El lenguaje evoluciona, los hábitos y usos cambian y mudamos de piel sin darnos cuenta. Nada es estático. Solo hay que observar con paciencia para apreciar que introducimos modismos, formas y valoraciones inimaginables unos años antes. Sevilla tendrá un “color especial”, pero es influenciable como tantas urbes, pese a tener ritos y formas en principio muy arraigados. Veamos algunos ejemplos.
- Llamar Seo a la Catedral. Hay que estudiar la perra que le han dado a algunos por referirse al templo metropolitano como si fuera el Pilar de Zaragoza. Seo para arriba, Seo para abajo. De pronto la Catedral no es la Magna Hispalensis, sino la Seo. ¡Marchando un cachirulo para cada sevillano! Los buenistas de guardia dirán que la Academia (nos referimos por supuesto a la de la Lengua, no a los ridículos chiringuitos que son la mayoría de las academias de Sevilla, inventadas para que algunos figuren un rato o amorticen el frac) permite llamar Seo a una catedral. Toma, claro. Y hay que decir pescado y no pescaíto. Cada cual puede decir cuanto quiera. Y también cada cuál analizar el grado de influencia de expresiones que nunca han sido propias de la ciudad y que de pronto irrumpen para quedarse. Un día no tan lejano llamaron “colegial” al Salvador, “la roja” a la selección española y “churros” a los calentitos. Mucho peor que lo de la Seo es lo del CEO. Cualquiera se da de alta en una red social y se presenta como el CEO de una entidad de pitiminí. En breve no se hablará del hermano mayor de una cofradía, sino del CEO que preside la junta de gobierno.
- Decir Palacio de las Dueñas en vez de Casa de las Dueñas. Los madrileños nos han ganado la partida. En Sevilla siempre hubo casas (Casa de las Dueñas, Casa de Pilatos, Casa de Osuna).De hecho aún hay quien telefonea al fijo de una empresa y se responde que Fulanito “está en la casa”, pero no se encuentra ahora mismo en su puesto de trabajo. Palacio, lo que se dice palacio en Sevilla, ha sido siempre el arzobispal. O, como le gustaba decir al cardenal Amigo, el Palacio Episcopal.
- Servir una tapa con la cerveza sin necesidad de pedir condumio. Aquí jamás han puesto torreznos, chorizo, patatas fritas o cortezas, junto a una recién tirada cruzcampo. Todo lo más, una concha de altramuces o cuatro aceitunas a modo de escoltas. La tapa se ha pedido y cobrado aparte. Pero cada vez más se impone ese hábito más propio de otras provincias, sobre todo de Despeñaperros para arriba. La tapa-escolta entra con tanta fuerza como el Aperol Spritz. Sevilla no es ajena al mundo globalizado, ni sobre todo a un país al que llegarán más de 80 millones de viajeros este año que traen sus costumbres.
- Hablar bien de un pregón de Semana Santa al día siguiente de haber sido pronunciado. Todo el que lo haga está dando ojana descaradamente. El pregón se muere al día siguiente. Pasa al limbo. Solo un friki sigue con la barrila a partir del día posterior. Hay que sospechar de quien lo haga. Algo busca... Hay que arquear la ceja y desconfiar al modo hispalense.
- El patinete. Un sevillano de toda la vida no gasta patinete. Alguno hay que lo usa para acudir a las Gerencia de Urbanismo para cumplimentar algún trámite. Bici aparte, el sevillano es muy de la Vespa cuando hay que moverse por la ciudad. Y después recorre las calles con el casco colgado del antebrazo como si fuera el canasto del celador de una cofradía. El casco es considerado un símbolo de estatus como en los tiempos en que los arquitectos colocaban el casco de obra en la bandeja de la luna trasera del coche de alta gama. ¿Pero el patinete? De momento sigue siendo cosa de turistas que lo alquilan por días.
