Los duendes de la Feria de Sevilla están de luto
La Caja Negra
Se muere una Sevilla con la desaparición de Rafael Carretero, que puso orden en una Feria que se escapó del control municipal en 1979
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La tarde que se murió el ingeniero Jacinto Pellón se resintió el imaginario colectivo de la ciudad. Pellón era la Expo. Cuando falleció el cardenal Amigo se cerró una larga etapa de la Iglesia. Y el viernes se nos fue Rafael Carretero Moragas, el hombre de la Feria. Hay una ciudad que se muere cuando lo hacen determinados personajes. Las manos de Carretero son las que mejor han cuidado, mimado y querido a esa dama revestida de lonas y farolillos que engatusa, enamora y atrae a tantos sevillanos y visitantes. Carretero era la Feria. También muchas cosas más y muy importantes, pero sin duda era la Feria. La garantía de las cosas bien hechas, la seguridad de una rápida reacción en caso de incidentes y, sobre todo, la discreción. Con la muerte de Carretero se nos muere un poco la ciudad en la que nos ha tocado vivir. Los duendes de los que tanto hablaba, esos hacedores mágicos que levantan cada año el real, deben estar de luto, como los farolillos de la calle Joselito el Gallo en el tramo más próximo a la Calle del Infierno, que era el de su caseta. Con Carretero se ha ido para siempre una forma de concebir el servicio permanente a la ciudad, ya fuera para arreglar asuntos de trastienda que nunca se ven de la Feria o de otras fiestas, o para levantar junto a Rafael Manzano y Luis Becerra el precioso altar donde Juan Pablo II beatificó a Sor Ángela en 1982. Fue decorado con patrimonio de la Catedral (¡Qué acierto el empleo de las imágenes de plata de San Isidoro y San Leandro!) trasladado especialmente para la ocasión. Nunca se ha visto un altar como aquel en las ceremonias masivas que presiden los papas fuera de Roma, pues normalmente son minimalistas y funcionales.
Y no sólo fue el brazo ejecutor de aquel altar inolvidable. Las parcelas debían organizar la presencia nada menos que de 300.000 personas. El diseño era el de un gran abanico en semicírculo con radiales que eran las calles que debían garantizar la seguridad y facilitar un posible paseo del papamóvil que no fue ni mucho menos tan largo como se esperaba. El papa recorrió la calle central a su llegada, pero se marchó directamente del recinto al término de la ceremonia por orden repentina del jefe de seguridad. El atentado de la Plaza de San Pedro estaba reciente y no se quiso correr el más mínimo riesgo. Una de las anécdotas se produjo la noche previa. A las dos de la madrugada se dio cuenta de un olvido: los urinarios para minusválidos. Telefoneó al responsable de la empresa Remsa, Antonio Álvarez, y le pidió unos retretes especiales que llegaron a las siete y media de la mañana. Cada parcela contó con urinarios, un punto de venta de recuerdos y el de reparto de la sagrada comunión. Como siempre, arreglando las trastiendas de los granes actos de la ciudad.
Pero su gran obra fue la Feria. La edición de 1979 fue un desastre. Abundaron los puestos de lechuga y la experiencia de abrir al público la Caseta Municipal resultó un desastre en un contexto en el que el concepto de igualdad que trajo la democracia no fue bien digerido. El alcalde andalucista Luis Uruñuela asumió el problema y encontró la solución. El jefe de Bomberos era un jovencísimo Rafael. Pasó entonces a serlo del área técnica de Fiestas Mayores. Recibió plenos poderes. La Feria que ha llegado a nuestros días es una combinación de la estética de Gustavo Bacarisas con la logística de este hombre que siempre recordaremos corpulento, orondo y con una barba inconfundible. Te echaba la mano por el hombro para comentarte cualquier novedad: "Hermano, te voy a decir una cosita en la que me tienes que echar un cable". Y nadie le podía decir que no, porque Carretero estaba siempre atento a las urgencias y requerimientos de sus amigos. Acaso solo desaparecía los días que se tomaba de descanso tras rematar la Feria, incluido el lunes posterior a la Fiesta en que él mismo elaboraba y servía un arroz ya en la intimidad de la Caseta Municipal para los trabajadores municipales. Carretero no es que fuera jefe de ninguna sección, área o servicio. Carretero siempre hizo de Carretero , el funcionario atípico, enamorado de su trabajo, que echaba más horas que un mulo arrendado, el del despacho con la luz encendida a deshoras.
