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El poder vertebrador de la cerveza

Sin Cruzcampo no hay paraíso. Por fin sabemos los diez bares de Sevilla que más consumo generan, la ruta de las rubias más frías. La cerveza es el lubricante de las relaciones sociales.

Casa Coronado, fundada en 1935 / José Ángel García

Sevilla/HABÍA un hermano de Juan Guerra que se desvaneció y se vino arriba tras un lingotazo de cerveza. Así lo contaban los semanarios de la derecha mediática de la España de los años ochenta. Hay quien tiene claro que nada, absolutamente nada, es comparable a la sensación que se disfruta con el primer sorbo. El escritor Daniel Ruiz llegó a compararlo con la primera vez que se oye la voz de El Padrino. El segundo sorbo ya no es lo mismo, porque, como el toro al tomar la segunda vara, se acude al encuentro de lo ya conocido.

La cerveza vertebra la ciudad como la religiosidad popular vertebra Andalucía. Sevilla sin Cruzcampo es como el tebeo de Mortadelo y Filemón que recrea un mundo sin café, donde nadie es capaz de trabajar por la mañana. La Cruzcampo es el verdadero lubricante de las relaciones sociales en Sevilla. Lo admiten hasta quienes no la beben o hemos empezado a hacerlo a una edad considerada avanzada, porque en asuntos de cerveza existen también las vocaciones tardías. La cerveza es vaticana cuando es mitad rubia y mitad blanca, como la bandera pontificia. Dicen que es perfecta cuando sólo tiene un dedo de espuma. Si se deja reposar mucho tiempo se convierte en un botecito de orina que hay que llevar a los laboratorios del Virgen del Rocío, por eso hay que beberla con cierta celeridad. Tiene un tiempo limitado de consumo, como las cosas buenas que son necesariamente efímeras porque están concebidas para ser recordadas. No falta el enfoque romántico: ¿tiene usted claro dónde y con quién pidió su primera cerveza de tirador?

Casa Vizcaíno / José Ángel García

Por fin la Cruzcampo ha revelado los diez bares que más tiran cerveza en la ciudad. Aparecen el centro y los barrios. Se recitan por orden alfabético: Arturo, Casa Coronado, Vizcaíno, Un Poquito, la bodeguita del Salvador, la Bolera, Las Columnas, La Flía, la Grande y Los Soportales. Por fin tenemos la ruta de las rubias más cotizadas. En el consumo de la cerveza se percibe la fuerza de los barrios, la pujanza de los grandes núcleos de población alejados de la sombra de los monumentos históricos, el peso de la tradición de algunos establecimientos del centro, y hasta el influjo del turismo de chancla. Y, cómo no, se notan ausencias. ¿Acaso no echan de menos dos templos de la cerveza como El Tremendo, junto a Santa Catalina, o El Jota, en Luis Montoto? Dice que al segundo le afectó la reordenación del tráfico, que dificulta esa parada en el camino para libar la rubia de consumo ordinario, la que se toma en soledad y con trocito de bacalao, y reanudar después la marcha.

El Tremendo es recordado por ilustres sevillanos cuando están en la Piazza Navona de Roma y pagan nueve euros por una birra, ¿verdad maestro Ruesga Bono? “Por este precio me tomo tres en Il Tremendo y me sobra”.

Dos clientes de la bodeguita del Salvador / José Ángel García

La cerveza es diurética, buena para los riñones y cuenta con estudios científicos sobre sus saludables efectos si se toma con moderación. Marida bien con la ensaladilla, sirve para soportar las compañías pesadas, luchar contra el calor los días de Feria o aliviar la espera de una larga cofradía. Hay quien riega la plaza con cerveza antes de tomar vino, hay quien hasta se alimenta con una cerveza sin necesidad de tapa y hay quien necesita pedirlas de dos en dos porque la primera, ya se sabe, entra de oficio.

Sin cerveza no hay paraíso. La beben los canónigos en el entorno de la Catedral, la consumen los descreídos, la comparten los magistrados, los abogados y los condenados en Coronado. En tiempo hasta se anunciaba su consumo para menores servida en tubitos de cristal. Una taberna sin Cruzcampo es como un bar donde no hay ensaladilla, pero te ofrecen el odioso rulo de queso de cabra al eneldo y otras gaitas similares. La cerveza la toma el intelectual y el iletrado, el tonto del diminutivo (“¿Una cervecita en la playita?”), el disfrutón de las horas cotidianas (“Dame un cervezón”) y el del habla cerrada que hay que soportar en ciertas playas de la costa andaluza (“¡Échame una jerveja!”).

Bar Arturo, en Sevilla Este / José Ángel García

Al sevillano le importa muy poco que la Cruzcampo sea tiroteada por sus enemigos de Despeñaperros hacia arriba. La desgracia es que no haya Cruzcampo en el bar escogido cuando ya no da tiempo a una retirada. ¿Algo peor que eso? Que le toque el cambio de barril. Que el vaso sea de plástico. Que el líquido esté calentorro. Que te peguen un codazo y se derrame por el antebrazo. Que te la sirvan en un vaso con restos de carmín. O que el camarero retire el vidrio cuando quedaba ese sorbo final.

Como dijo cierto macareno: “Solo bebo cerveza una vez al año, cuando termino la estación de penitencia”. Debe saberle a gloria pura, a paraíso imaginado, a Edén de terciopelo verde y destellos de oros. La cerveza es para muchos la esperanza de vida.

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