Tribuna Económica
Carmen Pérez
Un bitcoin institucionalizado
Con Pedro Sánchez nunca hay último. Si hay que decir algo, que sea el penúltimo. Hablamos de un nuevo envite político en su espídica y trabajosa carrera política. El dilema vuelve a ser de los épicos. Resumiendo mucho: si quiere gobernar Cataluña de la mano de Salvador Illa tiene que acceder a las pretensiones de ERC de conceder una “financiación singular” a aquella comunidad. Si lo hace, puede garantizarse el Govern pero perder a Puigdemont (que es Junts) como aliado parlamentario para sostener el Gobierno de España. Si así fuera, la legislatura podría enfilar la puerta de salida.
Puigdemont, fugado desde octubre de 2017, sólo quiere ganar tiempo. Aunque materialmente no puede conseguir la presidencia de la Generalitat (quedó siete diputados por detrás del candidato del PSC y tiene 74 votos en contra) a lo que aspira es a que no la obtenga Illa y a forzar una repetición electoral para octubre. Según sus cálculos, para entonces puede haberse despejado el embrollo legal tras la ley de amnistía y quizás pueda regresar a Cataluña para hacer campaña. Todo va a depender, al final, de si el juez Llarena, instructor de la causa del procés, levanta las cautelares contra él y le permite volver a España. Sólo como contexto: Llarena no ha parecido hasta ahora nada partidario de hacerlo ni está de acuerdo con la amnistía. En sus carnes sufrió el acoso indepe en su casa catalana, en su club social y en su entorno más cercano. Aunque Puigdemont está en plena yincana: el juez de Barcelona que instruye la llamada trama rusa –la posible injerencia del Kremlin en el procés– le acaba de abrir una pieza separada por presunta traición, un supuesto no cubierto por la ley de amnistía.
Mientras, amenaza una vez más a Sánchez y emplea argumentos peregrinos que suenan a chacota: “Sánchez promueve un chantaje que da argumentos a los españoles que piensan que los catalanes merecen un trato que no merecen”. Puigdemont preocupado por lo que piensan los españoles. El líder fugat se muestra sensible con la posibilidad de que se extienda la idea de que se privilegia a los catalanes. Irónico. Obviamente todo eso le da exactamente igual. Sólo se trata de evitar el Gobierno de Illa y de revalidar sus opciones tirando de nuevo los dados electorales en otras circunstancias presenciales, en las que cree tener más opciones que ahora.
La política catalana es hace años la piedra de toque de la española. Tenemos atravesado un problema que parece irresoluble, que saltó a otra pantalla cuando el independentismo decidió quebrar el Estado de derecho y que es difícil de reconducir. Ni la disposición del PSOE a ceder ante los independentistas (amnistía o ahora la financiación) por mantener o alcanzar sus gobiernos ni la actitud del PP de no avanzar a posibles acuerdos que normalicen la situación (incluso facilitar un Gobierno constitucional con Illa) facilitan avance alguno.
El PSOE ha tenido históricamente una visión de país, ha gobernado Cataluña y entiende aquella comunidad. Ahora la necesidad de votos le ha llevado a conceder una ley tan polémica y de cuyos efectos finales aún no tenemos todas las noticias. Enfrente, el PP ha tenido y tiene una estrategia errática, indefinida y que se mueve por la coyuntura y sus intereses puntuales antes que por las convicciones o por un proyecto reflexionado y razonable para abordar la cuestión catalana.
Años antes del gran estallido (2013), el PSOE ya hizo un esfuerzo relevante aprobando la Declaración de Granada. Hizo política, que es lo que tiene que hacer un partido que aspira a resolver los problemas más acuciantes de un país. La dirección federal y los 17 barones aprobaron el giro federalista del partido, que no sólo pretendía ofrecer respuestas hacia afuera sino evitar la escisión del PSC en un momento muy crítico. El objetivo era claro: la reforma del Estado autonómico para ponerlo a salvo. Con Rubalcaba al frente y pastoreando las diferencias con los socialistas catalanes, apostaron por revisar en profundidad el marco político. Ni marcha atrás ni ruptura ni sostenimiento de un statu quo superado. No fue un proceso fácil: muchos líderes regionales tenían serias reservas sobre si el proceso generaría privilegios o desigualdades entre comunidades. Este párrafo activó muchas alarmas: “Reconocer las singularidades de distintas nacionalidades y sus consecuencias concretas: lengua propia, cultura, foralidad; derechos históricos; insularidad; organización territorial o peculiaridades históricas de derecho civil”.
Pero hicieron lo que tenían que hacer, reducir las diferencias entre ellos, transaccionar y pactar. El bello ejercicio de la política puesto en práctica. Esconder la cabeza bajo tierra tiene como consecuencia obvia que impide ver lo que se cuece sobre la tierra.
