De gestor serio a mesías frustrado
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El 'president' ha puesto sordina a su desastrosa gestión de la crisis y se ha envuelto en la 'estelada' para convocar su nada laureado plebiscito sobre el desafío a la unidad territorial.
La inusitada mutación de Artur Mas cuajó bajo el resplandor de los ecos de la Diada más atronadora que se recuerda desde que la efeméride -que conmemora la caída de Barcelona y de los mártires que murieron oponiéndose a Felipe de Borbón en defensa de las libertades catalanas el 11 de septiembre de 1714- comenzara a celebrarse en la parroquia de Santa María del Mar el 11 de septiembre de 1886, un acto fúnebre en familia que fue creciendo como símbolo de unidad de todas las fuerzas políticas catalanas y que cobró carta de naturaleza multitudinaria noventa años después, cuando se congregaron 40.000 personas de todo pelaje político en Sant Boi de Llobregat convocadas por la Asamblea Nacional. Al año siguiente, 1977, se celebró por todo lo alto en la capital catalana, una explosión de alegría con la restauración de la Generalitat en marcha que congregó a un millón de personas al grito de guerra de ¡autonomía! Un júbilo nacionalista que fue rebasado en forma y fondo con creces hace mes y medio, cuando se echaron a la calle millón y medio de almas al grito de ¡independencia! Un clamor que sacó del armario a un president que pasaba por un gestor nada dado a estridencias amamantado en el pragmatismo de Jordi Pujol, sin un perfil ideológico rotundo y definido y que ahora se nos descubre como mesías, mago y pesaroso mártir de la catalanidad.
La incredulidad es generalizada entre los analistas catalanes desde que Artur Mas (Barcelona, 31 de enero de 1956) se echara al monte tras la pasada Diada, cuando proclamó: "Hemos ofrecido al mundo un mensaje muy potente de anhelo de libertad y de querer ser un pueblo normal entre las naciones del mundo". Proclamó que la marea humana que había anegado el día anterior las principales arterias de Barcelona se había hecho acreedora a dar un paso adelante, a que CiU desterrara su proverbial ambigüedad y pusiera negro sobre blanco sus objetivos. Está decidido a convocar una consulta y a saltarse el dique de la legalidad, pues todos los caminos pasan por La Moncloa al tener la última palabra sobre la autorización de un referéndum.
Vivir para ver. Quién iba a decir que ese hombre cauto y mesurado que se definió en su día como "nacionalista tolerante" del siglo XXI, amante de la Historia de España, que no se catalanizó el Arturo que figuraba en su DNI hasta el año 2000, que impulsó activa y pacientemente el Estatut sin sacar los pies del tiesto hasta que embarrancó en el Tribunal Constitucional y poco dado a teorizar (nótese sin ir más lejos que su padrino y antecesor escribió varios libros y centenares de artículos sobre la catalanidad, como Pasqual Maragall o la mayoría de dirigentes que pilotaron la transición a las libertades en Cataluña) iba a convertirse en el paladín del mayor desafío visto hasta ahora a la integridad territorial de España.
De familia acomodada, relacionada con el sector textil, estudió en colegios de élite como el Liceo Francés de Barcelona y la Aula escuela Europea antes de licenciarse en Ciencias Económicas y Empresariales. Al cabo de varios años de trabajo en la Generalitat buscando inversiones para Cataluña, dio el salto a la política como concejal en Barcelona (1987-1995) y es diputado desde 1995. Ahí le echó el lazo Jordi Pujol, que lo incorporó a su Gabinete como consejero de Política Territorial y Obras Públicas y luego de Economía y Finanzas antes de ser designado conseller en cap (número dos del virrey) en 2001.
Una trayectoria en la que se labró una buena reputación, con un perfil político moderado, ajeno a estridencias o salidas de tono patriotero, un gobernante y gestor de fiar extramuros de Cataluña, que se la dio con queso a gente con neuronas como el ex ministro Ramón Jáuregui, que consideró "inteligente" que el PSC facilitara su investidura -a la tercera fue la vencida- en 2010 "para que no tenga que estar pendiente de posiciones extremas". Ay, ay, ay!
La metamorfosis la detonaron los recortes del Tribunal Constitucional al Estatut. El cabreo fue rentabilizado por CiU, que enterró siete años de tripartito (PSC-ERC-ICV) y consagró a nuestro hombre como paladín del vanagloriado seny (sentido común). Pero Artur Mas aterrizó en el poder en plena tormenta económica. La batalla por la hegemonía del catalán en las calles y en las escuelas se fue diluyendo entre la diabólica espiral de unos drásticos recortes de los que él, por supuesto, no tiene la culpa, y que atribuye tanto a la "deslealtad" en vigor del Gobierno central como a los "despilfarros" que hizo el tripartito. Con su desastroso balance mediada la legislatura, ha optado por no seguir quemándose en la pira de la crisis y se echa al monte envuelto en la estelada, la senyera se le ha quedado pequeña, revelándose como consumado mago para esconder su gestión en el cofre del independentismo. Todo se enfangó más si cabe con un fantasmal escrito policial que se volvió como un búmeran contra los que acusaban a Mas de tener cuentas en Suiza, una manioobra de aire artero que le da una pátina de mártir del retorcimiento de la voluntad popular.
El gestor sereno que mutó en mesías (el cartel electoral de CiU le mostraba dispuesto a abrazarse al pueblo catalán)) está irreconocible, ha removido las aguas estancadas de la participación pero no llevó las aguas del todo a su molino y ahora veremos hasta dónde está dispuesto a llegar del brazo de ERC, depositario por excelencia del voto identitario y que pondrá más revoluciones al numero ilusionista de la independencia, que ha desplazado al seny (sentido común) abriendo paso a la rauxa (arrebato).
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