Mako y Kei, los 'Enrique y Meghan nipones'
Familia real japonesa
La princesa Mako ha renunciado a su dote y a su título con tal de casarse con un plebeyo, compañero de la universidad, con el que lleva comprometida cuatro años
En Japón parece que el tiempo se paró a principios del siglo XIX, sobre todo en lo que respecta a la estricta y milenaria casa real. A pesar del encorsetado sistema monárquico, la princesa Mako, sobrina de Naruhito –el 126º emperador de Japón– e hija de Fumihito –actual príncipe heredero–, por fin se casará con el plebeyo, Kei Komuro, compañero de universidad con el que se comprometió en 2017 contra el agrado de sus familiares.
Cuatro años después, la princesa, en un gesto sin precedentes, ha renunciado a la dote que el gobierno concede a las ex princesas (150 millones de yenes, aproximadamente 1,15 millones de euros). Su propósito es saltarse el protocolo y mudarse inmediatamente a Estados Unidos, donde podría casarse después de cuatro años de espera con el hombre de su vida, pese a que no tiene sangre real.
Los medios de comunicación ya les han bautizado como los "Enrique y Meghan nipones" en un alarde ingenio. Como los duques de Sussex, planean vivir en Estados Unidos y, de hecho, Mako no tiene que estar muy contenta con la vida que ha llevado hasta ahora como princesa, una existencia privada de libertades y relegada siempre a un segundo plano, por detrás de sus familiares varones. Habrá que ver cómo evoluciona su historia y si ellos también deciden hacer público su calvario en el entorno de la familia real nipona.
Mako planea saltarse, además, el ritual ancestral para abandonar su título, que incluye visitar tres santuarios sintoístas; intercambiar regalos ceremoniales entre la familia del novio y de la novia; y encontrarse con el emperador una última vez, para despedirse de su linaje divino –el mito fundacional de la monarquía japonesa dice que el emperador desciende directamente de la diosa Amaterasu–. Todo esto ya lo hizo la princesa Ayako antes de su boda con otro plebeyo. Y, además de Ayako, otras seis princesas directamente relacionadas con el trono que en las últimas décadas han dado un golpe sobre la mesa y se han quitado de encima el terrible peso del linaje real para la mujer en Japón.
La culpa la tiene una arcaica ley de 1947, allá por la ocupación, que regula el acceso a la familia imperial y al trono. Y cuya mayor obsesión es mantener a las mujeres lejos del mismo: todas las princesas que no se casen directamente con el emperador o con un miembro de su familia pierden la condición de princesas. Ganan derechos, como poder votar o trabajar de lo que quieran; y se llevan una dote que el gobierno entrega en un único pago, y que se estipula de forma individual para cada princesa, como a la que acaba de renunciar la princesa Mako.
Hace tan sólo dos meses, el gobierno japonés anunció –en contra de la mayoría de la opinión pública, según las encuestas– que no reformaría las leyes sucesorias, y que las mujeres seguirían sin poder ser nunca emperatrices, y princesas sólo mientras se casasen como la tradición manda. Las cinco princesas que aún les quedan.
Dicha norma ha sido todo un éxito en conseguir que la monarquía japonesa tenga una crisis de sucesión catastrófica, sin precedentes desde que el emperador Antoku muriese ahogado en el año 1185 en una guerra civil: quedan tres personas con opciones de suceder a Naruhito. Además, ha llevado a este último procedimiento, en el que Mako ha anunciado que renuncia a su dote, a casarse por el rito shinto, y a cumplir con los obligados rituales para las princesas que dejan de ser princesas. Y a Japón, en última instancia.
Mientras, el sorprendido gobierno japonés ha anunciado que tendrá que ver si es posible, con la ley en la mano, que la princesa renuncie a esa dote, financiada con dinero público.
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