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Sevilla/POR tener más hoteles de cinco estrellas no nos cruzaremos con más turistas distinguidos por las calles. Ni con más famosos. Ni mejor vestidos. No volverán las sastrerías a cortar elegantes trajes de verano. Tururú. Ni se reducirá el número de pantalones piratas por el entorno de la Catedral o del Alcázar. Ni en la cafetería del Alfonso XIII se encontrará uno con la alta sociedad de... ¿dónde? El mal gusto es transversal, que se diría hoy, y no entiende de estrellas.
El centro de Sevilla es un gran tenderete, una gran azotea de barriada donde se ven calzoncillos, bragas, sujetadores, bañadores y otras prendas. Dicen que los huéspedes de apartamentos turísticos generan problemas de convivencia que se ilustran con la ropa tendida en el balcón de una calle de máxima categoría fiscal. ¿Pero qué me dicen de los usuarios de hoteles de cinco estrellas? Lo mismo se ve un sostén enfrente mismo de la Giralda, que tíos con las pelos de las piernas al aire por el vestíbulo del Alfonso XIII, mientras el director, don Carlo Suffredini, elegante siempre, no sabe hacia dónde mirar.
Todavía queda quien recuerda el caso de la selección de fútbol a la que negaron el alojamiento en un hotel porque estaba prohibido el paseo en ropa deportiva por las zonas comunes. No hace falta mirar los tendederos de los apartamentos turísticos. Al igual que la cultura del fútbol lo invade todo, incluidos los funerales, la cultura de la playa también se extiende a todos los territorios, tengan o no acceso directo al mar. El centro de Sevilla es estos días la plaza principal de Matalascañas pero con Catedral. Todos somos más iguales que nunca, porque todos parecemos turistas. Hay veces que resulta muy difícil distinguir a un turista de un sevillano, a alguien que va a su puesto de trabajo de alguien que vuelve de un sepelio. La capital es una gran playa con monumentos.
Que nadie se engañe con los turistas de cinco estrellas que el Ayuntamiento quiere traer a costa de abrir más hoteles minimalistas, con pocas luces, muy oscuros y con un mobiliario carísimo que no aguanta dos temporadas. Acudirá gente con más poder adquisitivo, no con más gusto. Se pone usted en la puerta de un cinco estrellas y ve más tatuajes que en la playa de Mazagón.
Al menos podríamos empezar por cuidar la propia ciudad. ¿Como? No colocando un soporte fijo de publicidad delante de la Iglesia del Salvador, entre dos preciosos naranjos, junto a la estatua de Martínez Montañés. ¿No había otro sitio, almas mías del Ayuntamiento? El que ha dado el visto bueno a la instalación del mobiliario ha tenido la misma sensibilidad que la que tendió el sujetador, o el que salió con el torso desnudo al balcón al paso de la comitiva de la procesión de impedidos del Sagrario.
Nunca las cinco estrellas cayeron tan bajas, estuvieron menos cotizadas y se valoraron menos. En la fototeca municipal se ven imágenes de los años cincuenta y sesenta con la gente de toda condición mejor vestida que ahora, personas sencillas, humildes, con rostros duros y sufridos porque no hace falta explicar la adversidad contra la que sobrevivía la gran mayoría, pero con sus pantalones largos, camisas y sombreros. Este particular aspecto no deja de llamar la atención en contraste con la realidad de hoy.
En la Hermandad de Torreblanca siempre ruegan a los periódicos que el día de salida de la cofradía se eviten las fotos que no proyecten una imagen favorable del barrio, como las de ropa tendida al paso del Señor. Alguien del Ayuntamiento tendrá que empezar a hacer esa labor. Los turistas son como adolescentes incontrolables. Los directores de hoteles carecen de autoridad. La ciudad es una gran playa tomada por polizones de cinco estrellas.
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