El príncipe que renunció a ser rey, pese a vivir con una reina
Fallecimiento en la Casa Real Británica
Felipe de Edimburgo e Isabel II llevaban casados 73 años, la pareja real que se ha mantenido junta por más tiempo en la historia del Reino Unido
Él dio su brazo a torcer en muchos aspectos, mientras ella siempre le trató en privado como el cabeza de familia
El longevo matrimonio de 73 años de la reina Isabel II y el duque de Edimburgo siempre estuvo bajo la sombra de la sospecha de la infidelidad y hay mucha literatura al respecto. Su unión huía de romanticismos, más bien se basó en el apoyo y la creencia mutua de que The Firm -La Firma, como se refieren los miembros de la familia real británica a la corona- está por encima de todo, y lo que es más, de todos.
El apodo La Firma, digno del villano de una película, se puso hace 80 años, en uno de los momentos más convulsos de la monarquía inglesa: la abdicación de Eduardo VIII en 1936. Atribuido alternativamente al padre de la reina Isabel II, el rey Jorge VI, que sucedió a su hermano mayor, y a su marido, el príncipe Felipe, el mote se mantuvo hasta convertirse casi en una marca registrada. La Firma –también conocida como Monarchy PLC– es la cara pública de un imperio de 23.500 millones de euros que inyecta cientos de millones de libras en la economía del Reino Unido cada año. Como ejemplo, sólo la boda real de Enrique y Meghan supuso un ingreso de 1.200 millones de euros al país.
Pero, siguiendo con la relación de Felipe de Edimburgo e Isabel II, la reina tenía tan solo 13 años cuando conoció a su futuro esposo, el príncipe Felipe. Isabel era solamente una princesa, acompañaba a sus padres –el rey Jorge VI y la reina Isabel– junto a su hermana más joven, Margarita, en uno de sus viajes a la Universidad Naval Real Británica en Dartmouth en 1939, cuando Felipe, un cadete rubio de 18 años de edad, fue instado a entretener a Isabel y Margarita. Fue muy poco antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. La joven princesa quedó completamente encandilada de él, pese a que ella aún vestía calcetas y él ya empezaba a tener sus novias.
Como la mayoría de los romances, fue creciendo gradualmente. Empezaron a cartearse ocasionalmente y la relación encontró firmes defensores en la familia, como su tío, Lord Mountbatten, quien junto a su prima Marina, duquesa de Kent, acudían regularmente a visitar a la familia real en vacaciones. Durante la guerra, Felipe estuvo lejos formando parte de la Guardia Real. Su padre, el rey Jorge VI, animado a incitar el noviazgo, comentó una vez sobre Isabel: "Es demasiado joven. Si va a pasar, hay que dejar que sea de forma natural". Y pasó. En 1947 acabaron casándose.
Isabel y Felipe son la pareja real que se ha mantenido casada por más tiempo en la historia del Reino Unido. La relación, dicen los historiadores, ha superado la prueba del tiempo, principalmente porque se amaban en verdad. De forma privada, él ha sido siempre supeditado por la reina como cabeza de la familia. Es una relación simbiótica y una muy firme unidad, que comenzó, claro, con esas reuniones, la correspondencia temprana, que se convirtió en amistad y después en cariño, para terminar en amor.
Han tenido sus desavenencias claro está, fundamentalmente porque el duque se sentía ninguneado. Tan sólo cinco años después de su boda, la princesa Isabel se convertía en la reina Isabel II y cuando hubo que decidir cuál sería el nombre de la casa real, fue vox pópuli el desencuentro entre marido y mujer. "Soy el único hombre en Inglaterra al que no se le permite darle sus apellidos a sus hijos", reaccionó colérico Felipe de Edimburgo. Según la tradición británica, la nueva reina debía adoptar el apellido de su marido y la familia real sería conocida como la Casa de Mountbatten. Pero el primer ministro británico, Winston Churchill, recomendó a la soberana que conservara su apellido y que su linaje siguiese atendiendo al apellido Windsor. El duque se quejó en privado: "¡No soy más que una condenada ameba!" El matrimonio vivió su primera crisis y en 1956 el duque emprendió un viaje en solitario que se interpretó como un distanciamiento.
Al príncipe que nunca se convirtió en rey, pese a que vivía con una, le costó también adaptarse a las obligaciones de su cargo. Se aburría terriblemente con todos esos compromisos y apretones de manos... no era lo suyo.
Mientras la reina es seria, fría, disciplinada y jamás se salta el protocolo, su consorte es impulsivo, dicharachero y su particular sentido del humor le ha metido en más de un problema diplomático. Dos caras de una misma moneda que supieron complementarse a la perfección.
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