Hay un hito en el camino socialista: la aprobación y posterior cepillado –con exhibición de Guerra como maestro carpintero– del Estatut aprobado bajo la presidencia de Zapatero en Madrid y Mas en Barcelona. Aquel camino se truncó. Para muchos analistas fue una bendición para los independentistas y la clave de bóveda de todo lo que se desató años después. Para una parte del PSOE era la solución para garantizar la convivencia durante otros 30 años. Para otro buen número de socialistas era un estatuto inconstitucional e inadmisible tal y como se votó y aprobó. El TC presidido por María Emilia Casas anuló 14 artículos que a decir de sus impulsores desnaturalizaba el nuevo estatuto y eliminaba algunos que estaban casi calcados y vigentes en los estatutos de otras autonomías.
El PP ha tenido al frente de Cataluña a dirigentes como el ex ministro Jorge Fernández Díaz –hoy en el centro de todos los enredos judiciales–, quien obtuvo los peores resultados históricos en Cataluña. Con Vidal Quadras alcanzaron el cénit con 17 diputados, aunque Aznar le cortó la cabeza por exigencias de Pujol para hacerlo presidente, que en todos lados se cuecen habas. De hecho Aznar, en 1996, entregó a la CiU pujolista más de lo que nunca había entregado un Gobierno: la cesión del 30% del IRPF a las comunidades, la eliminación de la mili y de los gobernadores civiles, la transferencia de la gestión de los puertos, el traspaso de las competencias de tráfico a los Mossos, y la susodicha cabeza de su líder, entre otras cosas.
Sin embargo, el pacto del Majestic también inauguraba un tiempo nuevo con expectativas de que el centroderecha español pudiera entenderse razonablemente con los nacionalistas que representaban al centroderecha catalán. En aquel tiempo, la extinta CiU era un partido aún camuflado y calculador pero dentro de la ley y sin escoramientos independentistas evidentes. Podía haber sido el PP una especie de CDU a la española, una formación pragmática y con mirada larga. Entre sus líderes, Adenauer, Kohl o Merkel. La CDU que, por cierto, acaba de ofrecer apoyo al canciller Scholz, socialdemócrata, para frenar a los ultras de Alternativa por Alemania y aprobar unos presupuestos “sensatos”. Entre los partidos de centroderecha europeos demócratas, cristianos, liberales y conservadores de Francia o Alemania y el de España hay algunas diferencias. Pero el Majestic y el catalán en la intimidad sólo fueron un espejismo de cuatro años. Cuando Aznar logró la mayoría absoluta todo se vino abajo. Sin concesiones. Y se truncó un camino que igual podía haber arrojado resultados a la larga. Bien es cierto que la deriva y la corrupción de CiU y del pujolismo, capital Andorra, podían haber tumbado cualquier posibilidad de entendimiento.
Desde entonces el PP ha elaborado poco repertorio político para Cataluña. Con Rajoy –momento cumbre del independentismo: eclosión e ilegalidad–, a quien le hicieron dos referéndos ilegales y le quebraron la ley aprobando la independencia, llegamos a soluciones exclusivamente policiales. La culpa fue de los independentistas, pero la responsabilidad por la inacción política fue de Rajoy y su Gobierno. Y así atracó el buque Piolín repleto de policías en el puerto de Barcelona.
La aplicación de la ley no equivale a hacer política. La ley se aplica por obligación, no por vocación o estrategia política. Pero su imperio no suplanta a la acción política. Es impropio de un partido de Gobierno pensar que con la acción de jueces y policías llegará la solución catalana. Esa actitud fosiliza los problemas e impide las soluciones. Hoy, con Feijóo, no hemos tenido la suerte de conocer aún una sola idea para Cataluña. Aunque sí la tuvo cuando era presidente de Galicia y decía entender la idea de la singularidad catalana. Resulta desolador, porque el PP volverá a gobernar España y gobernar España sin un plan para Cataluña es abocar al país a seguir trasegando con los mismos problemas de siempre pero agudizados.
“Financiación singular” para Cataluña. Al otro lado de estas dos palabras entrecomilladas hay monstruos. Lo desconocido. Díganse dos cosas: que aprobar medidas que privilegien a una comunidad respecto a las demás no se lo va a tragar nadie; y dígase que en España se ha construido una barrera que impide abordar los asuntos más delicados con racionalidad. Aún no se conoce el contenido de la propuesta que estaría dispuesto a negociar el PSOE y ya tenemos declarado un nuevo estado de excepción político.