- Aplaudir una saeta. ¡Qué horror! El aplauso se ha extendido como vía de la sacrosanta participación. ¿Acaso no se puede participar en silencio? Nunca se han aplaudido las saetas, oraciones cantadas, no se olvide. Los aplausos, para los tablaos de flamenco. Qué bonito es el silencio y qué expresivo. Cada vez es más difícil encontrar un silencio verdadero en la sociedad del ruido y el estruendo.
- Hablar bien del alcalde al que se ha votado. El sevillano vota al alcalde, le pide favores y hasta se hace una foto para presumir de complicidad, pero lo despelleja en las tertulias y procura guardar una distancia ante terceros. Distinto es que en esta sociedad de bloques ya hay ciudadanos que puerilmente se ponen la camiseta de un partido o de otro. Y hacen suya la defensa de un alcalde con tal de chinchar a un interlocutor. Absurdo, pero real. Aquí es difícil encontrar alguien con visión global de la ciudad y que distinga matices. Pero hablar bien del alcalde, lo que se dice hablar bien, nunca ha sido propio del sevillano. Acaso cuando ya han pasado varios años desde que el alcalde ha abandonado el cargo. Entonces viene una suerte de perdón. Ojo porque algo similar ocurre también con los arzobispos.
- Visitar el Museo de Bellas Artes o el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. ¡Es tela de difícil encontrarse a un sevillano que no sea Pepe Cobo de visita al CAAC de la Cartuja! Habría que salir a la calle y preguntarle a los vecinos si conocen ese lugar. Pero es que ocurre tres cuartos de lo mismo con la pinacoteca por excelencia. Por desgracia no es propio del sevillano visitar sus museos. El Bellas Artes es ese sitio “al que en el colegio me llevaron un día”. Toma, claro. Y hay muchos cuadros de angelitos de un tal Murillo y unos patios muy fresquitos. El sevillano abandona sus museos en favor de los turistas como si fuera la segunda parte de la Feria. El Museo es una cofradía que se recoge muy tarde. Y la Cartuja es un sitio con chimeneas muy originales donde un día se celebró la Expo. ¡Ah! Y donde hay un estadio del que es muy difícil regresar tras el partido o evento al que se haya asistido. Un suplicio.
- Referirse al arzobispo como “pastor”. En Sevilla siempre ha sido costumbre hablar del “arzobispo” o del “cardenal”. Y, sobre todo, preguntarle a los prelados cuándo van a ser cardenales para someterlos a presión. ¿Pero de cuándo la bucólica referencia al “pastor”? Pues desde que los cofrades son suavones, tragan con todo y perdieron la capacidad de discrepar desde la fidelidad y el respeto. Los pastores han sido y son para el campo, que da gloria ver sus labores (y la del perro, ¡guau!)cuando te cruzas con un rebaño de ovejas en la carretera. Aquí siempre éramos fieles, que no ovejas. Ytenemos al “señor arzobispo” o al “señor cardenal”. Lo del pastor es a Sevilla como los negocios de kebab a la hostelería. Una contaminación. ¡Viva la libertad! Claro que sí. Que cada cuál diga lo que quiera, pero que también siempre nos demos cuenta de la evolución de las cosas. Porque así nos conoceremos mejor como sociedad.
- Visitar una cofradía el día de la salida y desearle a la junta de gobierno una “feliz estación de penitencia”. O un deseo aún más estúpido: “¡Que disfrutéis!”. La cultura del disfrute es como la plaga del picudo rojo que agrede a las palmeras de la avenida del mismo nombre más que el PGOU a sus chalés. Ya no se vive nada, se disfruta. No se experimenta ni se participa ni se comparte. Se disfruta. Por narices. Se desea un disfrute absurdo y una felicidad innecesaria en cosas que no están concebidas para nada de eso. “¡Feliz cuaresma!” Oiga, ¿de cuándo tiene que ser feliz la cuaresma? ¿Y la penitencia hay que disfrutarla?