Sobre jueces mediáticos y deliberaciones morales

Opinión

El autor reflexiona en el artículo sobre los jueces estrella a raíz de las críticas de Mercedes Alaya por las injerencias del poder político en la Justicia.

El abogado Rafael Prieto Tenor
El abogado Rafael Prieto Tenor / EFE
Rafael Prieto Tenor / Abogado

16 de junio 2018 - 23:51

La imagen de la Justicia como mujer con los ojos vendados y una balanza expresa la idea de que nadie está por encima de la ley. Pero cuando un representante de la carrera judicial aparece en los medios y pone en entredicho la objetividad del sistema, la ecuación se descabalga. Porque nos contaron que la justicia era ciega y por tanto imparcial. La espada refleja que el castigo es el mismo para todos, pero ahora nos revelan ante los focos que por presiones, unos son más iguales que otros y que esa balanza de la justicia, que representaba la igualdad, más simboliza un duelo de contrapesos.

Claro que si rescatamos la obra de John Rawls, el filósofo de la Justicia (con mayúsculas), que en su reaparición de 1993 (con El liberalismo político, precisamente), afirmaba que la justicia (sin mayúsculas) es una cuestión política y no metafísica, venimos a entender en su ambiente que aquello de lo que tan amargamente se queja en público Su Señoría, en puridad, no es más que el desarreglo de un sistema que considera la justicia como un conglomerado de acuerdos de convivencia política en un espacio público.

Y viene esta Señoría y nos cuenta lo que ya habían debatido Rawls, Nozick, Buchanan y, más cercanamente, Vallespín Oña, pero ella viene y nos lo cuenta así, entre entrevistas y comidas coloquio, y parece que lo dice como con más estilo, como si descubriera un secreto enterrado. Bien, asumámoslo: nuestras leyes son, por definición, una codificación de la moral, buena parte de la cual se fundamenta en la tradición judeocristiana, mientras que la justicia, con sus múltiples defectos, es rawlsianamente teleológica y busca los fines.

Entre una y otra marea, los ciudadanos, que vemos la política, por lo general, como un mal necesario donde abundan personajes innecesarios.

También Locke defendía que el gobierno legítimo surge de un contrato social entre hombres y mujeres que, en un momento u otro, deciden entre ellos los principios por los que se regirá su vida colectiva. La ley es la ley, sea justa o no. Que un grupo acuerde una constitución no basta para que lo sea. Y si pensamos como Orwell, que el fin de la justicia (como sistema) es el control de la granja, pues parece que todo lo que decimos es un poco más relativo y animal. A lo que nos interesa: que una cosa es la política, otra la moral, otra la ley, otra la justicia y más allá Su Señoría que viene a recordarnos la barahúnda en que a veces y por confluencia de ciertos astros terrenales, se convierte todo (y a la que el Poder Judicial no estudia sancionar, dicho sea de paso).

Hablemos ahora constructivamente de propósitos sociales. San Agustín escribió que puede que tengamos muchas reglas, pero no leyes justas. Rousseau varios siglos e Ilustración mediante, nos vino a decir lo mismo, llevándonos al debate entre la moral y el derecho. Pero ya los antigüos griegos debatían si era justo violar una ley injusta, ahí está Sófocles y su Antígona. O la misma Biblia, donde nadie se justifica por cumplir la ley; solo el amor nos vuelve justos y plenamente humanos (Lucas 7:36-8, 3). Todo esto enlaza

con la objeción de conciencia y con la desobediencia civil de las que tanto escribió Rawls.

¿La moral por encima de las leyes? ¿La justicia por encima de las leyes? ¿Las leyes por encima de ambas? Su Señoría también elude la corrección y aplica su ley moral convencida de que debe hacer lo que hace (así, mediáticamente) en su particular compromiso con la justicia.

Pero no es la única. Porque también hay otros servidores públicos que, no siendo jueces y (parece que) también guiados por unas convicciones morales y persiguiendo un (mal) entendido beneficio comunitario, actuaron (presuntamente, siempre presuntamente) a soslayo de la ley, o dentro de otra ley, o dentro de su ley, y se enfrentan a reproches, inclusive penales, por moverse a contracorriente.

Precisamente porque el sistema piensa que la implicación pública en los problemas de la vida buena es una transgresión cívica cuando se antepone la comunidad al derecho en aquellos casos en los que la ley no se acomoda al “deber ser” de la justicia. Y no nos vamos a poner de acuerdo ahora, a propósito de los ERE y después de tres milenios discutiendo. Jueces y acusados, acusados y jueces, enfrentados en un paralelo ejercicio de sus virtudes cívicas.

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