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Sevilla se resiste a irse de la Feria

Feria de Abril

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Recta final en la Feria de Sevilla / José Ángel García

En brazos de su padre, cansada y eufórica, la hija de María y Rafa salió del Real y, con esa vocecilla de niña de casi tres años que abre cualquier puerta y derriba cualquier muro, le dijo: “Papi, Manuela se lo ha pasado muy bien”. Manuela es ella misma, lo que pasa es que el tema de los pronombres personales aún se le atraganta. La felicidad, no. Ella siempre ha sido feliz, sólo que ahora quizás es un poco consciente de qué es eso que la tiene casi todo el día sintiendo y transmitiendo alegría. Manuela, en cierto modo, es Sevilla. Sevilla saliendo del Real, pero no queriendo irse, y Sevilla entrando pero sabiendo lo que le espera. Agotada, física y económicamente, pero incapaz de renunciar a pisar el albero una vez más después de, fuera ya de seudopoesías y metáforas, haber bebido y comido más que nunca. Eso lo dice el Ayuntamiento, que conste. Y así ocurrió también en el penúltimo día del gran evento, quizás en contra de lo previsto. Sevilla, como Manuela con su padre, volvió a echarse en brazos del real, volvió a llenar sus calles (sobre todo por la tarde y la noche) y volvió a pasárselo muy bien, que es de lo que se trata.

La jornada, como reza el tópico, fue de menos a más. Que la fiesta toque ya a su fin no significa que no hubiese fiesta en el viernes de Feria. En el modelo antiguo, y quién sabe si también el futuro tras ver la potente campaña pública para que los deseos del alcalde José Luis Sanz se conviertan en realidad, este día era el del desembarco masivo de madrileños y el inicio de la sucesión de las dos noches más bulliciosas de toda la semana. Eso ya ha cambiado. Ahora la palma se la lleva la víspera del miércoles, igualmente metido con calzador como festivo en detrimento del tradicional 30 de mayo, porque quién fue el rey Fernando y qué trascendencia tuvo como para competir con un día cualquiera de la Feria, claro... Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión, que diría Michael Ende en La historia interminable, un libro que, aunque tenga ese título y vaya de fantasías, no trata sobre el Metro de Sevilla.

Mejor volver a la Feria, que a muchos de los que trabajan allí se les estará haciendo efectivamente interminable pero que para otros habrá terminado, ya sea por bolsillo, cansancio o casa en la playa para el fin de semana. Las primeras horas parecieron confirmar ese pronóstico. Cerca ya de las dos de la tarde, en la explanada junto a la Audiencia, cuatro autobuses articulados de la línea especial Prado-Feria se amontonaban uno detrás de otro esperando a unos pasajeros que llegaban a cuentagotas. Casi cabían a vehículo por usuario. Un poco más adelante, en una puerta del parque, un vendedor ambulante recogía sus bártulos con enfado: “Vaya mierda de turismo ha venido a Sevilla este año”, protestaba. Y unos metros más allá, donde otros días el atasco era inevitable e insoportable, la avenida de María Luisa lucía una fluidez inaudita en dirección a la Glorieta de los Marineros Voluntarios y al río.

El panorama a esa hora en el recibidor de la Feria no era desolador pero apuntaba a día de más albero y guiris que sevillanos. En La Alegría, pegada a la portada, no había ni alegría ni tristeza porque sencillamente no había nadie. En la portada, aparte de la facilidad para hacerse la foto de rigor sin tener que rebuscar un hueco imposible, la imagen era la de una decena de amazonas custodiadas por varias homólogas de la Policía Nacional. Delante, una flamenca trans le pedía a un cámara de televisión que la grabase porque iba “muy guapa”.

Dentro del recinto, la escena ya empezaba a ser distinta y en cualquier rincón, al haber más gente, era sencillo descubrir esas estampas clásicas que no faltan ningún día. Como la del padre que le pide a alguien que le haga una foto con su familia. “Yo soy el chófer y el fotógrafo, nunca salgo”, lamentaba medio en broma. O la de los guiris en la caseta de los guiris, valga la redundancia. Una turista salía contenta de allí y declaraba “Feria beautiful”, valga la redundancia también. Porque la Feria es bella y hasta con los ojos cerrados salen fotos bonitas.