Que se vaya a convertir en otro escándalo público del que tendremos buena cuenta, no oculta que el PSOE lo plantea como una nueva cesión para tratar de abrochar el gobierno de Cataluña. Y ya se ha contado lo que cedió Aznar para gobernar, que su enamoramiento con Pujol no fue amor ni el paquete económico que viajó a Cataluña un ejercicio de altruismo político. El PSOE podría haber llevado en su programa dos ideas para el futuro de Cataluña: la amnistía y su financiación singular. Pero no fue así y las interpretaciones sobre los verdaderos motivos que le llevan a abrir esas carpetas son legítimas y lógicas.
El modelo de financiación autonómica lleva vencido diez años y el PP difícilmente va a negociar uno nuevo hasta que gobierne: las tres comunidades más perjudicadas por el modelo actual son Murcia, Andalucía y Valencia. Pero también Baleares, Castilla-La Mancha y Cataluña recibieron recursos por debajo de la media nacional, lo que perjudica directamente a la prestación de los servicios esenciales, cuyas competencias son autonómicas y cuyo presupuesto bajó en todos los casos.
Respecto a Cataluña, la financiación por cada ciudadano en 2023 fue de 3.453 euros, 43 por debajo de la media nacional. En el caso de Madrid, recibió 3.679 euros. O sea, 183 euros por cada ciudadano por encima del promedio estatal. Motivos hay para enderezar esta situación y sólo se puede afrontar cuando hay dinero en la caja pública, como ahora. Con telarañas en la hucha es implanteable porque de un nuevo modelo siempre sale más dinero para todos o no sale nada. Lo cierto es que durante los diez últimos años los ingresos del Estado han crecido más del doble que el de las comunidades pese a que son las autonomías las que requieren más recursos para atender la sanidad, la educación o los servicios sociales. Este cóctel requiere política fina y voluntad de las partes.
Hacienda convocará el Consejo de Política Fiscal y Financiera para finales de julio, pero es improbable que PSOE y PP cierren un acuerdo. En España lo hacemos todo en tiempo geológico: se mide en millones de años, da igual que sea el modelo de financiación que la renovación del CGPJ, que lleva cinco años vencido también. Tenemos un sentido muy mediterráneo del paso del tiempo.
Sánchez ha decidido que no se le puede escapar el Gobierno catalán. Es una decisión estratégica. Después saldrá el sol por donde salga pero el acuerdo para conceder una financiación diferenciada a Cataluña a la vez que se renueva el modelo de financiación para el resto del régimen común va muy en serio. Si aquella comunidad va a elecciones en octubre porque ERC no apoya a Illa, no es descartable que afecte a la legislatura en España. Habida cuenta de la deslealtad de los independentistas –aunque ERC mantiene aún cierta fiabilidad– debería valorar el PSOE si le merece la pena el desgaste de asumir un cupo a la catalana, que es de lo que querrán vestir los independentistas el acuerdo. Los líderes regionales socialistas no van a admitir perjuicio alguno. Sólo Illa pisa otro territorio: “No se puede tratar igual a los diferentes, No busco privilegios, sino justicia”. Históricamente las fricciones con el PSC han venido por la financiación y los asuntos identitarios. No es nuevo pero es más de lo mismo.
Iniciado el proceso, cada comunidad pedirá que se reconozca su propia singularidad, lo que terminará enfadando de nuevo a los de ERC y más a Junts, a los que no les vale obtener lo suyo sino que lo suyo sea exclusivo y más nutritivo que los de los demás. El nacionalismo vive de la diferenciación y en eso Illa tiene un gen reconocible, aunque aplique la racionalidad y no apele a un origen divino para querer más recursos que los demás y aunque trate de justificar su posición porque Cataluña tiene transferencias que otras comunidades no tienen, como prisiones o los Mossos. Cuando los independentistas hablan de singularidades presupuestarias no están pensando sólo en esas dos competencias. Pero es posible que coger el atajo de más dinero para todos y singularidades a esportones no conduzca a nada. Quieren una ventanilla propia, no hacer cola con los demás en la ventanilla común.
Los independentistas manejan ideas que van más allá de la condonación de parte de la deuda (su déficit fiscal es casi 22.000 millones) o de la obtención de más ingresos. Lo que pedirán va más allá: mayor autonomía fiscal para articular un sistema tributario adaptado a su sistema productivo y mayor capacidad de decisión en los ingresos y los gastos. Sus espejos son los sistemas federales de EEUU, Suiza o Canadá, que conceden más poder fiscal a sus estados o instituciones regionales, de forma que pueden regular, gestionar y recaudar los impuestos más importantes y ponerse de acuerdo en el reparto con el Estado.