Parecía más el ejecutivo de una empresa privada que el funcionario consagrado a ordenar expedientes, de los que dedica media mañana al desayuno y la otra media a llevar los papeles al despacho del político para que los firme. Carretero llegó al puesto y se inventó la línea Maginot de la Feria: la calle Costillares. Colocó una hilera de nuevas casetas como separación entre la ciudad de las lonas y las atracciones. Los empresarios de las atracciones se opusieron al considerar que esta nueva calle impediría el acceso del público a los cacharritos. Boicotearon la Feria con su ausencia. Las depauperadas arcas municipales dejaron de recibir pingües beneficios ese año. Carretero convenció a Uruñuela de que había que aguantar las presiones. Y el Ayuntamiento aguantó. Al año siguiente hubo Calle del Infierno.
También se inventó la adjudicación por lotes de las parcelas de las atracciones para impedir que los empresarios se pusieran de acuerdo para pujar a la baja en la subasta. Y comenzó a dignificar la portada con sus diseños propios inspirados en monumentos de la ciudad. Organizó la carga y descarga y estudió siempre el producto idóneo para evitar que el albero se levantara para alivio de las gargantas de los feriantes. Optó por vallar el real durante el año por razones de seguridad. Y vigilaba las potencias de luz contratadas por caseteros e industriales en evitación de sobrecargas.
Carretero bailó mucho por sevillanas porque siempre ejerció de feriante sin dejar de trabajar. Los días de Feria casi residía en el real. Y disfrutó muchísimo en su caseta de la calle Joselito El Gallo, El Patio de los Duendes, una caseta de tronío que siempre generó muchas leyendas sobre supuestas prestaciones que otras no tenían. Todo falso, como de costumbre. Lo que sí tenía la caseta de Carretero era un diseño de gran loft idóneo para el baile y una suerte de reservado con ventana directa a la cocina, una estancia donde cerraba la puerta y descansaba durante un rato, ese lugar donde el delegado de Fiestas Mayores de turno no lo encontraba. Porque Carretero sobrevivió a muchos delegados. Adolfo Lama, por ejemplo, lo llamaba por teléfono a su despacho por las tardes para comprobar que estaba en el tajo. Quizás con quien mejor se entendió fue con Jaime Bretón, entonces el niño Bretón y hoy comisionado del Polígono Sur.
En una ocasión, siendo alcalde Alejandro Rojas-Marcos, una huelga de empleados de limpieza perfumaba la Feria como nunca. Varios socios de casetas, hartos del conflicto, dejaron las bolsas de basura a las puertas de la Caseta Municipal. Carretero preparó una alternativa. La empresa Martín Casillas recogería los residuos con escolta policial. Pero Rojas-Marcos, que siempre se venía arriba en situaciones límite, terminó cediendo a las presiones.
La Feria que ha llegado a nuestros días es una gran obra perfeccionada por Carretero, el feriante que lucía de traje, sin corbata, con el cuello cerrado, un clavel en la solapa y el sombrero de ala ancha. Y, cómo no, María Luisa del brazo. La manzanilla, siempre tomada en tragos muy cortos. La mejor compañía, sus cuatro hijos y algunos grandes amigos como el también recordado Enrique Fernández Asensio. Carretero ha sido quizás el último gran personaje de la Feria, de una Feria exenta de glamour, donde ya no hay reinas, ni actrices, ni el recordado Pepe El escocés. Cuando dos guiris contemplaban cómo comían jamón los sevillanos, Carretero les solía ofrecer el plato. "Este gesto nunca lo olvidarán, hay que procurar que se lleven una imagen positiva de la ciudad. Hermano, la mejor campaña de imagen de la ciudad es la que podemos hacer siempre los sevillanos". Eran los años anteriores al boom del turismo, claro.
La última vez que hablamos me contó un hermoso detalle. Su padre, Rafael Carretero Flores, era el jefe de protocolo del Ayuntamiento de Sevilla cuando se produjo la primera visita de Juan Pablo II aquel ya referido 5 de noviembre de 1982. De su padre era la pluma con la que el Santo Padre firmó en el libro de honor de la ciudad, en el escenario instalado en el Prado de San Sebastián donde la Corporación municipal recibió al jefe de Estado del Vaticano. Juan Pablo II empleó la pluma, la bendijo y se la devolvió a Carretero Flores, quien con el paso del tiempo se la regaló a su hijo, que la ha conservado como un auténtico tesoro. Hoy, por cierto, sería casi imposible que un funcionario municipal pudiera llegar a los 55 años en activo, pues su vinculación con el Ayuntamiento comenzó en 1969. Carretero lo logró. Eran otros tiempos, otros personajes fines de raza.
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