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¿Padece Sevilla el síndrome de la jaranafilia?

La Caja Negra

En las grandes capitales se ha apreciado durante el puente a verdaderas tribus que caminan hacia ninguna parte y hacen cola de espera ante cualquier negocio

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El horror de bodas en puentes festivos

Pesadilla en los restaurantes con estrellas

La Plaza de San Francisco a tope de público este puente festivo de la Inmaculada. / Juan Carlos Vázquez

Sevilla/Nos encanta ponernos en una cola. En cualquier cola. Como seres dirigidos por una mano invisible, guiados por un instinto superior irracional. Es un comportamiento difícil de explicar. Nos gusta la muchedumbre, la multitud, la aglomeración. Nos va la marcha de estar incómodos, pegados a gente que no conocemos, seguir los pasos de quien va simplemente por delante sin que sepamos siquiera cuál es su rumbo. Resulta comprensible guardar la cola en un consultorio médico o en una farmacia. ¿Pero a las puertas de un restaurante, una churrería o una tienda franquiciada de helados, a la intemperie de un frío diciembre? El ser humano nunca deja de sorprender. Tal vez sea el comienzo del declive de la cultura del confort, sustituida por una cuando menos curiosa concepción del sacrificio. Todo por tener una mesa en ese restaurante aunque esperemos más de una hora y comencemos a almorzar con el telediario terminado. Todo por estar donde está "todo el mundo", aunque caminemos a paso de tortuga bajo un cielo de luces laicas de Navidad, junto a gente que deambula empujando carros de niños sin saber qué se hace cuando se acabe la Avenida que todos recorremos como pueblo sin destino porque, entre otras razones, todavía no alcanzamos a saber en qué momento decidimos echarnos a la calle para estar mucho más incómodos que en nuestra casa.

En el 92 quedó inaugurada nuestra afición por las colas. Tenía su explicación: sólo disponíamos de seis meses para visitar unos pabellones absolutamente novedosos e irrepetibles. Hemos mantenido después esa cultura, disparada ya con descaro en la era de la pos-pandemia. Pero no para visitar edificios de una Exposición Universal, sino para hacernos no ya con una mesa, sino con un trozo de barra desde el que lograr la tierra prometida de un camarero que nos atienda. En la Madrugada 2000 quedó cuestionado nuestro saber estar en las denominadas bullas de Semana Santa, esa capacidad de organizarnos (una corriente en un sentido y otra en el opuesto) sin necesidad de que nadie nos guíe. Ahora nos movemos en sentido unidireccional, todos hacia el mismo sitio (muchas veces a ninguna parte) en las mismas horas, y como si existieran vallas, como si cumpliéramos con el itinerario obligado de una supuesta carrera oficial. Somos como el ganado que va por la cañada.

Las calles llenas de público durante el puente festivo. / Juan Carlos Vázquez

Parece evidente que hay una absoluta falta de criterio a la hora de gestionar las horas de ocio, justamente cuando hay más información que nunca sobre lugares para comer, visitar o simplemente pasear. No tiene sentido auto-someterse a la tortura de una espera de casi una hora para comprar churros (los calentitos son otra cosa) que luego hay que comer de pie, apoyando el vaso de chocolate en la tapa de un contenedor. No tiene sentido pagar casi dos euros por un café servido en vaso, sin plato y con la cucharilla dejada directamente encima del mostrador. Y los pagamos. "Es que en el puente no ponemos plato", explica la camarera de una cafetería de la calle Villegas. Pero el precio es el mismo. En el fondo nadie se queja, solo lo hace quien aspira a mantener cierto criterio a la hora de consumir. En Sevilla hay hoteles muy céntricos que no usan manteles en el desayuno. Y lucen las cinco estrellas. Tampoco nadie dice nada. La pérdida del criterio tiene su efecto en el recorte de las prestaciones, la degradación del servicio y el fortalecimiento de una cultura de masas todavía peor que la que vivimos en los años ochenta, cuando se multiplicó definitivamente la participación en los grandes acontecimientos festivos.

Veladores ocupados de bares todavia cerrados

Hay quien como el periodista Daniel Méndez llama jaranafilia a este fenómeno que provoca el afeamiento de las grandes ciudades, más inhóspitas por invadidas en los días festivos. Hay que salir por salir, estar donde dicen todos que están, viajar como sea para poder contarlo, acceder a ese comercio del que todos hablan aunque sea en hora punta, despreciar lugares donde no hay nadie o en los que nadie se ha fijado de momento para hacerse un selfie. Hay establecimientos de renombre, la mar de agradables y que contribuyen a que Sevilla tenga sello propio, caso de las confiterías Ochoa o La Campana, que se convierten en verdaderos gallineros a la hora de la merienda. Es la misma masa que ocupa los veladores de establecimientos que todavía están cerrados o con la persiana a media altura. La gente espera en la calle la llegada de los trabajadores, con las estufas todavía apagadas, pero con el objetivo de defender la 'posición' a toda costa, como se puede ver en muchos bares del Arenal. ¿Acaso no tiene derecho la gente a someterse a las disciplinas que voluntariamente quiera?, se preguntará el buenista de guardia. Naturalmente que sí. Pero se presta también al análisis libre. No es explicable pagar o pasar frío para pasarlo mal o estar incómodo. Algo falla, es un síntoma claro.

Las calles llenas de público durante el puente festivo. / Juan Carlos Vázquez

La jaranafilia es quizás un término demasiado positivo para explicar un fenómeno que en absoluto es motivo de satisfacción. Tenemos un problema cuando se sale de casa de cualquier forma, a cualquier precio y soportando incomodidades palmarias, aunque algunos no lo quieran reconocer. Tenemos un problema cuando se multiplican los carteles que demandan empleados en el sector servicios, precisamente el que sostiene nuestra economía y nuestro tiempo de ocio. Mimetizamos comportamientos de forma masiva. Y eso nunca puede ser bueno, sino la señal de que estamos sencillamente dirigidos a un consumo sin criterio. Hay quienes siempre desconfían de quienes tienen criterio propio, la prueba de la ausencia de docilidad. Antes se enseñaba que solo se salía de casa para almorzar, no digamos viajar, si no era para estar como mínimo igual que en el hogar propio. No puede ser que haya casas peores que la intemperie de una cola de más de una hora de espera para comer en un sitio que no es nada del otro jueves. Que, por cierto, las colas se sufren ya también de lunes a jueves. La jaranafilia no es estacional. La carencia de criterio es transversal.

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