Un germen de la libertad

Hace 50 años la policía franquista asesinó al joven Enrique Ruano y disfrazó su muerte como un suicidio

Enrique Ruano y su novia, Dolores Ruiz. / M. G.
Manuel Barea

20 de enero 2019 - 04:00

“Ni olvido ni perdono”. La voz de Margot Ruano suena contundente al otro lado del teléfono. Aunque hayan pasado cincuenta años lo recuerda todo como “si fuera ayer”. En los primeros días de 1969 enterraba a su hermano Enrique bajo la mirada esquiva de los grises uniformados como para ir a una guerra, con cascos y metralletas. “Fue terrorífico. Parecía una escena de Kafka”, rememora. Los agentes de la Policía Armada intentaron que el entierro se celebrara lo antes posible, de prisa y y de tapadillo, con la presencia de los familiares directos y poco más. Pero Margot, con sus 19 años, se encaró con ellos y consiguió que los amigos y los compañeros de su hermano entraran en el camposanto de San Isidro y le dieran el último adiós.

¿Por qué estaban allí todas esas personas? ¿Por qué ese entierro?

Estaban enterrando a la víctima de un asesinato político. De un crimen –otro– del régimen franquista. El resultado de una infamia más.

Todo había empezado días atrás.

De eso se cumplen hoy 50 años.

Mucha gente lo ha olvidado. Y muchos otros no.

Enrique Ruano era el 20 enero de 1969 un joven estudiante de Derecho. Uno de sus profesores, Gregorio Peces-Barba, escribiría a los 25 años de su muerte: “Es curioso cómo un Estado autoritario no pudo impedir que en la sociedad hubiese gérmenes de hombres libres”.

La noche del 17 de enero de 1969 Ruano fue detenido en un bar en las inmediaciones de la Plaza de Castilla, en Madrid, junto a su novia, Lola Ruiz, y dos amigos más. [Lola Ruiz sería tiroteada el 24 de enero de 1977 por unos fascistas en el despacho de abogados laboralistas de la calle de Atocha. Fue una de las supervivientes de la matanza. Murió el 30 enero de 2015. Su marido, Javier Sauquillo, fue una de las víctimas mortales del atentado.]

Hay que pensar en Enrique Ruano en los subterráneos del edificio de la Puerta del Sol, la sede en 1969 de la Brigada Político Social, la policía secreta de Franco. Ruano tiene 21 años. Lo han detenido porque él y su novia y otros dos amigos llevan unas octavillas.

Ruano pertenece a una familia burguesa. Su padre es procurador. Él es un estudiante de Derecho afiliado al Frente de Liberación Popular, conocido como Felipe. “Fue un demócrata desde muy joven”, recuerda su hermana Margot. Había estudiado en el colegio de El Pilar e incluso se aventuró a ingresar en el seminario de los marianistas, donde duró poco. En la Universidad se interesa por los derechos humanos. “Es una edad terrible para morir, y sobre todo por defender lo que él defendía”, dice su hermana. “Los jóvenes que tienen ahora la edad que él tenía cuando lo mataron, que han nacido en una democracia, tienen que ser conocedores de lo que hizo, pero no sólo él, sino otros muchos que se dejaron todo, incluso su vida, por lo que tenemos hoy, ha sido un camino en el que se han quedado muchos”.

Días después de su detención, los policías Francisco Colino, Celso Galbán y Jesús Simón llevaron a Ruano a un piso de la calle General Mola –ahora Príncipe de Vergara– a un registro. Era un séptimo.

“Lo mataron. Lo tiraron por la ventana”. El abogado José María Mohedano era amigo íntimo de Ruano. Estaba preso en la cárcel de Carabanchel el 20 de enero de 1969. Lo dejaron en libertad ese mismo día. “No fue una casualidad”. El régimen dio otra versión a la muerte de Ruano. Y propagó ésta como un suicidio. Para esto se sirvió del diario Abc, al que filtró unas notas del joven al psiquiatra Carlos Castilla del Pino –otro notable antifranquista– como si fuera un diario en el que flirteaba con el suicidio. Y el periódico, por orden del ministro Manuel Fraga, publicó que Ruano se había tirado al vacío... con un disparo en la clavícula. El hueso fue serrado posteriormente para que no se descubriera. Castilla del Pino diría más tarde que la versión del suicidio “es inverosímil, eso se hace a solas, no en presencia de otras personas”. Fraga llegó a llamar al padre del joven. “Tiene usted otra hija de la que ocuparse”, le dijo refiriéndose a Margot.

Ésta recuerda también la llamada al domicilio familiar para comunicar la muerte de su hermano. “Le pasé el teléfono a mi padre. Le dijeron que su hijo había muerto suicidándose. Ya está”. A la familia se le negó ver el cuerpo. Enrique Ruano del Campo no soportó la ausencia de su hijo. Murió años después.

Pero el franquismo cerró filas ante el caso de Enrique Ruano. “Imagínese, el juez estaba entregado”, cuenta Mohedano, que también fue víctima del agente Simón cuando lo interrogaba a base de hostias. “No es que fuera un valiente, pero teníamos redaños. Le dije que la democracia llegaría y que él dejaría de ser policía, me equivoqué porque lo siguió siendo por un tiempo, y me respondió con un puñetazo que me partió la lengua”. Fernando Savater, también detenido en aquel momento y testigo del interrogatorio, lo cuenta en unas memorias. “La democracia jamás está conquistada, ni siquiera ahora... pero imagínese en aquellos años”, dice Mohedano.

También estuvo en las cárceles franquistas Plácido Fernández Viagas, hijo del presidente de la Junta preautonómica. Era más joven que Ruano, pero “su muerte me afectó personalmente, de manera muy íntima, porque también era estudiante y me sentía muy identificado con él. Sí, fue un asesinato, desde luego fue responsabilidad de la policía”. Fernández Viagas sintió desde muy joven “la fuerza del Partido Comunista”. Ingresó en sus juventudes en La Laguna, cuando su padre estaba destinado en Tenerife. Pero con el traslado a Sevilla conectó con los “ocho o nueve que éramos en el partido. Éramos jóvenes comprometidos que sumábamos a la lucha contra la injusticia social –yo tuve en La Laguna un amigo que vivía en un campo de chabolas de la época, imagínese– la belleza de la izquierda y la estética revolucionaria, aquello de bajo los adoquines está la playa... pero a Enrique Ruano lo mataron, lo asesinó el franquismo”.

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