La propuesta del Departament d’Economía y Hacienda del Institut d’Estudis de l’Autogovern, un órgano dependiente de la Generalitat, es que se modifiquen en las Cortes tres leyes para hacerlo posible: Lofca, Cesión de tributos y la de Financiación de las comunidades autonómicas. Todos los tributos serían cedidos a la Generalitat. El objetivo que se proponen es recuperar la ordinalidad –una idea que defendió en su día Alicia López Camacho, candidata del PP– y para eso Cataluña reduciría su aportación a los mecanismos de solidaridad interterritorial (con las regiones más pobres) para que la comunidad deje de ser la tercera en capacidad fiscal y la décima una vez que ha puesto el dinero para los mecanismos de solidaridad. Salvo que salga de la caja del Estado, con esta propuesta habría menos dinero en el circuito para las comunidades con más necesidades y menos ingresos propios.
Sánchez ha dicho que es “compatible mejorar el sistema de financiación autonómica desde el plano multilateral y al mismo tiempo articular una financiación singular” para Cataluña. De lo que se trata es de que con transparencia se explique en qué consiste el acuerdo, cómo se va a hacer y qué consecuencias tiene para todo el sistema. El Gobierno está obligado a garantizar la igualdad entre todas las comunidades y la prestación de los servicios públicos en condiciones.
Es complicado que del Consejo de Política Fiscal y Financiera que la vicepresidenta Montero convocará en julio salga algún acuerdo. Las comunidades del PP discrepan entre primar la población (Andalucía, Valencia, Murcia y Baleares) y ponderar los sobrecostes por dispersión de servicios y envejecimiento (Castilla y León, Galicia o Aragón). Y en cuanto el PSOE ponga sobre la mesa la singularidad catalana, se acabará el cuadro. Técnicamente, Hacienda puede sacar adelante cualquier propuesta (tiene el 50% de los votos del consejo) solo con el apoyo de una comunidad, que podría ser incluso Cataluña. Otra cosa es que políticamente sea sostenible.
Pregunta: ¿es posible garantizar la igualdad en la prestación de servicios, desarrollar a la vez una estructura financiera de “singularidades” y reformar y mejorar globalmente el sistema? Adelante. Cuadrar la rueda una vez más. Va teniendo práctica este Gobierno en esas mecánicas raras, aunque esta es de las más complejas.
La Corona se había convertido en un problema y ahora no lo es. Es el avance más importante de los diez años de reinado del Rey. Ha sacado a la institución del boquete en el que la metieron el Emérito, su hermana Cristina y su cuñado. La recuperación del prestigio es el camino para garantizar su continuidad, que estuvo seriamente cuestionada tras la acumulación de episodios fiscales, amorosos, quirúrgicos, sociales y cinegéticos del padre del actual monarca, que tras ser pieza clave de la Transición se entregó a los placeres del cuerpo y el alma y a las amistades de comisionistas y oscuros personajes. A don Felipe le ha tocado también el 2017 catalán y su controvertido pero firme discurso y ha puesto a su hija Leonor en el camino al trono sin que la música desafine. Los españoles podrán optar un día, si mayoritaria y democráticamente lo deciden y con los apoyos necesarios en las cámaras y las instituciones, por ser una república. Pero, a día de hoy, no será por causa de un comportamiento vergonzante del Rey y su familia.
No extrañará que a quien le gusta la fruta y ha hecho de un exabrupto un lema político decida homenajear y condecorar a Milei justo cuando las relaciones diplomáticas entre España y Argentina están en el peor momento que se recuerdan. No es autonomía política, es gamberrismo institucional y deslealtad. Y lo saben. Y es un intento de marcarle el territorio a Vox, que tenía hasta ahora la exclusiva del argentino. Dudo de que alguno de los padres de la Constitución tuviera en la cabeza que un día una comunidad autónoma sirviera para estas cosas. Ni para otras muchas, claro. Feijóo apoya el desatino, conste. Pero a Ayuso, de momento, se le ríen todas sus gracietas bizarras. La negativa del Rey a recibir a Milei podría haberle servido de orientación. Qué hubiera dicho el PP si un presidente socialista de Andalucía hubiera decidido condecorar a Driss Jettu, ex primer ministro marroquí, justo cuando había retirado a su embajador de España. Un año antes Trillo había invadido, con gallardía, gesto patriótico y con fuerte viento de levante, el islote de Perejil, reduciendo a las cuatro cabras díscolas de la plaza.
El ultraderechista Viktor Orban, primer ministro húngaro, ha comenzado la presidencia de turno de la UE con un emblemático propósito: “Hagamos grande Europa de nuevo”. Trumpismo húngaro en el corazón de la UE. Pendientes del posible triunfo de Trump en el otoño, España acaba de obtener el farolillo rojo en el gasto en Defensa (1,2%) del PIB, lejos del 2% comprometido en el seno de la OTAN hace ya diez años y que no se alcanzaría hasta 2029. El Gobierno quiere que se le compute el gasto en adquisición de material militar y el que hace en investigación y desarrollo, muy superior a la media. Con lo complicado que se puede poner el manejo de la Alianza Atlántica si gana Trump, como para tener un (o varios) caballo de Troya dentro de la casa europea.
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