La chabacanización de Sierpes
Las franquicias tienen copada una calle que cada vez está más enfocada al turismo masivo. Los comercios tradicionales no son ya ni un tercio del total.
Sevilla/Sierpes es Santa Cruz sin trama urbana de judería, sin grupos de turistas que siguen como un rebaño al pastor que alza el paraguas o el palo con la camiseta anudada. Santa Cruz es Sierpes sin los oasis de Papelería Ferrer, Foronda, El Cronómetro o la confitería de la Campana. La despersonalización de las calles es uno de los males de la globalización que, como todo mal, siempre puede empeorar. Sí, lo peor está por llegar. La fase posterior es la chabacanización que, en la práctica, consiste en la proliferación de tenderetes de camisetas, la venta de recuerdos con invasión del espacio público, los rótulos estridentes y los reclamos de diverso tipo (como los muñecos en los balcones) y de muy dudoso gusto. Hace años que no queda nada de la Sierpes de las tertulias que dieron un sello particular a la calle. ¿Cómo hemos llegado a una Sierpes que tan poco se parece a Sierpes?
Cerraron, precisamente, los negocios que hacían las veces de alfa y omega de la calle:el bar Laredo y la zapatería de Pilar Burgos, en la esquina con la Plaza de San Francisco y la Campana, respectivamente. La suerte que corrieron los dos locales fue dispar. La apuesta de la firma sevillana Robles por el primero fue clave para que el célebre local no cayera en manos de una franquicia de la comida rápida. El Ayuntamiento endureció las condiciones económicas del alquiler al cabo de los diez años, pero la firma Robles elevó la oferta y mantiene el control de un local con vistas privilegiadas.
Las propias franquicias, que tienen invadida la calle, muchas veces tienen una vida muy corta, lo que demuestra que no son la fórmula mágica que garantiza el éxito, ya que también se ven afectadas por unas nuevas formas de comercio basadas en las nuevas tecnologías. Ni siquiera tienen una vida larga aquellas que ofrecen productos de consumo rápido, como el comercio de donuts que abrió en el local de la antigua zapatería de Pilar Burgos, en la esquina privilegiada de Sierpes con la Plaza de la Campana. Hoy permanece sin actividad, pues las franquicias hacen apuestas caras al escoger locales de muy buena ubicación, pero al primer revés en las cuentas abandonan la empresa. Si no obtienen resultados positivos con celeridad, echan el cierre.
El fin de los alquileres de renta antigua supuso que los negocios de toda la vida, los que hacían única la identidad de esta calle, terminaran por marcharse.
Una segunda causa de la despersonalización de la calle está en que las nuevas generaciones no continúan con la actividad comercial en muchos casos. Recientemente cerró Martian, un comercio de cerámica muy selecta que casi cumplió 50 años de apertura al público. Ahora, en este local, se venden camisetas de diseño. Ya nunca se expondrán en sus escaparates los carteles oficiales del Consejo de Cofradías o de las tertulias más reconocidas. En su día cerraron comercios de muy buen gusto como Ignacio Pérez, del que se conserva la preciosa fachada en madera, o la joyería Ruiz, otro local de exquisito diseño, que cerró en 2015 tras casi 65 años de apertura. Las franquicias han tomado los mejores locales y son ya mayoría con claridad sobre el comercio local, que está obligado a actualizarse y a competir en condiciones muy distintas a las del contexto original. Otro comercio que quedó al borde de los 50 años fue la Joyería Muñoz, en la esquina con Rioja, que vendía diseños exclusivos y, en muchos casos, sobre motivos de artesanía local.
El auge de las ventas por internet ha puesto en jaque a todo el comercio. Hay comerciantes de Sierpes que cuestionan seriamente la pervivencia del modelo de tienda tradicional, la denominada venta presencial que se desarrolla en un local de fácil acceso para el público con uno o más dependientes. “Los locales se van a reconvertir para otro tipo de actividades más relacionados con el sector servicios, sociales y nuevos usos que no puedan desarrollarse a través de internet”.
