La Caja Negra
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Sevilla/Decía el catedrático Francisco Márquez Villanueva (Sevilla, 1931-Boston, 2013) una frase demoledora en su despacho en la Universidad de Harvard: "Nací en una casa de la calle Oriente que ya no existe". Recordaba la confesión del profesor al rememorar la cantidad de edificios y negocios que, igualmente, ya no existen en la ciudad por un motivo u otro: la muerte de los titulares o propietarios, la ley de la renta antigua, la especulación para convertir edificios y casas en apartamentos turísticos, etcétera. No se trata de pesimismo ni de nostalgia, dos sentimientos que serían muy respetables, sino de un mero ejercicio de observación. Y, por consiguiente, de análisis sobre una realidad palmaria. ¿Hemos ido a mejor? Es habitual que todos al cumplir años idealicemos el pasado y, en el fondo, nos quejemos al no reconocernos hoy en la ciudad en la que crecimos. Y quien dice la ciudad, también se refiere a sus fiestas y, por supuesto, a sus comercios, bares, ambientes diversos, etcétera. Hay suficientes pruebas de que ciertas evoluciones han sido claramente a peor. No podemos poner una hoja de reclamaciones en el Ayuntamiento, pero sí alzar la voz para denunciar que no es positivo que tengamos una calle Tetuán invadida por franquicias, ni que los comerciantes sevillanos se hayan retirado de las principales arterias urbanas para dejar un elenco de negocios que son lo mismo en Sevilla que en Zaragoza, Barcelona, Milán o Burdeos.
No es positivo que midamos el éxito por las cifras de turistas, una práctica en la que ha incurrido ya hasta el Cabildo Catedral desde sus cuentas oficiales en las redes. No es positivo que donde antes había un bar con sello propio, sede de la Casa de Soria en Sevilla, por poner un ejemplo concreto, se hayan abierto apartamentos turísticos a tutiplén en una oleada que no tiene fin. Estamos sacrificando todo, absolutamente todo, en el altar del sector terciario.
Sevilla es una ciudad con más infraestructuras, más servicios, más preparada en muchos aspectos, más moderna y más abierta al mundo desde la re-instauración de la democracia y, sobre todo, desde la celebración de la Exposición Universal. No podemos dudarlo en ningún momento. Basta evocar la fealdad de la Sevilla de los años 80, con el muro de Torneo, la A-49 más propia para el transporte de ganado que para los turismos, una A-92 inexistente, una ciudad sin un gran palacio de congresos ni un gran aeropuerto, una Catedral ennegrecida sin una visita cultural organizada, los carteles de la campaña Metro, un túnel sin salida; la Semana Santa organizada con lápiz y papel, las obras de la Muestra Universal a velocidad de la tortuga, el tren cruzando todavía el casco urbano a la espera de Santa Justa y una pátina provinciana que, aunque pudiera tener su encanto en otros detalles, suponía un lastre. Acaso eran más hermosos los taxis con el elegante negro con la franja amarilla, dicho sea como pincelada anecdótica. Ahora estamos mejor en muchos aspectos, pero hemos perdido valores muy hermosos. Insistiremos en un buen ejemplo: la perfumería inglesa de la calle Cuna, a la misma vera de la Plaza del Salvador, es hoy un comercio de bocadillos y bebidas cargado de pintadas, carteles estruendosos y unas mesas y sillas que invaden los espacios próximos por mucho que el Ayuntamiento haya intervenido en varias ocasiones, que lo ha hecho. La Casa de Soria y la perfumería elegante que perdimos son dos muestras de la degradación que sufrimos.
Una ciudad con tanta historia, patrimonio, tradición y capacidad de reinventarse sin perder su sello no ha tenido nunca gobernantes a la medida de sus potencialidades, salvo un presidente del Gobierno como Felipe González que no tuvo complejo alguno. Por eso dicen que ha sido el mejor alcalde y por eso ahora parece que con buen criterio le quieren poner una calle en condiciones más allá de la biblioteca.
La ciudad se degrada en nuestras narices. No nos damos cuenta, o preferimos refugiarnos en el burladero del estatismo. Todos en silencio, más allá de Adepa, un par de colectivos que merecerían mucho más eco y alguna cuenta particular con buen criterio a la hora de denunciar cómo caen negocios, casas, hábitos y usos, etcétera. No se trata del odio al turista, se trata de cuidar la ciudad. Sevilla ha sido reinventada por dos grandes del siglo XX: el arquitecto Aníbal González y el escritor Antonio Burgos. Gusten más o menos el uno y el otro, hoy evaluamos la ciudad en buena medida por el modelo que cada uno creó desde su parcela profesional. Jamás tendrá Jürgen Mayer, el diseñador de la setas, la capacidad de haber planteado un modelo de urbe que los cuenta por siglos con independencia de una construcción a la que acude masivamente un turismo consumista y novelero que busca el selfie antes que el conocimiento riguroso de la ciudad que visita. De otra forma no se entiende, por ejemplo, que haya quien considere que Venecia se ve en una tarde. ¿Y qué decimos de los que se pierden la visita a la Venecia nocturna, verdad Ricardo Suárez? ¿Y los que ignoran el patrimonio histórico-artístico que atesora la ciudad, digna de ser conocida con independencia de los canales? Escrito está que nunca se debe esperar nada bueno de la masificación, rebautizada interesadamente por el buenismo como democratización. El turismo es un fenómeno de masas con todos los efectos negativos que conlleva esa característica esencial. Los que manejan el negocio no quieren más que cifras elevadas de viajeros, hacer caja y sacar rédito de la cultura del turismo de gymkana.
Sevilla no solo hay una, hay varias, pero hay modelos de ciudad que indudablemente pesan más que otros. La historia no se repite, es la misma. Por eso de alguna forma hoy seguimos perdiendo el palacio de los Sánchez-Dalp, los pabellones del 29, los suntuosos cafés y los hoteles con sello propio en favor de una arquitectura que no es precisamente de Aníbal González. ¿Por qué? Porque el sistema de franquicias es el mismo en decenas de ciudades del mundo por efecto (perverso y desubicador) de la globalización. Porque es más barato derribar y construir de nuevo que mantener y salvaguardar valores dignos de respeto. Y no sólo nos referimos a la arquitectura del Parque de María Luisa. ¿Hubiera merecido la pena mantener la cafetería 2004 del Hotel Portaceli, hoy de la cadena Hesperia? Tenía un diseño futurista único en la ciudad. Se perdió en favor de un negocio de los que hay decenas, de alegre decoración y con una legión de camareros con pinganillo. Más de lo mismo cuando aquella cafetería tenía su sabor propio. La ciudad ha mejorado en infraestructuras en cuarenta años al mismo tiempo que se ha degradado porque ha perdido valores propios. Hoy somos como Márquez Villanueva. Paseamos por Sevilla y no existen los sitios en los que un día compartimos horas felices. Somos más vulgares porque somos más parecidos a una ciudad cualquiera. Somos más básicos, más del montón, menos distinguibles. No es pesimismo, es realismo.
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