Este es el bullicio que presentaba una calle de la Feria este viernes por la tarde. / José Luis Montero

Cerca de las tres de la tarde, el aumento del ambiente era notorio. Así ocurría por ejemplo en la caseta de los Bomberos, en Pascual Márquez, aunque el baile y el cante andaban un poco más encendidos en la Peña Cultural Antorcha, curiosamente muy cerca una de otra. Y ya que de fuego se trata, y sin salir de esa calle, quizás la más ambientada de la zona era la caseta del Distrito Este, que sufrió un incendio devastador pocos días antes de la noche del alumbrao y resurgió de entre las llamas. Enfrente, en el 190, en Akí no hay kien viva, también había ya casi lleno a pesar del nombre de la caseta.

A esas alturas de la jornada, frente a aquella imagen inicial de bastantes casetas vacías o desangeladas, el bullicio volvía a adueñarse poco a poco de la cuadrícula feriante. El paseo de caballos, además, no perdió ni un gramo de espectacularidad, más bien la ganó. En una esquina de Chicuelo, una pareja de forasteros disfrutaba del desfile almorzando a la sombra no de un pino pero sí de un naranjo, lógicamente con vestimentas más propias de haber hecho senderismo por la Sierra Norte que de visitar el real, pero en la Feria caben todos y no se excluye a nadie, digan lo que digan. Incluso pasó delante de ellos una despedida de soltera, eso sí, sin estridencias ni complementos inadecuados. En eso también fue el viernes un día como otro cualquiera de cualquier Feria, una jornada de contrastes en la que caballos y caballistas elegantes y arreglados hasta el más mínimo detalle trotaban junto a visitantes en pantalón corto. O en la que la caseta de Comisiones Obreras cae justo enfrente de la del PP.

La temperatura también contribuyó a convertir el viernes en un día normal de Feria. Por una vez en la vida desde que empezó el cambio climático, un día de primavera en Sevilla brindó en efecto un tiempo primaveral, con brisa incluida según la hora, que embelleció todavía más una tarde con cada vez más gente agolpada en las aceras y dentro de las casetas. Donde, por cierto, se perpetúa otra tradición que no entiende de qué día de la semana se trate: puede que bajen las temperaturas y puede que baje la afluencia de público, pero lo que no hay manera de que baje es el precio de comer en la Feria. Que un plato de chocos, otro de capirotes de bacon y langostinos y dos refrescos cuesten 35 euros... Pero bueno, es lo que tiene esta fiesta y, por mucho que las carteras se resientan, el aspecto de muchas casetas tenía poco que envidiar al de las jornadas más multitudinarias. Ante esa pregunta que seguramente se plantean muchos sevillanos cuando llega esta recta final y que los promotores del número 42 de Chicuelo hicieron suya para nombrar su caseta (No sé si quizás), parece que la respuesta general fue ‘sí’.

En la Calle del Infierno, porque sin infierno no hay paraíso, la presencia de público en efecto no daba para grandes colas pero con la atardecida cambió el escenario. Hasta entonces ni siquiera La Cárcel llenaba sus cinco celdas, que ya es raro teniendo en cuenta cómo está el país, y en uno de los varios Gusanos Locos diseminados por allí el personal sesteaba más que atendía, porque no había nadie a quien atender en la taquilla. A las cinco, por poner otro ejemplo, la noria gigante empezó a dar vueltas con sólo cuatro jaulas ocupadas. A su derecha, el Circo Sensaciones continuaba precintado. A la izquierda, el Ratón Vacilón con el Gato Comilón tenía un poco más de éxito. Cuando el sol se puso, las colas regresaron. Y con pocos o muchos visitantes, siempre hubo sitio para otra de esas estampas clásicas, la del niño o la niña con los ojos abiertos como soles entrando en la Calle del Infierno o esperando a montarse en un cacharrito.

Hay tradiciones que no fallan y la Feria, tras el reposo del jueves, recuperó ayer fuerza y esplendor. Fuera y dentro de las casetas. Con gente de fuera y de dentro de Sevilla. Poco antes de la portada, en el 41 de Pepe Hillo, era imposible caber en el interior y muchos bebían rebujito en el exterior. En La Alegría, cerca de las siete de la tarde, por fin se hacía honor a su nombre. Y a la vuelta ya no era tan fácil cruzar la Glorieta de los Marineros Voluntarios. El Ayuntamiento seguramente anunciará hoy que ayer se superó ya el millón de personas que han utilizado las líneas de Tussam desde que empezó todo. La Feria es la Feria y al séptimo día... no descansó.

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