Curiosa anécdota
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Temblor en Buckingham
Las largas y tendidas palabras ofrecidas a Oprah Winfrey han fracturado a los británicos en su concepción sobre la monarquía (incluso de forma generacional, millennials republicanos, boomers y mayores monárquicos).
El populismo que cuestiona la institución londinense no ha procedido de facciones políticas, sino desde los tuétanos familiares del príncipe Enrique, vástago del príncipe de Gales, heredero de Lady Di y depositario del inconformismo aparente del irresponsable Eduardo VIII. Meghan Markle, duquesa del pueblo, hija adoptiva de todas las princesas desairadas, actriz discreta metida en un inmenso melodrama, optó en una entrevista que anoche siguieron 11 millones de británicos por un vestido que se parecía al de su paisana Wallis Simpson, arrogante duquesa de Windsor, motivo sentimental por el que el emperador Eduardo abdicó en pleno advenimiento de la Segunda Guerra Mundial. La historia adquiere aquí tintes cinematográficos y televisivos, de El discurso del Rey a The Crown pasando por Juego de Tronos, y se convierte en parodia, tal vez incluso pantomima, en las quejas victimistas de la duquesa de Sussex. ¿El racismo ha sido lacerante contra la actriz por el color de su piel? ¿o es un clasismo tóxico imperante en el palacio, en todos los palacios que son y han sido? Son acusaciones graves de una pareja que siempre parece haber gozado de toda la libertad sobre su futuro.
Los duques han removido las esencias de Buckingham y han lanzado un cóctel molotov contra la secretaría de la casa mientras Felipe de Edimburgo convalece en el hospital y la reina guarda un celoso confinamiento por la pandemia. Un príncipe de Gales que aguarda el banquillo desempolvándose sus expectativas con telarañas, con un hermano acusado de abusos sexuales y el fantasma de Diana vagando por la memoria colectiva mientras en The Crown se agranda su figura de esposa maltratada y princesa incomprendida para impresión de los británicos imberbes.
Aquellos reproches de Lady Di reaparecen 25 años después en la medida desesperación de Meghan, prisionera entre protocolos y asfixiada en las responsabilidades, todo ello sufrido en tiempo récord. Sí, son parecidas responsabilidades de las que se deshizo en continuas ocasiones Eduardo VIII, con tintes de alta traición, y una esposa que no merecía aquella crisis de la monarquía británica cuando el país se preparaba para un guerra inevitable.
La institución monárquica, allí y aquí, parecen quedar expuestas a los grafitis opinadores de las redes mientras miembros destacados, que deberían velar por la tradición, la ejemplaridad, la unidad y la esperanza, se empeñan en abollar las coronas. Los duques de Sussex no parecen mostrar la actitud de sacrificio y entereza que requerían por su posición en la familia de la soberana. Han seguido el camino de la rebeldía, impostada, en la que se han visto reflejados muchos jóvenes que venían observando antes de la pandemia que el futuro no cuentan con ellos. Enrique sabía de su lugar al límite de lo ocioso cuando su hermano Guillermo ha garantizado la continuidad de la línea de sucesión. No había mañana, qué mejor que dinamitar el ayer. Es lo que ha cometido junto a su esposa, Meghan, Khalessi de los nuevos desharrapados.
Los Sussex se quejan del maltrato en los medios cuando han puesto a buen recaudo mediático sus declaraciones sensacionalistas que le deparan un estrellato por decenios por delante. Mientras fortalecen su posición en Hollywood han bombardeado a distancia el castillo de Balmoral. Un jaque a la reina imprevisible.
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