Bernardo Martín, el empresario que se murió en silencio
El caso insólito del presidente de Somersen: falleció hace casi dos años sin una sola referencia pública a su desaparición
Sevilla/HAY muertes tronantes, de grandes y extensos obituarios, de esquelas de varios módulos y llenazo en el funeral de cuerpo presente. Hay muertes de agosto con medio aforo en el templo y obituarios sin firma, muertes que requieren de funerales en septiembre para facilitar la asistencia de los veraneantes.
Hay muertes que exigen asistencia al velatorio y a la misa de los ocho días, como las hay que bastan con una cabezada en el tanatorio mientras el taxi espera al ralentí para devolverte al punto de salida. Hay muertes que se despachan con un mensaje de texto, un pésame enviado por WhatsApp o un tarjetón al estilo antiguo. Y hay muertes que escapan incluso al control de google, muertes que no existen, de las que sólo Dios se entera. Por eso hay muertos que siguen vivos en el reino digital, porque en ningún sitio aparecen como muertos, porque nadie ha ejercido la misericordia de notificar el deceso a los efectos oportunos. Estos muertos siguen virtualmente vivos.
El poeta Manuel Garrido, cuando rondaba los 90 años, pronunció una de las mejores frases leídas sobre la ciudad: “Nadie me llama en Sevilla, creerán que me he muerto”. Los poetas no mienten. Se murió y éramos cuatro en el funeral.
La peor de las muertes, quizás, es la que no tiene ningún eco después de haber tenido una vida... de relumbrón. Es difícil hallar el caso de personajes que se pasan años en los periódicos, pero un buen día se mueren y no tienen quien les escriba. Muertes sin esquelas, sin plañideras en los medios, sin adjetivos pomposos, sin ni siquiera un ramillete de recuerdos indulgentes. Se murió Bernardo Martín Moreno, presidente de Somersen, y el fin de su existencia no pasó del comentario en la barra de bar. En pocas ciudades se sabe enterrar como en Sevilla. En pocas se descorre con tanto disimulo el visillo, se mira quién es el muerto y se vuelve a correr. Han pasado menos de dos años de la muerte de quien lo fue todo en eso que se llama la sociedad civil sevillana, pero hoy hay quienes ni siquiera conocen que el empresario espléndido dejó este mundo. O ya lo daban por muerto, como decía el poeta. O lo daban por vivo, pero estaba en los archivos del olvido.
Martín era el símbolo del éxito de los años del boom inmobiliario. Su rostro era habitual en los periódicos, con esas fotos de catálogo en las que se exhiben los puños de la camisa para lucir los gemelos y el reloj de alta gama. Siempre emperifollado, en perfecto estado de revista, la pura imagen del triunfo. A las filiales del grupo empresarial les puso nombres de personajes de novela o película: Croker, Genko y TCT. Se expandió en las áreas de la asesoría, la construcción, la comercialización, la industria del corcho, etcétera. Eran los años del cuerno de la abundancia, cuando muchos promotores enganchaban en la feria y descorchaban champán francés en las casetas o en el camino del Rocío. Los constructores estaban al alza, eran los nuevos señores, hasta el punto que el alcalde Monteseirín se hizo presentar en Antares por uno: Luis Portillo.
Pronto las cofradías y el Ateneo vieron un filón en el sector del ladrillo, incluso avalados en esta estrategia por un Ayuntamiento que repartía cuantiosas subvenciones entre las hermandades, lo que se conoció como el urbanismo morado. Bernardo Martín fue rey mago de la cabalgata en 2004 y benefactor del Ateneo, lo que le valió la medalla José María Izquierdo. Costeó el manto de la Virgen de la Angustia, de la hermandad de Los Estudiantes. “Yo me hago cargo, yo me hago cargo”, dijo el día que asumió sufragar una preciosa obra que incluye bordados en oro y sedas con bajorrelieves de marfil. Semejante donación, de unos 60 millones de las pesetas de entonces, le reportó una vara en la presidencia de la cofradía.
La ciudad de aquellos años –principios del siglo XXI– pasó del filete empanado al carbónico francés en un vertigionoso plisplás. Los constructores y muchos dirigentes empresariales adquirieron una notoriedad inusitada, en algunos casos impostada y prefabricada. Todo era postizo. Puro humo, fatuidad comprada al peso. Las promociones de chalets se multiplicaban, los ingresos se disparaban, las fundaciones para la responsabilidad social corporativa afloraban para blanquear la mala imagen que siempre proyecta el exceso de dinero. Alguno de aquellos pájaros está hoy en su particular jaula.
Cuantísimos sevillanos acudieron a pedir ayuda a constructores como Bernardo Martín que, al final, se murió un frío febrero en silencio, un silencio que retrata a toda una ciudad. En realidad, este empresario se murió antes, cuando se apartó (o fue olvidado) de esa Sevilla de las ocho de la tarde que deja de convocar a sus actos a los considerados como caídos en desgracia.
Martín combatió una enfermedad con ejemplar discreción, con la fuerza de los soldaditos de plomo de su colección. Las últimas veces que se dejó ver fueron al entrar o salir de esa hermosa casa de la calle Cabeza del Rey Don Pedro donde tuvo su despacho en los grandes años, cuando las lonas descorridas por la fachada publicitaban el logo de la gran promotora que entonces operaba en varias provincias andaluzas. Aquellos años en los que también accedió al cargo de consul honorario de Costa Rica, un destino que apareció salpicado en las polémicas urbanísticas, impagos, demandas y concursos de acreedores que lastraron su trayectoria profesional.
Es curioso cómo hay personajes de gran dimensión pública que se mueren en un silencio clamoroso. Y sólo te enteras de su fallecimiento cuando alguien, en el curso de una conversación informal, refiere el deceso como mercancía amortizada. El olvido es aliado de la crueldad. Nadie que le escribió en vida tuvo el detalle de informar de su muerte. Y casi dos años después, alguien comenta eso tan natural que, en el fondo, es morirse. Y nos enteramos que se murió. Ahora es cuando lo va a saber google.
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