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No existió realmente otra Boda del Siglo. Ni en el XX ni en el XXI. Las revistas del corazón hallaron a su princesa, Diana de Gales, deglutida a dentelladas por el protocolo, los tabloides y una vida en palacio de donde salió en una precipitada estampida que concluyó dramáticamente. Toda la aureola de nostalgia que rodea a Lady Di se acrecienta cuando se evoca su boda de la que se cumplen 40 años este 29 de julio. ¿Cómo fue aquella boda que no ha igualado en portadas ninguna otra?
Para un verano londinense no estuvo mal aquel miércoles. Las bodas de rosa se seguían en nuestro país por las revistas de la peluquería pero en el caso del príncipe de Gales TVE hizo el esfuerzo de abrir la emisión matinal (por entonces se abría la Primera Cadena a las dos de la tarde).
Se ofreció el especial pese a que los Reyes rehusaron a estar presentes en ese enlace de familia. La Casa británica decidió que la pareja principesca iniciara la luna de miel en Gibraltar y la diplomacia española, con toda la lógica, protestó. Carlos y Diana iban a dar una vuelta por el Mediterráneo, un mar lleno de puertos para no incomodar.
Pese al ‘boicot’ español TVE ofreció la Boda del Siglo para una audiencia que no estaba acostumbrada a encender el televisor a las nueve de la mañana. Con la señal de la BBC comentaron para nuestros país dos nombres de continuidad de la cadena pública, Lola Martínez y Eduardo Sancho. Nada que ver con los despliegues y vestidos de tiros largos que han hecho los matinales desde que María Teresa Campos dictó reglas de estilo nupcial en la pantalla.
Fue una narración sosa la de TVE, que efectuó el despliegue con remilgos dado el enfado en Zarzuela. Al final el público español se centró en el vestido de la novia y en comentar en casa las pintas de algunos invitados, como el orondo rey de Tonga, y la cara subida en grado del padre de la contrayente.
La Boda del siglo costó por entonces 57 millones de libras al erario británico, compensado con creces por el turismo llegado a Londres. Al cambio de hoy serían unos 150 millones de euros la tirada. El acontecimiento fue una auténtica motivación en favor de la monarquía y eso no tiene precio.
La retransmisión de la boda fue seguida por 750 millones de espectadores, más que una final de Champions, de los que unos 6 millones eran españoles. En vivo al enlace asistieron 3.500 invitados y por las calles se congregaron 600.000 curiosos de los que se tuvieron que limpiar varios cientos de toneladas de desperdicios limpiados desde primera hora de la tarde.
La gente se congregaba en acampada en las aceras cerca de la catedral de San Pablo desde días antes y en la noche anterior hubo celebración de fiesta, fuegos artificiales en Hyde Park ante medio millón de asistentes y hogueras en los jardines. La primera ‘falla’ la encendió Carlos de Inglaterra, pero el incendio de su vida privada empezaba a saltar chispas. Diana en su entrada al templo vio de inmediato el velo gris que ocultaba el rostro de Camilla Parker Bowles.
1981 estaba siendo un mal año, horribilis para el planeta, con el intento de asesinato a Reagan (a la boda acudió sola su esposa Nancy) o el atentado contra el Papa. Por aquí, más allá del 23F y un sangriento período de ETA (no lo olvidemos nunca), estaba acechando la ‘neumonía atípica’, y no era un coronavirus sino una estafa en el aceite de oliva, al que se le agregaba aceite industrial de colza.
Isabel II agasajó en Buckingham en la noche del 28 a 90 dignatarios de todo el mundo, con ausencia de sus primos Juan Carlos y Sofía. Diana pasó la noche de espera en Clarence House desde donde salió su carroza y su vestido de tafetán de casi 8 metros de cola, de David Emmanuel, un merengue que gustó entonces y que ahora es una agresión a la sencillez.
La princesa tuvo un ataque de bulimia y llegaba con los nervios destrozados al pie del altar. “Míralos a los ojos y déjalos muertos”, le recomendó su ya infiel novio en una nota. Lo mejor que se le ocurrió a Diana para atemperar los nervios fue ponerse a dar vueltas con la bicicleta del mayordomo de la reina madre.
Desde el lugar de partida de la princesa hasta el templo había 5.000 policías y militares a lo largo de tres kilómetros, muchos de ellos disfrazados, pendientes de una amenaza del IRA. Mientras llegaba la hora de salir Diana optó por ver la tele, con el despliegue que estaba haciendo de su boda la cadena privada ITV.
A las diez de la mañana estaban los invitados en San Pablo y pasadas las diez y media fueron llegando en ocho carrozas los distintos miembros de la familia real. El último, el heredero que entró en la iglesia junto a sus hermanos Andrés y Eduardo. Diana llegó casi a las once y media en su carruaje dorado, con el trabajo arrugadísimo, de la mano de su padre, el muy comentado Earl Spencer. La propia princesa llegó a admitir después lo patoso que estaba su progenitor.
Los novios se equivocaron en las palabras de los votos, pero por aquí, con nuestro nivel de inglés medio, nadie se dio cuenta. Al mediodía estaba finalizada la ceremonia a cargo del arzobispo de Canterbury, Robert Runcie, y a las doce y media la nueva pareja recorría feliz el camino hacia palacio, la Boda del Siglo en su esplendor aunque acabara en desastre. Junto al carruaje de cuatro caballos figuraba de escolta un comandante de caballería, Andrew Parker Bowles. No hace falta añadir nada más.
El famoso beso en Buckingham tras el saludo desde el balcón fue pasada la una. Diana se sentía feliz, pero todo fue el sueño de una tarde de verano demasiado luminosa para ser de Londres. Tras el ágape que se perdió don Juan Carlos, a las cuatro de la tarde los novios partían en tren hacia Hampshire, el mismo lugar de la noche de bodas de Isabel II y Felipe de Edimburgo. Les aguardaba al día siguiente el avión en dirección al Peñón. Un lugar discutible para iniciar una luna de miel que acabaría como el rosario de la aurora. Pero cómo cundió en las revistas (y en el Carnaval de Cádiz) aquella Boda del Siglo.
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