la bailaora Sara Baras. Un espectáculo de primera categoría, definido por sus principales protagonistas como “noche mágica”, que acabó cuando tenía que acabar: casi a las doce de la noche. Se trataba de la apertura del festival Icónica en Sevilla. Al término de la función, el tenor preguntó algo lógico y normal:“¿Dónde podemos cenar?”. Y, claro, ocurre en esos casos como pasaba con aquellos aviones que traían al Sevilla y al Betis de los partidos europeos y se encontraban en pleno vuelo con el aeropuerto cerrado... Y debían aterrizar en Málaga.
Menos mal que Pedro Robles, de casta le viene al galgo, estuvo rápido cuando lo requirieron, llamó al negocio de Álvarez Quintero, pidió al personal que aguantara y... todos aguantaron. Mesas para Josep Carreras, sus familiares y algún colaborador directo. Hasta pasadas las tres de la madrugada. Esta es la realidad de una ciudad a la que no sólo faltan infraestructuras que no terminan de recibir la inversión necesaria en los presupuestos públicos, sino que solventa situaciones básicas a base del voluntarismo de algunos empresarios. Al final es la ciudad la que sale ganando o perdiendo en determinadas situaciones.
Ocurre con Josep Carreras, uno de nuestros personajes más internacionales, pero sucede con cientos de clientes anónimos, sevillanos todos, que se ven de nuevo orillados de una hostelería a la que, por fortuna, vuelven con fuerza los turistas. Un empresario del barrio de San Lorenzo, el popular Ramón de la abacería, nos lo confirmaba y comentaba: “Afortunadamente a mi negocio llegan guiris gastronómicos que no suelen venir a por la sangría de tetra brick y la paella congelada. Sigo teniendo tapas... ¡a un euro! Como siempre. Y para rizar el rizo, los domingos hay una tertulia cofrade... Tenemos parroquianos de manzanilla y aceitunas a los que le damos su sitio, porque son los de todos los días. Los de aquí alargan sus comidas, lo cual nos encanta... En fin, que estoy totalmente de acuerdo con tu análisis, porque, como cliente, me afecta mucho toda la realidad de la hostelería sevillana”.
Los bares forman parte de la red de instituciones de una ciudad como Sevilla. Como las cofradías o los clubes de fútbol. Los bares hacen ciudad, dicho sea en una expresión que le encanta a los políticos. Robles hizo ciudad al atender a Carreras, como Ramón hace ciudad cuando cuida al cliente de toda la vida, al parroquiano de la manzanilla y las aceitunas, que es el que nunca le ha fallado en los meses huérfanos de turistas.
Qué lejos vemos ahora la posibilidad siquiera de aspirar a pasar el corte en una hipotética carrera olímpica. Si canta Carreras y baila Baras en la Plaza de España y resulta que no hay sitio para cenar... salvo si Robles le echa el capote no ya al tenor, sino a la ciudad misma. Tal vez simplemente aspiramos a seguir siendo hiperdependientes del sector servicios... pero a la carta. Eso sí. Sin esfuerzos extras.
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