La velocidad y el tocino
Miguel Arias, jerezano nacido en Madrid, colchonero, apasionado del automovilismo, de derechas de toda la vida, es un todoterreno de la política
Miguel Arias finalizó su primera etapa como ministro de Agricultura, en la era de José María Aznar, como uno de los personajes favoritos de los guiñoles. Solía aparecer siempre presto para llevarse algo a la boca, con una servilleta sobre el pecho, quizá por aquella exhibición realizada durante la crisis de las vacas locas, en la que se zampó un filete de ternera de desayuno. Ahora finaliza su segunda etapa de titular de la misma cartera que entonces, Agricultura, como uno de los pocos miembros del gabinete de Rajoy aceptablemente valorado por la ciudadanía. Y eso que siempre se le recuerda la confesión de que él no hace ascos a un yogur caducado. Para ambas etapas él tiene una metáfora automovilística, como no podía ser de otra manera en un apasionado del motor y la velocidad, pasión que le ha podido costar más de un disgusto. Para Arias, Aznar es un Rolls Royce, un motor que no hace ruido y el coche es imbatible, mientras que Rajoy es un Hispano Suiza, un coche permanentemente fiable.
Arias, nacido en Madrid en 1950, estudió en los jesuitas y después en Dublín. Tiene una sólida formación en Derecho y sacó holgadamente la plaza como abogado de Estado, con destino, y nunca mejor dicho, en Jerez, después de haber pasado por Ceuta y Cádiz. De Madrid le queda su forofa pasión por el Atleti, pero toda su carrera política se proyectó desde Andalucía, donde su nombre empezó a sonar como uno de los hombres de Antonio Hernández Mancha, ese fugaz líder de la derecha española en la AP de los 80 tras la salida de Manuel Fraga. Y al decir derecha, digo bien, porque Arias nunca lo ha ocultado: "Yo soy de derechas. De hecho, este partido es de centro derecha porque me tiene a mí", declaró en una ocasión.
La suya, su derecha, pese a cierta imagen que se ha querido dar de él y al hecho de estar emparentado con la familia Domecq y Solís, no es la de loden y monterías de fin de semana -no le gusta nada cazar-, sino que está en la tradición de la derecha española ilustrada en el sentido de modernizadora. Y dialogante. No le quedó más remedio. Fue uno de los primeros europarlamentarios españoles, ocupando el escaño durante trece años, codo con codo con la hija de Manuel Fraga, y aprendió a moverse en los ambientes comunitarios, que necesitan de mucha mano izquierda y mucho intercambio de cromos. En Bruselas conserva muchos amigos y está muy bien considerado. Sus batallas contra el durísimo comisario Franz Fischler, con el que acabó llevándose estupendamente, fueron legendarias en los 90. Su última demostración fue sacar adelante un acuerdo de pesca con Marruecos que se había roto en 2011 y que parecía inviable hace sólo unos meses. Pero él sabe qué teclas tocar, motivo por el que no consiguió convencer a su buen amigo Mariano Rajoy de que le nombrara ministro de Exteriores, como él deseaba, y tuvo que conformarse con repetir al frente de Agricultura. Cosas de tener conocimientos enciclopédicos sobre todo tipo de cultivos y sacar en una conversación distendida el dato exacto de la producción de aceite o las extensiones de viñedo de cada comunidad autónoma.
Rajoy tiene en él a uno de sus hombres de máxima confianza. La dura derrota en las elecciones de 2004, tras los salvajes atentados de Atocha, había dejado la sede de Génova desierta, un sálvese quien pueda. Y Rajoy encontró en él un fontanero para arreglar las numerosas cañerías destrozadas que había dejado la abrupta salida del PP del Gobierno. Estuvo con él en aquella época en la que no había lunes en que el líder de los populares no tuviera un sobresalto, casi todos cocidos desde la sede de la presidencia de la comunidad madrileña, que dirigía con mano de hierro Esperanza Aguirre, de la que Arias piensa que es un poco Bugatti, "que corre mucho, pero puede averiarse". Él se encuentra satisfecho de esa etapa de trabajo oscuro en el partido: "Soy un fontanero colosal. En el partido saben que limpio más platos de los que rompo".
Ahora le ha tocado ir a limpiar los platos de Europa, que no es plato de gusto. Una vez más acude en ayuda de Mariano Rajoy pese a que ser cartel electoral no le hace ninguna gracia ahora que se había acomodado de nuevo a un Ministerio en el que ejerce un liderazgo sólido, con un equipo que tiene una confianza ciega en él.
Antes de lanzarse a la carrera, seguro que aprovecha un fin de semana para tomar impulso tomándose una ensaladilla en la calle Larga de Jerez y refugiándose entre las tripas de su colección de coches antiguos, especialmente por ese Austin Cooper del 67 al que tiene tanto cariño.
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