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El último eslabón 'rojo'

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Santiago Carrillo protagonizó un papel esencial en la 'reconciliación española' por la vía de la "ruptura pactada", permitiendo un sistema monárquico pese a haber luchado por los ideales republicanos.

Santiago Carillo en un mitin. Foto: Efe/Afp photo/Reuters
Ramiro Fuente/ Efe

18 de septiembre 2012 - 18:41

Admirado y cuestionado dentro del Partido Comunista de España (PCE), respetado o temido por sus adversarios, siempre polémico en sus decisiones, Santiago Carrillo contribuyó de forma crucial a encauzar la transición política española por la senda de lo que él denominaba una "ruptura pactada".

Su apuesta por aceptar la monarquía en un momento en el que el PCE era aún la única fuerza política con implantación real en España imprimió un giro decisivo a la evolución del país y sorprendió tanto a los promotores del franquismo sin Franco como a la desconcertada militancia comunista, volcada durante décadas de lucha clandestina en recuperar las libertades.

No fue esa la única decisión polémica adoptada por Carrillo desde que asumió la tarea de reorganizar el PCE al término de la Guerra Civil. Ya en 1956 su política de "reconciliación nacional" dio lugar a escisiones y abandonos por parte de quienes no compartían la necesidad de restaurar la democracia sobre la base de perdonar a los que habían contribuido a cercenarla o a impedir su restablecimiento.

La disciplina de unos militantes conscientes de la importancia de preservar la cohesión como forma de supervivencia bajo la represión de la dictadura facilitó, no obstante, la aceptación de las sucesivas estrategias de Carrillo entre los numerosos integrantes del PCE que desplegaban actividades clandestinas dentro de España, muchos de ellos desde las cárceles franquistas.

El Partido, como se conocía popularmente el PCE en prueba de su carácter de fuerza hegemónica de la oposición antifranquista, contaba ya con 25.000 militantes y un número mucho más amplio de simpatizantes cuando él tomó, en 1960, el relevo de Dolores Ibárruri al frente de la secretaría general y, desde ese puesto, protagonizó años después un progresivo distanciamiento de la URSS.

Especialmente a raíz del aldabonazo provocado por la invasión de Checoslovaquia, que motivó una airada protesta de Ibárruri ante los dirigentes soviéticos, Carrillo empezó a perfilar su propuesta de eurocomunismo y, en la agonía del franquismo, aunó esfuerzos con personalidades políticas alejadas del PCE para crear la Junta Democrática, una amplia plataforma de oposición a la dictadura.

Las espadas se mantuvieron en alto hasta más de un año después de la muerte de Franco, cuando la capacidad de movilización pacífica que demostró el PCE con su respuesta pública a la matanza de Atocha convenció a un joven Adolfo Suárez para sentarse a pactar con el líder comunista, el 27 de febrero de 1977, las condiciones de legalización del partido.

Este primer encuentro marcó el inicio de una inesperada relación de amistad con Suárez, cuya decisión de legalizar el PCE el histórico Sábado Santo Rojo de 1977, según el análisis del propio Carrillo, rompió en dos el bloque franquista, aisló a los ultras y creó las condiciones para la "ruptura pactada", que desembocó en la Constitución de 1978.

Sin embargo, paradójicamente, la decadencia del PCE comenzó con su salida a la luz y, cuando la militancia aún no había asimilado el nuevo modelo de organización promovido por Carrillo, la decepción causada por los resultados electorales de 1977 y su estrategia de búsqueda de amplios consensos, inaugurada en los Pactos de la Moncloa, intensificó las pugnas internas.

Carrillo siempre se mostró satisfecho de la "influencia real en la política española", que ejerció aquel PCE con sólo 20 escaños, pero sus perspectivas electorales apenas mejoraron en los siguientes comicios, que situaron en 23 el número de diputados comunistas y las escisiones, expulsiones y alianzas efímeras de unos sectores con otros sumergieron al partido en una crisis permanente.

La debacle de 1982 precipitó su renuncia a la secretaría general en favor de Gerardo Iglesias quien, atrapado entre renovadores y prosoviéticos no tardó en volverse contra su mentor para forzar la autoexclusión de Carrillo y del resto de comunistas que compartían sus ideas.

Iglesias se dejó convertir en uno de los primeros "enterradores del auténtico Partido Comunista", reflexionaba últimamente con amargura contenida Santiago Carrillo, quien no reconocía ya en las siglas PCE más que a "los grupos más sectarios" de la antigua organización, controlados desde Izquierda Unida por "los hijos de los que ganaron la guerra" civil, en alusión a Julio Anguita.

Apartado voluntariamente de la política activa, desde que en 1991 fracasaran definitivamente sus intentos de reunificar a las distintas familias comunistas españolas, Carrillo ha mantenido hasta el último momento su disposición a atender las peticiones de quienes solicitaban su opinión sobre la actualidad del país.

En estos diagnósticos "desde la barrera", después de los 60 años ininterrumpidos de actividad política, el ex líder comunista conservaba la ironía socarrona y la agudeza verbal que siempre le caracterizaron, rematada por la imagen emblemática de un cigarrillo humeante en los labios o entre los dedos.

Quienes hayan vivido la historia reciente de España, recordarán también de él otras imágenes no menos simbólicas: la célebre peluca con la que burló el dispositivo de seguridad que debía impedir en 1976 su entrada en el país y la dignidad con que se mantuvo firme en su escaño, al igual que Adolfo Suárez, frente a los disparos con que los golpistas del 23-F, intentaron abortar una democracia aún débil.

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