El caso de la Avenida
Las tardes enteras marcadas por la ausencia de público son cada vez más habituales, como los comercios donde no hay personal que sepa idiomas, un recurso fundamental de cara a una clientela dominada por un turismo de masas que condiciona cada vez más la vida cotidiana en el casco antiguo.
Hay quien ha invertido en la calle y prefiere ser optimista. “Sierpes se ha europeizado”. Es una forma de encubrir la despersonalización. De hecho, se puede afirmar que la Avenida de la Constitución también se habría europeizado, que es lo mismo que admitir que se trata de una arteria urbana que, sacada de contexto, lo mismo puede ser de Sevilla, Madrid, París o Roma. El caso es que ni un tercio de los comercios de Sierpes son ya firmas locales, a lo que hay que sumar que uno de los grandes clásicos de la calle, la confitería Ochoa fundada en 1910, perdió el sello característico de su decoración de toda la vida por un incendio declarado en 2002 que dejó el negocio calcinado al completo. “En esta calle está ya todo, absolutamente todo, orientado al turista”. Se salvaría el Real Círculo de Labradores, con entrada por Pedro Caravaca, y poco más. “Entre el 60 y el 70 por ciento de los clientes son visitantes nacionales o extranjeros”, admite Pedro Robles, que dirige el Robles Laredo y La Bodeguita de Sierpes.
Sierpes cada día guarda más parecido con los alrededores de la Catedral, convertidos en una covacha donde se mezclan los rótulos estridentes, los reclamos a pie de calle, el olor a comida de elaboración rápida y la invasión de las aceras por la terraza de veladores. El Ayuntamiento ha emprendido una campaña para reducir la contaminación visual de los negocios de la Avenida con cierta resistencia en algunos negocios, lo que obligó a una intervención subsidiaria. La cruzada contra rótulos y toldos estridentes dio su resultado.
El paisaje, efectivamente, se ha limpiado, pero la labor verdaderamente necesaria es la de evitar la despersonalización del comercio. O, lo que es lo mismo, tratar de que el centro de la ciudad no pierda su sello, su alma, los valores que lo hacen único. El alcalde, Juan Espadas, prometió cuando estaba en la oposición una serie de medidas en favor del comercio tradicional.
En mayo llegaremos al final del mandato con un evidente esfuerzo por reordenar el espacio público (incluida la aplicación taxativa contra los veladores en el caso de la confitería La Campana) y limpiar algunas zonas de luces y reclamos chirriantes, pero la gran asignatura pendiente sigue siendo que la ciudad cuide los negocios de toda la vida, no sucumba a los efectos de la invasión de un turismo masivo a la búsqueda de consumir sin criterio definido.
La ciudad de los últimos diez ha demostrado capacidad sobrada para acoger la cumbre mundial del turismo, los premios Goya, las finales de grandes torneos deportivos, estrenar un nuevo formato de Feria, convertir la Semana Santa en una fiesta videovigilada, hacer de la Navidad una fuente de atracción de visitantes, cerrar al tráfico calles principales del centro y de Los Remedios, disparar el número de vuelos internacionales que salen de San Pablo, multiplicar el número de hoteles de cuatro y cinco estrellas, pero no ha encontrado la fórmula de blindar los negocios genuinamente locales, más allá de confiar esta tarea al voluntarismo de sus titulares.
Sevilla pierde a chorros sus comercios como ha perdido la mayoría del caserío de los siglos XVII y XVIII. No se puede querer aquello que no se conoce. Ya miles de sevillanos les suena ya a música celestial el ambiente de las tertulias de Sierpes, la decoración elegante de los salones antiguos de Ochoa –con el grifo de agua a disposición directa del público– o a la exquisita selección de objetos de decoración de Ignacio Pérez.
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