Las manos que hacen la ciudad

La Caja Negra

Hay quienes hacen posible que Sevilla funcione y brille por encima de dirigentes, organigramas, estructuras jerárquicas y druidas que nos marean con soluciones mágicas

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La reparación del pavimento de chinos de la Plaza de la Alianza.
La reparación del pavimento de chinos de la Plaza de la Alianza. / M. G.

Están los altos cargos y magistraturas, los organigramas que remata un CEO, las estructuras jerárquicas, los niveles de responsabilidad, los teóricos de las estrategias, los druidas, los gurús, los consultores y toda una ristra de puestos para que una nación, una comunidad autonómica, una ciudad o una empresa funcionen correctamente. Pero se habla poco de las manos que al final hacen posible que en la práctica se cumpla el objetivo. Claro que necesitamos políticos y que no podemos vivir sin la política bien entendida. Ya nos gustaría muchas veces poder prescindir de los barandas. Pero las manos son la clave para hacer la ciudad, amasar el pan de cada día, limpiar las calles, arrancar los autobuses, abrir los colegios, regar los parterres, expedir los documentos en el mostrador, prescribir y despachar los fármacos, extender la lona de la caseta o clavar uno a uno los lirios del monte del paso, sacar del interior los veladores apilados, revisar las cornisas de la Catedral, disponer las vallas para el corte de tráfico de una calle, cambiar la bombilla fundida de una farola... Sin esas manos no hay ciudad que valga. Pasas bien temprano por la Plaza de la Alianza y hay un señor agachado en silencio que coloca los chinos que faltan en el pavimento con una paciencia y un esmero que ya se quisiera apreciar en todas las parcelas de gestión de la ciudad. Impresiona la diligencia con la que fija las piezas como teselas de un mosaico urbano. Nos atrevemos a afirmar que eealiza su labor con amor en un centro monumental ayuno de turistas consumistas a esa hora de la mañana. Solo tiene la compañía fugaz de algún solitario viandante y del Cristo de las Misericordias del hermoso azulejo que preside la plaza. Ocurre algo similar cuando un barrendero dedica tiempo y esfuerzo a recoger manualmente los residuos de una papelera desbordada. El funcionamiento de una ciudad es una suma de miles de acciones donde la infantería municipal tiene un papel decisivo tantas veces sin cantores ni exaltadores. No se aprecia cuánto cuesta reparar el firme de chinos hasta que se comprueba la labor artesanal que exige.

A esa misma hora un operario en lo alto de un andamio trabaja en la fachada de la Catedral que mira hacia el Archivo. La actividad comercial no ha arrancado cuando hay manos imprescindibles que ya están haciendo esa ciudad de la que se presume y que nos sirve de atractivo para mantener la industria de la que vivimos. O con la que sobrevivimos.

Una gran ciudad siempre tiene manos que la cuiden sin mayor recompensa que la del trabajo bien hecho; siempre tiene quienes la mimen, la acicalen y saquen de ella su mejor versión; siempre tiene gente sencilla y sin mayores pretensiones que le dediquen lo más valioso: tiempo y oficio. Una gran ciudad es una tarea colectiva. Podrá estar mejor o peor dirigida, sumar años con dirigentes sin ambiciones ni modelos de futuro; pero las manos tienen en su poder que funcione, que brille, que su eficacia sea duradera y que esté a punto para cada amanecida o para cada fecha especial.

Sales una mañana temprano y compruebas que la vida cotidiana está marcada por muchísimas personas que hacen posible que la minúscula parcela preferida de tu mundo tal vez no sea perfecta, pero sí más amable y hermosa.

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